La «locura» se inscribe en un marco ya de por sí demencial

Normalmente, en el periodo estival la actualidad política va perdiendo pulso, las estructuras se desmantelan, las instituciones activan el piloto automático, repuntan la estadística y el marketing y apenas quedan de guardia el sector servicios, la fiesta, la música y los cursos de verano. Eso también ha ocurrido aquí este verano. Sin embargo, estas semanas han sido particularmente convulsas en el continente europeo, con ataques, asaltos y atentados dentro de un contexto de crisis, estado de emergencia, shock y psicosis.

Mientras tanto, lo estructural persiste, si no es que se agrava: la guerra del ISIS, el éxodo de refugiados, la muerte de estos o su reclusión en campos infames, la incapacidad de la comunidad internacional para buscar soluciones, el autoritarismo de Erdogan tras el golpe, la descomposición institucional europea agravada por el Brexit, nuevos indicadores de la crisis económica… Todo ello con un grado de complejidad política poco apta para visiones simplistas o dogmáticas y, a su vez, demasiado fecundo para elucubradores de conspiraciones perfectas que todo lo explican y nada ayudan a entender. También con cierta apariencia de normalidad dentro del desastre que resulta peligrosa para quienes quieren un cambio de sistema o, sencillamente, cambios en él.  

La «locura» dentro de un sistema demencial

El último episodio, el tiroteo de Munich en el que han muerto nueve personas de la mano de un adolescente que tenía como referencias las masacres de Utøya o Columbine, del que dicen que sufría el síndrome Amok –atentos, si es la primera vez que escucha el término, esté seguro de que no será la última– y que terminó suicidándose, muestra hasta qué punto la locura también es hija de su tiempo.

La salud mental es un tema que cada vez adquiere mayor relevancia en nuestras sociedades. Es difícil de calibrar el modo en el que las crisis superpuestas del sistema capitalista –sobre todo la económica, pero también las identitarias, políticas…–, afectan a la cordura de las personas y a sus relaciones. Parece evidente que es creciente o que, como mínimo, está adquiriendo nuevas formas. Solo por eso requiere de una reflexión y de medidas políticas. Ya es parte de la agenda.

El caso Breivik, de cuyos atentados se cumplían el viernes cinco años y que parece ser que han «inspirado» a Ali Sonboly, ofrece grandes lecciones. Primera, la serena y contundente reacción social. Segunda, la política, que evitó la tentación securocrática, defendiendo la democracia, sin cercenar libertades ni derechos. Tercera, la judicial, con un debate profundo sobre las consecuencias de considerar aquellos hechos como la obra de un perturbado o darle mayor peso a las motivaciones ideológicas que el propio Breivik reivindicó. Tampoco conviene olvidar que tras aquel proceso, pese a su brillante gestión, la derecha venció al Gobierno de centro-izquierda. Para colmo, Jens Stoltenberg, el líder de aquella coalición que incluía al Partido Socialista de Izquierda, pasó a ser el jefe de la OTAN, cuyas políticas están en el origen de gran parte del terrorífico escenario mundial dibujado. Demencial, sin duda.  

La excepcionalidad, camino de ser estructural

El ataque de Niza –y en menor medida el del tren en Baviera– ha dejado un rastro de desolación e impotencia. Este se ha ido tornando en perplejidad según las hipótesis más sencillas y fáciles de inscribir en el relato público sobre el terrorismo se han ido debilitando o cayendo. La navaja de Ockham, el principio que dice que la explicación más sencilla es la más plausible resulta endiabladamente difícil de aplicar en este terreno. ¿Son tarados, malnacidos, o ambas cosas? ¿Actúan por sí solos, dirigidos, o el relato totalitario del yihadismo y la ultraderecha son ya suficientes para guiar sus actos homicidas indiscriminados? Lo cierto es que, sea lo que sea, favorecen esa visión totalitaria; le resultan funcionales.  

La respuesta oficial también refuerza esa dinámica. Por ejemplo, al dejar en suspenso la Convención Europea de Derechos Humanos Erdogan ha señalado al Estado francés, que ya lo hizo. El estado de emergencia va camino de convertirse en estado natural en Occidente. Sin balance alguno, como parte de una lógica que se asume con resignación.

Es de locos, sí, pero estas políticas no son una locura. Patologizar los fenómenos políticos no sirve de nada, es contraproducente. Hay que concentrarse en combatir las agendas que atacan derechos y libertades.

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