Mikel ZUBIMENDI | 7K

«Banda de Blekingegade»

En abril de 1989 cinco personas fueron detenidas acusadas de atacar meses antes un furgón blindado en una oficina postal del centro de Copenhagen. El botín: 13 millones de coronas, el más grande de la historia de Dinamarca. La Policía llegó en menos de dos minutos y los «atracadores» se abrieron paso disparando una escopeta de cañones recortados. Uno de los perdigones le entró por el ojo a un policía, que murió en el hospital.

Niels Jørgensen, Torkil Lauesen y la esposa de este último, Lisa, en una imagen de 1982. (CORTESÍA DE GABRIEL KUHN)
Niels Jørgensen, Torkil Lauesen y la esposa de este último, Lisa, en una imagen de 1982. (CORTESÍA DE GABRIEL KUHN)

En un país como Dinamarca, con un nivel de vida alto, con un estado del bienestar avanzado y tasas de criminalidad bajas, el atraco de 1989 a un furgón supuso una conmoción. Inmediatamente, la Policía y los Servicios Secretos establecieron un grupo de trabajo específico para esclarecer cuanto antes los hechos.

Los arrestados eran gente normal. Trabajaban como técnicos informáticos o como asistentes en laboratorios médicos; algunos tenían familia e hijos, unas vidas en apariencia normales y corrientes. Sus nombres: Peter Døllner, Niels Jørgensen, Torkil Lauesen, Jan Weimann y la ex novia de Jørgensen, que fue liberada días después. Los cuatro estuvieron durante décadas en el radar del servicio de inteligencia danés (Politiets Efterretningstjeneste, PET). Eran conocidos activistas comunistas, con estrechas relaciones con los movimientos de liberación nacional del tercer mundo. Pero no tenían ni idea de la dimensión y el alcance de sus acciones ilegales. Mientras estaban incomunicados, las pruebas en su contra no eran concluyentes, simplemente la existencia de una misma llave que todos portaban, pero que la Policía no sabía a qué apartamento correspondía. Los registros de sus casas particulares y los interrogatorios a familiares y amigos habían sido infructuosos.


Retrato de Holger Jensen, mano derecha de Gotfred Appel y un guerrillero del Frente Popular para la Liberación de Omán (PLOAG).

Pero a primeras horas del 2 de mayo, un día antes de que los detenidos tuvieran que ser liberados por falta de pruebas, la Policía recibe una llamada sobre un accidente de tráfico de un Toyota Corolla alquilado. Junto al conductor, gravemente herido e inconsciente –perdió la visión, el sentido del olfato y la audición en uno de los oídos–, se encontraron pelucas, fajos de billetes de moneda extranjera... Las alarmas saltaron cuando comprobaron que el accidentado era Carsten Nielsen, el sospechoso que faltaba por detener. Nielsen llevaba también la misma llave que Jørgensen, Lauesen y Weimann, además de una ensangrentada factura de teléfonos que llevó a la Policía hasta un apartamento de la calle Blekingegade, situada en el céntrico y tranquilo barrio de Amager, Copenhagen. Cuando la Policía entró en la vivienda, lo que descubrió dio pie, no solo a una de las más cautivadoras sagas del crimen del siglo XX, sino también a uno de los capítulos más misteriosos y extraordinarios de la historia de la izquierda anticapitalista de Europa entre 1970 y 1980.

El apartamento, ciertamente, había servido como centro de una sofisticada actividad delictiva: transmisores, antenas, pelucas y falsas barbas, material para la falsificación, réplicas de uniformes..., que habían sido utilizados para realizar atracos –¡durante casi dos décadas!– en los que consiguieron millones de coronas.


Edificio del apartamento donde los miembros de la denominada Banda de Blekingedade tenían su centro de operaciones.

Y la sorpresa fue mayor cuando en un habitáculo al que solo se podía acceder por una puerta secreta se descubrió el mayor arsenal de armas jamás encontrado en Dinamarca: pistolas, rifles, explosivos, minas terrestres, ametralladoras y ¡34 misiles antitanque! Las investigaciones posteriores desvelaron que procedían de un asalto a un depósito de armas del Ejército sueco y que su destino era la resistencia palestina, concretamente el Frente Popular de Liberación de Palestina –organización de izquierda de orientación marxista–, cuyos líderes habían sido expulsados de Beirut tras la invasión israelí del Líbano y que quedó con una infraestructura destruida y una necesidad imperiosa de apoyo material, también en términos de armamento.


Entrada a la oficina de correos que atracaron.

