Iñaki Bernaola
Teólogo de a pie

Sexo con sotana

Imaginad por un momento que vivís enfrente de un campo donde malviven miles de refugiados, faltos de los más elementales recursos y ni qué decir con respecto a otro tipo de comodidades.  Imaginad que os vais de vacaciones por unos días y que dejaís la puerta de vuestra casa abierta.

Todos sabemos que robar es un delito, sea donde sea y estando la puerta de vuestra casa abierta o cerrada.  Pero, no obstante, debéis admitir que con vuestra actitud, totalmente respetable dicho sea de paso, habéis dado enormes facilidades para que se cometa un delito de robo, en absoluto disculpable pero, sin embargo, comprensible hasta cierto punto por un estado de necesidad urgente.

Es habitual que, con respecto al delito, adoptemos un punto de vista excesivamente parcial, consistente en atribuir la comisión del delito únicamente a la voluntad o conciencia moral de quien lo comete. Es habitual también que, como corolario de lo anterior, ante la comisión de un delito nos contentemos con proferir condenas absolutas y sin paliativos, y ahí nos quedemos sin ir más allá en nuestra reflexión.

Creo honradamente que este punto de vista es del todo erróneo: el delito no depende únicamente de la actitud moral de quien lo comete, sino de condiciones y circunstantias objetivas, las cuales hacen que dicho delito se cometa con mayor o menor frecuencia, y no sólo eso, sino también que dichas condiciones influyan de manera más o menos fuertemente en la conciencia moral de las personas implicadas.

Siento mucho decir que, por muy reprobables que sean los casos de abusos sexuales cometidos por eclesiásticos católicos contra personas menores de edad, la doctrina católica del celibato obligatorio para dichos eclesiásticos, así como la reprobación de la homosexualidad y otras muchas cuestiones sobradamente conocidas, están generando unas condiciones para que determinados delitos, graves a la luz del código penal, se lleven a cabo con mayor frecuencia que si las condiciones objetivas de dichos eclesiásticos fueran distintas.

Causa escándalo, y con razón, la reticencia de las autoridades eclasiásticas para que dichos casos sean dados a conocer y, aún más, sean puestos a disposición de la justicia ordinaria. Habrá quien piense que esa actitud obedece a un mal ententido espíritu corporativo. Yo creo que hay algo más: es consecuencia también de que la Iglesia Católica, con su doctrina, ha llevado a un montón de personas, sacerdotes la mayoria de ellas, a un callejón sin salida con respecto a su propia sexualidad, que, no lo olvidemos, no es una cualidad maligna sino una característica indisoluble –y saludable- de la persona humana.

La Iglesia Católica no puede asumir en toda su dimensión el problema de los sacerdotes que cometen delitos contra la libertad sexual de las personas sin abordar el problema de forma global, es decir, planteándose claramente hasta qué punto ello no es consecuencia de una doctrina que, a la luz de los avances llevados a cabo hasta ahora por las distintas ciencias, tanto físicas como humanas, resulta claramente obsoleta.  

No se trata de dar un giro de ciento ochenta grados y convertir a los sacerdotes en ligones de discoteca. Pero creo que a la Iglesia Católica no le vendría mal inventarse algo nuevo como por ejemplo que Dios ve con buenos ojos el amor allá donde surja, sea homo u hetero, y que gestionar de modo positivo, serio y consecuente el amor –y por ende la sexualidad– de la persona es una actitud que hace a dichas personas más dignas, más completas, más dueñas de sí mismas y, sobre todo, más felices.

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