Ayer se inauguró la nueva estación de autobuses de Donostia. La larga demora, debida sobre todo a polémicas partidistas, no fue objeto de ningún tipo de autocrítica entre los presentes en el acto, pese a la evidencia de que hubo que esperar a la anterior legislatura para los acuerdos y pasos que permitieron iniciar su construcción. Seguramente habrá quien considere que alguna cosa se podría haber hecho mejor, pero en cualquier caso se trata de un acontecimiento a valorar positivamente. Toda la ciudadanía, especialmente las personas usuarias, están de enhorabuena puesto que la nueva estación mejora el servicio, así como la coordinación entre los diferentes medios de transporte público.

La nueva estación representa una apuesta que no fue acompañada por los discursos de las autoridades presentes en la inauguración. Por ejemplo, no resulta muy alentador que el alcalde, Eneko Goia, afirme que Donostia tiene la estación de autobuses que «se merece», como si fuera un premio adquirido con su paciencia, cuando cabe recordar que muchas otras obras son calificadas directamente como necesarias –adjetivo que parece reservado únicamente a grandes infraestructuras como el TAV–. En una ciudad con un millón de turistas al año y millones de desplazamientos internos, no es de recibo que esta estación se haya demorado más de dos décadas. Ni resulta aceptable el discurso de las formaciones partidarias del «desarrollismo» tildando al resto de oponerse sistemáticamente a las grandes obras; la falsedad se desmiente con hechos como el impulso dado por Bildu a esta infraestructura, evidentemente social y que facilitará la vida de toda la sociedad, pero sobre todo de las clases más populares.

Frente a ello, los mensajes oficiales de la inauguración se sitúan en un espacio muy alejado y no vaticinan precisamente un afán por mejorar el transporte público en una clase política volcada en promocionar el automóvil privado y otro tipo de grandes infraestructuras, todas esas que no son precisamente sociales.