Víctor Moreno
Escritor

¿Un acto de homenaje a los reyes de Navarra?

Bertold Brecht escribió un poema en 1934 titulado “Preguntas de un obrero ante un libro”. En él planteaba el asombro que podría suscitar en quien repasara las hazañas sobresalientes de la historia de la humanidad. Comenzaba así: «Tebas, la de las Siete Puertas, ¿quién la construyó? / En los libros figuran los nombres de los reyes». Luego, seguía: «El joven Alejandro conquistó la India /¿El solo?/ César venció a los galos. / ¿No llevaba consigo ni siquiera un cocinero?».

El poema de Brecht era una reflexión sobre los mecanismos afectivos y razonables de la memoria y, paralelamente, una crítica amarga a los modelos de construcción y transmisión de la historia pasada e inmediata por parte de los poderes políticos y educativos, valga la redundancia.

Pirámides, catedrales, monasterios, palacios, artes, desarrollo, en definitiva, el porvenir feliz de los pueblos era trasunto del buen hacer del Monarca, aquel que, desde tiempos del rey David, fue ungido por la Divinidad y, en consecuencia, era su imagen en la tierra. Las grandes obras, fueran de naturaleza cultural, social y política se adjudicaban al rey, mientras que las no menos grandes de destrucción y aniquilación –excepto las ocasionadas por el desmadre de la Naturaleza–, tenían el copy right de los pueblos, tratados siempre como ignorantes e impulsados en sus actuaciones por oscuros principios cuando no por bajas pasiones incontrolables. Repasemos los libros de historia que circulan en las instituciones educativas y se comprobará que este enfoque individualista y centrado en la omnipotencia de los reyes sigue sin cuestionarse lo más mínimo, a pesar de su evidente reduccionismo interpretativo.

Pues parece justo y razonable que, si adjudicamos al rey la construcción de san Lorenzo de El Escorial, también, le endilguemos las masacres de los pueblos indios y otras crueldades de la época, que no enumeraremos y no por falta de testigos inculpatorios.

Es muy probable que las lamentaciones contenidas en el poema de Brecht estén pasadas de moda e inaplicables a la monarquía española actual, pero habría que recordar que no hace mucho tuvimos que aguantar la imagen irritante que presentaba a Juan Carlos I como el salvador de la patria. Más todavía, como figura imprescindible que hizo posible la transición de la democracia. ¿Y el pueblo español? Pues parece que cumple el papel que Hobbes describía en su Leviatán. La fuerza del rey es la potencia de la multitud, empeñada en vivir su esclavitud como libertad y en aceptar su penuria contemplando la magnificencia de sus monarcas.

Decía que era posible que el poema de Brecht ya no tuviera ninguna actualidad, pero, viendo la manera y forma en que las instituciones forales homenajearon a los Reyes y Reinas de Navarra el domingo día 25 de junio en el Monasterio de san Salvador de Leyre, sospecho que la vigencia crítica de los versos del autor teutón sigue en pie. De hecho, la historiadora, que explicó al público el sentido final y metafísico de esta presencia egregia en Leyre, se interpretó como un reconocimiento al Monasterio, visto como instrumento providencial a la hora de guardar las esencias del pueblo navarro a lo largo de la historia, y, también, como homenaje a los reyes y reinas de este viejo Reino, sin los cuales no seríamos lo que somos y seremos, lo que ya es decir.

Dicho con sus palabras, «un reconocimiento a quienes forjaron un conjunto humano y territorial que se ha mantenido vivo durante más de doce siglos y que es la herencia que impulsa el presente y el futuro de Navarra».

La verdad es que este providencialismo histórico, muy semejante al providencialismo teocrático del que alardean los obispos, tiene muy poco de histórico y mucho de ciencia ficción. Este «conjunto humano territorial», al que se hace referencia no fue ni homogéneo, ni uniforme. Y, en cuanto a la monarquía, como tal institución, el despotismo le fue consustancial en cualquier época y en cualquier lugar, a no ser que se considere que los reyes de Navarra estaban fabricados con otras fibras, y fueron unos demócratas avant la lettre, que, tratándose de descendientes de Goñi, cualquier milagro sería posible.

Pero, desengañémonos. Los reyes de Navarra, como los de cualquier corte europea, dado el conjunto de prerrogativas que definían su estatus, exigían la sumisión y el vasallaje de sus súbditos, nunca fueron sujetos ni individuos. Lógico, las monarquías reclamaban un comportamiento reverencial de la plebe ante quien vivía más allá de la Ley y de la Vida. No era para menos, estaban ungidos y legitimados por Dios. Así que dejémonos de idealizaciones tan baratas como irritantes. El día que la historia de este pueblo se cuente mediante la descripción exhaustiva de los procesos civiles en que se vio envuelto, abandonando las “genialidades” de sus reyes, comprobaremos hasta qué punto nuestros antepasados estuvieron gobernados por verdaderos imbéciles, como decía Michelet de los reyes franceses.

En cuanto a la caracterización del acto celebrado como acto civil, cabe indicar que, si dicha expresión se identifica como «acto abierto al público», nada que objetar. Pero lo civil como correlato del poder civil y, por tanto, limpio de adherencias teocráticas, religiosas, confesionales y metafísicas, exige otra hermenéutica, según la cual los representantes del Gobierno Foral habrían vuelto a reírse de la ciudadanía, y de los principios que rigen su compostura institucional. Puede que las cosas de los reyes y de la iglesia en tiempos de Fortún y compañía marchasen al alimón teocrático, pero hoy ya no es posible tal mezcla contra naturam, a no ser que se contravenga la no confesionalidad del Estado.

El Gobierno Foral debería enterarse de una vez por todas que vive en un Estado de neutralidad confesional, donde su presencia institucional no ha lugar en actos donde se mezcla el cirio con constitución, la religión con el derecho. Tampoco, en representación de todos los navarros, porque esto no es posible bajo ningún concepto. Y, menos aún, mostrando un servilismo repugnante ante el poder eclesial.

El homenaje a la monarquía navarra fue un acto religioso. Desde el principio hasta el final. Y lo fue desde el momento en que el abad mitrado recibió a la comitiva gubernamental, presidida por las dos autoridades institucionales de Navarra, Barcos y Aznárez –menudo papelón el de Podemos–, seguido por la asistencia a una Misa funeral, y culminando «con la entrega por parte del consejero Ayerdi del donativo al Monasterio en agradecimiento a la custodia que de los restos reales realiza la comunidad benedictina». Como en los viejos tiempos.

Blaise Pascal recordaba en sus Pensamientos, al hablar de los reyes, los jueces y los leguleyos, que la identidad –esa que al parecer el Monasterio de Leyre ha preservado a lo largo de la Historia, “la identidad navarra”–, es ante todo una construcción ficcional asentada en el asombro que provocan las túnicas, los adornos, la parafernalia, el oropel y la liturgia. Que la credulidad de la buena gente se siga explotando con representaciones basadas en disfraces, máscaras, toisones de oro, brazos de santa Teresa, lignum crucis, mitras, tiaras, birretes y maceros extraterrestres, y que esta astracanada sea organizada por políticos de izquierda, significaría cuán lejos que nos encontramos de una verdadera libertad sin ataduras heterónomas.

Así que, mientras haya gobiernos como el actual, habrá que recordar la arenga del marqués de Sade: «Un esfuerzo más, franceses, si queréis ser republicanos…». Franceses, navarros y lo que se tercie.

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