Según unas palabras recordadas por Vladimir Putin en un discurso en 2015, Alejandro III, el emperador ruso que gobernó entre 1881 y 1894, dijo ante sus ministros que «Rusia solo tiene dos aliados: su Ejército y su Marina; los otros vendrán a por nosotros a la primera oportunidad». Con otras palabras, Putin ha repetido la misma idea: «cada vez que Rusia intenta ponerse de pie, EEUU se nos echa encima para que sigamos arrodillados». Construir el enemigo externo para fortalecer la dominación interna es una vieja práctica, que puede considerarse como universal. Como se ve, es algo que hace Moscú y es una práctica que últimamente se está extendiendo usando a Rusia como un nuevo «villano favorito».

A tenor de lo que se publica en torno al gigante euro-asiático, parece que un nuevo demonio está poniendo en peligro el orden mundial con sus acciones desafiantes. Sea por su entente con China, su intervención en Siria, en Crimea o por sus actividades en el ciberespacio, hasta el punto de determinar el resultado de las elecciones de EEUU. Demonizar a la Rusia de Putin se ha convertido en doctrina. Pero es una potencia que no debe ser ignorada, que defiende sus intereses y que en la guerra enseña su músculo. Y que, como tantas veces ha hecho EEUU, compra o desecha la ley internacional, según el momento.

No se puede obviar que Rusia y sus acólitos hacen frontera con todas las grandes civilizaciones globales: con el Occidente euro-atlántico, con la Asia confuciana, con grandes partes del mundo islámico, con el sur de Asia hindú, con el budismo del sudeste asiático. Y tiene las taras y los déficits democráticos asociados a toda apuesta por un capitalismo brutal. Pero hay que acordar con ella reglas de juego y entablar una conversación regular, seria, bien preparada, para que fragüen nuevos lazos, a todos los niveles. Sobre todo, la amistad y fraternidad entre la gente y los pueblos de Europa y de Rusia. Puede parecer un eslogan vacío, pero urge actualizarlo y darle todo su sentido.