Josu Iraeta
Escritor

Temor a quedar sin enemigo

En latín, igual que después en castellano, «nación» equivalía a lo que hoy se entiende por gente, raza o pueblo, mientras que se les llamaba «populus» cuando habían alcanzado cierto grado de organización política.

Los escritores del siglo  XVI y el XVII siguieron empleando el término «nación» en el mismo sentido. Es más, en la segunda parte del Quijote aparece un morisco «Ricote», que hablando con su paisano Sancho Panza, de los de su raza, –que habían sido expulsados– dice que son de su «nación». En el "Persiles y Sigismunda" –última obra de Cervantes–, menciona a la «nación portuguesa», aunque  Portugal entonces formaba parte de la Monarquía española y no era independiente. Además, en sus “Novelas ejemplares” dice de «los gallegos, que es otra nación, según es fama, menos puntual que la vizcaína».

Hemos llegado al siglo XXI y hoy las cosas han variado. Hace ya mucho tiempo que en Madrid ven al nacionalismo oscilar entre dos ideas que para ellos son opuestas e irreconciliables; entre la teoría política de la libertad y el principio de la unidad nacional. Si embargo, la teoría moderna de la libertad de los pueblos, de las naciones, no rehúye en absoluto los valores cívicos, los derechos del ciudadano y el pluralismo. El nacionalismo fue y es, fundamentalmente una fuerza liberadora y democrática.

En mi opinión, el temor a representar ante el mundo la verdad de «su» democracia, como lo que realmente es; un engaño escavado bajo un vetusto edificio, hace que los gobernantes españoles olviden que en el pasado siglo XX, como lo fue también en el IX, el nacionalismo ha demostrado ser una fuerza de transformación y cambio probablemente más poderosa de lo que pudieron haber sido las transformaciones económicas, la conflictividad social y aún el progreso científico y tecnológico, factores que se tienen como esenciales del cambio histórico.

Alguno pudiera opinar que he empezado fuerte, pero los cambios que provocaron la primera gran etapa de movilización secesionista en el centro y este de Europa, incluyendo algunos países occidentales, no desmienten mis afirmaciones. Casos como Irlanda y España –vascos catalanes y gallegos–, movilizaciones que tras la I Guerra Mundial crearon nuevos países como Irlanda, Checoslovaquia, Yugoslavia, Polonia, Hungría, Austria, Finlandia, Letonia, Estonia, Lituania…

El nacionalismo –aunque muchos lo nieguen– tiene mucho de construcción moderna. Cierto que puede analizarse desde diversas ópticas; procesos de construcción de estados nacionales, teorías regionalistas o independentistas, sentimiento de pertenencia, reivindicaciones nacionales-lingüísticas etc. En última instancia, la fuerza y vigencia del nacionalismo se derivan de su capacidad como elemento de cohesión social y de la importancia de los sentimientos de grupo como factor de vertebración de la sociedad.

No quiero esconderme; también puede derivar en una «forma de hacer política», que los vascos conocemos bien; su utilización como estrategia de poder. 

Sólo desde la debilidad de un Estado como el español, se ignora que el nacionalismo sigue siendo hoy la principal alternativa ideológica al liberalismo. Quieren olvidar el despertar –no tan lejano– de las nacionalidades, a las que el nacionalismo dio sentimiento e idea de nación y conciencia de sus derechos colectivos. 

En este sentido y dado que prácticamente todas las organizaciones del abanico político que ejercen en el Estado, han celebrado recientemente sus congresos, la experiencia adquirida  me dice que, en el entusiasta “caos” que sigue a los congresos de los partidos políticos, siempre se observa cierta tendencia a la supresión de la política a manos de la estética. Los congresistas, todos, dirección y militancia, son conscientes, notan cierta inercia que les aleja del esfuerzo tranquilo que siempre debe acompañar a los recursos de la argumentación, y va dejando paso a una fascinante densidad sentimental en la que lo verídico va siendo sustituido por la inmensa impresión de lo auténtico. Y eso es malo.

El Estado español, sus gobernantes, llevan muchos años “soltando lastre” ideológico a cambio de mantener en su poder la llave de La Moncloa. No pretenden generar futuro, anteponen el presente de su entorno fiel y dependiente, y aunque generan, allá donde van,  una repugnancia insoportable, eso les es suficiente.  Hoy tanto unos como otros, saben, -por que sus consejeros así se lo muestran- que las encuestas sirven hasta que dejan de servir y continúan tejiendo un cable de alta tensión emocional que terminará abrasándolos.

El debate real, no formal, sobre el orden de reforma de la Constitución, tiene esas condiciones de tormentosa relación entre ontología y estética, entre ser y escenificación. El ser del debate, lo políticamente cierto, reside en establecer si de lo que estamos hablando es de abrir un proceso de actualización o de hacer una cosa distinta; es decir, cambiar el régimen.

La discusión no puede presentarse en los términos que algunos pretenden, porque se ha presentado falsariamente, poniendo en un lado  a los demócratas que creen posible una modificación de la Carta Magna y  en el otro a quienes consideran que el texto es intangible.

El debate debe darse entre quienes consideran que existe una nación española con pluralidad de ciudadanos, reunida en torno a un texto modificable por todos ellos; y quienes creen que esta situación debe caducar ya, dando paso a una pluralidad de naciones que, en ejercicio de una soberanía sin interferencia externa alguna, deciden la forma de organizarse.

Desgraciadamente, lo que enfrenta hoy al Partido Popular y al PSOE respecto al futuro de la estructura  del Estado es casi  de orden procedimental. Se equivocan, no existe un debate entre reformistas e inmovilistas, sino otra cosa muy distinta, que debería hacerse palabra, razonar, argumentar sin temor alguno, democráticamente. Porque lo democrático, es una relación con los ciudadanos  en la que  se les respete el derecho a conocer las intenciones de todos. Incluso las que pueden llevar -con toda legitimidad- a cambiar el régimen.

No sólo entre los españoles, también aquí entre nosotros los vascos, la quiebra entre la clase política y la sociedad es notoria y palpable. Esto debe modificarse, porque de seguir así, “nadie” encontrará la vía adecuada para resolver la situación.  Aunque lo cierto es que no todos están quietos.

  En los últimos meses, la permisividad de unos y la  necesidad de justificar sus -ingresos públicos- de otros, está aflorando lo más rancio, mezquino y reaccionario de la sociedad española.  Será quizá, por que nos aproximamos a uno de los capítulos importantes de nuestra historia. Esto está permitiendo visualizar la caverna franquista a la que durante décadas se ha permitido “gestionar” el dolor de las víctimas, erigiéndose de hecho en un poder coactivo, en un permanente intento – a todas luces estéril- por detener el curso  imparable de los acontecimientos.

Evidentemente no es el único elemento de presión que defiende el vigente inmovilismo. Los diferentes y abundantes uniformes armados que hoy vemos proteger las estanterías de los hipermercados, unidos a la actitud de muchos obispos que se manifiestan como lo hicieron en presencia de Franco, anteponiendo a Dios ante la democracia, son ejemplos vivos que confirman la presencia actual -no sólo anímica- del dictador.

La redacción de este trabajo llega a una conclusión; No puede ser, el Sr. Rajoy no puede permanecer en el juego democrático, guardando silencio ante la corrupción estructurada en la organización que preside. No se puede aceptar.

Todos ellos;  Hoy, tanto políticos corruptos, como uniformes saturados, y purpurados reaccionarios, unidos a la caverna franquista, presentan idéntica patología: temor a quedar sin enemigo.

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