Paco Roda
Trabajador social

Trump, el estafador de los abismos

Pareciera que lo desconocido, las incertidumbres y los sorpassos sociales llaman a la puerta de una nueva Edad Media global y posdemocrática. Como si todo o casi todo pudiera ocurrir sin pedir permiso a las normas, las cuales ya ni siquiera están para cumplirlas sino para saltárselas. Como Trump, ese presidente electo que presume de ello en aras de la máxima libertad personal que otorga el liberalismo más bestializado. Por eso hay que hablar de Trump. Aunque sea pesado, cueste y se nos antoje reiterativo. Porque no es el personaje, es más.

Detrás de esta elección y sus comportamientos escenográficos previos, y detrás de este comportamiento electoral, se puede escrutar el movimiento del mundo. Este cataclismo político no era esperado. Por eso se ha convertido en un fenómeno que ha roto los cánones. Y por tanto imprevisible según las claves de la normalidad posmoderna. Y ello viene a explicar los miedos, recelos, certezas, seguridades e inseguridades de la gran mayoría de la población norteamericana. Pero además, explica fundamentalmente el latido de una nueva forma de desconexión, de desafección con la política, el Estado, la democracia, los valores, la justicia y la seguridad a la que uno creía tener derecho pero que ha devenido en un atraco bien explicado. Incluso esto explica la desafección con la propia vida de cada uno de sus votantes. Por eso nos tenemos que preguntar por ese rotundo apoyo de casi 60 millones de personas a un neofascista de reconocido prestigio antidemocrático, como ha quedado demostrado en sus declaraciones de palabra, obra y omisión. A un racista desequilibrado, misógino y multimillonario sin sonrojo al reconocer que es un defraudador bien visto. Porque esto nos explica hasta qué punto la sociedad americana, y por defecto, muchas sociedades tardocapitalistas hipotecadas por una crisis brutal, están fragmentadas y buscan desesperadamente un nuevo Mesías que hable por ellos. Porque la gran mayoría de la población norteamericana ha sido secuestrada, vive o malvive en contextos urbanos de gran desigualdad y pobreza, con gravísimos índices de locura, desequilibrios psicológicos, adicciones, mutabilidades personales y además, desprotegidos por un país que ha renegado a la protección social, educativa y sanitaria de una gran mayoría de norteamericanos y norteamericanas. Esta gente no sabe conjugar la vida en presente. Y menos en futuro. Son casi 50 millones de ciudadanos pobres, precarizados y sometidos a la exclusión social más brutal del país más rico de la tierra. Ellos solos podrían formar un estado vergonzante. Pero pareciera que se conforman con su inmundicia. Esta gente ha encontrado en Trump a ese que, hablando como ellos, ha logrado decirles que otros son los culpables de su malestar, que otros son los que amenazan su presente, que otros, que no son blancos como ellos, podrán algún día ocupar sus viviendas, sus campos, sus oficinas, sus escuelas, sus hospitales desvalidos, que otros, homosexuales y lesbianas, tendrán más beneficios que ellos, que representan la pureza  de la horma social por excelencia. Para muchos de ellos, incultos, sin estudios, sin nada que colgar de su currículo, salvo la cartilla de desempleo a perpetuidad, Trump les ha liberado de una manera de seguir soportando la ciénaga en la que viven. Y no porque Trump los vaya a liberar de su pobreza o su precariedad o su inseguridad, sino porque los libera de un presente políticamente correcto que impide nombrar a las cosas por su nombre. Trump, con su idea de libertad, como dice Ignacio Ramonet, ha generado un auténtico desahogo entre muchos electores irritados por lo políticamente correcto que ya pueden decir lo que se piensa sin ser acusado de racista xenófobo. Porque Trump lo ha hecho y ha ganado la gran partida del mundo. Porque Trump apela a las tripas para que suenen en fa mayor. Para que rompan todas las certezas que sabíamos incuestionables.

Y lo grave es esto. Lo que cuesta analizar, lo que cuesta entender y digerir como una maldición para el resto del mundo. Si yo fuera norteamericano me preocuparía eso. Pero soy un ciudadano a pie de obra de un lugar secundario del planeta. Y siento vergüenza no por sus gentes, sino por esa estrategia de sodomización social que el sistema ultraliberal  ha puesto en marcha al amparo de una crisis alargada y prolongada, como el siniestro tiempo que nos toca vivir.

Y esto es lo que hay que temer. Más allá de lo que se avecine o los futuros escenarios de poder y contrapoder. Más allá de los nuevos tiempos que todavía apestan a viejos. Que el miedo, convertido en arma de dominación masiva, haya inmunizado la devastadora realidad de un 80% de la población norteamericana sometida a una menguante calidad de vida. Los USA ocupan hoy el lugar 37 en esperanza de vida por debajo de Chile, Cuba o Costa Rica. Un país donde las armas, la supuesta libertad individual y la bandera en el pecho son el mejor analgésico contra esta desigualdad. Y donde los ricos y muy ricos disparan sus ganancias a golpe de chantaje, amenaza y apaños políticos.

Y lo preocupante es que esos millones de votos pro fascistas, muchos de ellos de obreras y obreros desclasados por imperativo legal y social, sirvan para gobernar contra sus propias vidas, contra sus propias conciencias, de clase o de los restos que queden de ella. Y esto es difícil de digerir con las herramientas de nuestro tardofordismo analítico. Pero vivimos tiempos en los que las contradicciones forman parte de nuestras convicciones. Porque mucha gente hace lo contrario de lo que siente, que vive contra su ideario perdido, que vota en contra de sí mismo o de sus intereses. Es el llamado voto prevaricado, el voto corrompido. El que mucha gente emite porque su vida también es pura contradicción, porque se mueve entre la dualidad y la segmentación. Porque vivir en conciencia se ha puesto muy cuesta arriba.

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