«Todo se trata de política». El grupo fue inmediatamente denominado como la «Banda de Blekingegade», una especie de marca que el Estado danés puso a esa pequeña y secreta célula de revolucionarios y que hace referencia a la calle en la que descubrieron aquel piso franco. El nombre caló rápidamente entre la gente y así se les conoce todavía hoy.

Su historia era una buena historia para contar y la Banda de Blekingegade se convirtió en una marca explotada por la industria mediática: se escribieron libros y se produjeron documentales de televisión, como parte de una maquinaria de hacer fama y dinero.

Su historia ha sido presentada como la de una banda de atracadores extremadamente profesional y efectiva, o caricaturizada como una historia de «Robin Hoods del primer mundo» que desvió muchos millones de dólares hacia movimientos de liberación nacional del llamado tercer mundo. Pero, por sus orígenes, sus motivaciones y su praxis, el fondo era político, un análisis concreto de cómo entendían la revolución, debates entre los movimientos revolucionarios de la época.

El libro ‘Turning Money into Rebellion’, editado por Gabriel Khun y publicado para contrarrestar la propaganda oficial y dar voz a los protagonistas, aunque a veces adquiere una dimensión de thriller político trepidante, proporciona una mirada sobre las luchas antiimperialistas de las décadas de 1960-1980. En el mismo puede leerse un artículo (‘Todo se trata de política’) de Niels Jørgensen, Torkil Lauesen y Jan Weiman (Jørgensen murió de enfermedad en septiembre de 2008), en el que cuentan sus experiencias y reflexiones de una forma condensada. No lo hacen para pedir perdón ni como manifiesto político. Más que en los delitos y en el drama, se centran en el debate sobre la política, en los fines y los medios. Hablan de cómo conectar las luchas locales y las internacionales, de indignación frente a la injusticia y de la voluntad de cambiar el mundo.

Y explican cómo y por qué empezaron a desarrollar sus actividades ilegales secretas y extremadamente profesionales, cómo consiguieron mantenerse fuera de los radares de los servicios policiales, por qué nunca reivindicaron políticamente sus acciones; y las razones para enviar todo el dinero –fue muchísimo, millones y millones de dólares–, sin quedarse nada para ellos, a sus contactos en el tercer mundo.

Los protagonistas de esta historia nunca consideraron que el fin justifica los medios. Tampoco que el fin no justifica los medios. Adoptaron una tercera opción, seguramente más realista que las dos anteriores: no todos los fines justifican todos los medios, pero, dependiendo de las circunstancias, algunos medios justifican algunos fines. Esa fue la posición que guió sus acciones. Una posición que, efectivamente, implica retos. Uno de los cuales, quizá el más acuciante, es el de considerar y calibrar los fines, los medios y las circunstancias. Algo que no es siempre sencillo y que no siempre permite sacar las conclusiones correctas.

Tampoco fue fácil para ellos tomar una decisión y tener que vivir con las consecuencias de la misma durante el resto de sus vidas. Qué hacer, ese fue su dilema político, y el de toda una generación de activistas de la época. Como para tantos otros en el mundo, para ellos también todo empezó seguramente con un «¡basta ya!». Las reflexiones sobre lo que se puede conseguir y a qué precio vinieron después. Porque siempre tuvieron claro que si querían actuar políticamente, no podían escapar a esas reflexiones.

Una vez encarcelados, nunca se consideraron «prisioneros políticos» porque, según sus propias palabras, sus acciones nunca tuvieron un objetivo político específico en el contexto danés. Nunca intentaron abrir un conflicto abierto contra el Estado danés. Eran atracadores de furgones blindados, y muy eficientes por cierto, con «métodos criminales profesionales» para adquirir medios materiales para las luchas de liberación del tercer mundo. Nunca enviaron comunicados, no reivindicaron ni explicaron políticamente sus acciones. Su estrategia no fue esa. Durante veinte años hicieron todo lo posible para que sus acciones parecieran delitos comunes y, una vez en la cárcel, no se definieron ni actuaron como «prisioneros políticos» rehenes de un Estado al que habían combatido. Aunque eso no impidió que trabajaran mucho con el resto de presos.

La movida década de los 60 y sus movidas. Entre la década de los 60 y los 80 del siglo pasado, el movimiento antiimperialista internacional vio cómo distintas personas y organizaciones del mundo desarrollado, convencidos de que los movimientos revolucionarios del llamado tercer mundo estaban a la cabeza de la lucha contra un capitalismo moribundo, intentaron poner sus teorías y sus prácticas en ese contexto. Algunos de esos grupos –la RAF (Fracción del Ejército Rojo) en Alemania, las Brigadas Rojas en Italia, la Weather Underground Organization (WUO) en EEUU....– hicieron suya la idea del Che Guevara de hacer la revolución desde «las entrañas de la bestia» como forma de desestabilizar al imperialismo desde dentro. Otros grupos y personas –como el Ejército Rojo Japonés (JRA) o el venezolano Carlos, entre otros– se tornaron hacia las periferias globales y trabajaron directamente bajo el mando y las órdenes políticas de las guerrillas del tercer mundo.

