Javier Orcajada del Castillo

La Justicia y la Ley son antinómicas

En el telediario dan la noticia de que un juez ha paralizado tres meses el desahucio de un anciano en Donosti. Sorprende que algo tan habitual como echar a la calle a una persona llegue a ser noticiable. Lo que sí sale de inmediato en las ondas es cuando la policía aporrea a personas solidarias que se oponen pacíficamente ante tal crueldad si se trata de una mujer sin recursos, en paro y con tres hijos pequeños. En ese caso el morbo no es la injusticia, sino disfrutar del espectáculo gratuito de unos amables policías como armarios que sacan arrastras a la madre a la que los hijos se le agarran desesperados, sin saber qué hacer, pues si se defiende, será detenida acusada de «resistencia a la autoridad», le quiten los hijos y los confinen en un centro «adecuado».

Quizá el ingenuo espectador piense que por una vez el juez muestra su perfil humano y ponga sus sentimientos delante de la ley que debe ocultar en aras al cumplimiento de su deber de administrar justicia. Como si la justicia no fuera la condición para ser humanos. Pero, no conviene confundir deseos con realidad, pues la noticia resalta que el anciano a desahuciar es titulado superior y explica con todo lujo de detalles y una buena retórica su infortunio.

Por otra parte está la población solidaria que sale en defensa de una mujer desamparada que, según los «demócratas» se permite no pagar la hipoteca, ya que, con descaro la desahuciada afirma que es prioritario alimentar a sus hijos y no tiene con qué. Habría que ver la intrahistoria de las gestiones realizadas por quien tenga capacidad para influir sobre el banco que apela a los tribunales que aplica una ley cruel. Sería esperanzador que en los casos ordenando el desahucio se hiciera un panegírico sobre el juez para que explicara cómo llega a la conclusión de aplicar la ley antes que sus impulsos de conciencia. Es su cruel dilema: o se aplica la ley en su integridad por encima de su conciencia o dimite como juez. En realidad, como todos son «prudentes», sabrían qué decidir, pues son jueces, no héroes, por eso prefieren no mezclar el oficio con la conciencia: siempre se impone lo práctico. Algunos jueces ya van poniendo sus barbas a remojar porque el aliento de los tribunales internacionales lo sienten en el cogote.

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