Los miembros de la Banda de Blekingegade, sin embargo, tenían otra base política, otra práctica, y se embarcaron en una estrategia diferente: en vez de emerger como el frente de guerrilla urbana de Dinamarca, prefirieron «disfrazar» su actividad como si se tratara de una práctica «puramente de delincuencia común» –sin comunicados ni explicaciones–, y funcionaban solamente para dar apoyo material a los movimientos que creían que estaban liderando la revolución global. Como reza uno de los eslóganes que utilizaban, entendían que «la solidaridad internacional es algo que se puede coger con las manos».

Pertenecieron desde jóvenes a una organización, en principio, de orientación maoísta (KAK –Kommunistisk Arbejdskreds–, luego reconvertida en M-KA –Manifest-Komunistisk Arbejdskreds–), que asumió la ausencia de conciencia revolucionaria entre la clase obrera danesa y, por lo tanto, la imposibilidad de construir un movimiento revolucionario en Dinamarca. Y atendiendo a la ‘Teoría del Estado parásito’ de Gotfred Appel (carismático y autoritario líder del KAK), pensaban que «la clase obrera en los países imperialistas se ha convertido en un aliado de las clases dominantes debido a sus privilegios en el contexto del sistema capitalista global».


Propaganda del KAK (Kommunistik Arbejdskreds) editada entre 1968 y 1970.

Este ha sido un viejo debate marxista, que en aquella época adquirió todo su relieve. El propio Lenin ya habló en su tiempo de una «aristocracia en el seno de la clase obrera» de las metrópolis, de esa «minoría privilegiada de obreros» frente a «la gran masa obrera».

Los protagonistas de esta historia entendieron que la única solución era enviar el mayor apoyo material posible a la «vanguardia de la revolución mundial», es decir, a los movimientos socialistas de liberación nacional del tercer mundo. Se situaron así en lo que se ha venido en llamar un análisis «tercermundista» de la revolución, basándose en el argumento teórico de Gotfed Appel –que les situó, en cierta medida, al margen del resto de la izquierda europea–, que defendía que Dinamarca era un «Estado parásito», sin una clase obrera en condiciones de ser sujeto de cambio y que objetivamente la clase obrera del «primer mundo» no era aliada, en aquel momento concreto, del proletariado del tercer mundo.

Otras voces, aunque de manera más ambigua y en contextos diferentes, expresaron similares sentimientos a los de los miembros de la Banda de Blekingegade. Ahí tenemos el famoso llamamiento del Ché Guevara a crear «muchos Vietnams», o la concepción de 1960 de Lin Biao sobre un «campo global que rodea la metrópoli global». Incluso el propio Engels llegó a asegurar que toda Inglaterra, incluida su clase obrera, se estaba convirtiendo en burguesa a costa de sus colonias. Estas ideas, aunque en cierta medida populares en las décadas de los 60 y 70 entre los movimientos anticoloniales, no fueron llevadas hasta el extremo en que lo hizo el KAK y, especialmente, su núcleo, que posteriormente constituyó la Banda de Blekingegade.

Estos, en lugar de utilizar esta aproximación teórica para justificar la falta de práctica (y esperar así, sin hacer nada, hasta que la revolución del tercer mundo tuviera lugar), decidieron que la única solución era hacer todo lo que estuviera en sus manos para ayudar a las revoluciones de otras partes del mundo. Al margen de estar o no de acuerdo con sus argumentos teóricos, demostraron de esta manera que la línea política puede y debe dictar la estrategia. Encontraron la forma –quizá la única en que podían hacerlo– de poner en práctica su teoría: devolver los beneficios generados por la superexplotación imperialista a las periferias, concretamente a aquellas organizaciones socialistas que parecían liderar la revolución mundial.

Estar o no de acuerdo con el análisis del KAK/M-KA sobre la situación específica de Dinamarca (y, por extensión, la del llamado primer mundo) no socava la importancia de lo que hicieron estas personas. Además de ser protagonistas de una de las historias de revolucionarios del pasado que quisieron ser consecuentes internacionalistas –aunque fueran luego vilipendiados por la propaganda oficial–, demostraron que es posible romper la legalidad burguesa y sobrevivir durante décadas haciendo eso.

Asumieron que la izquierda revolucionaria sería minoritaria durante mucho tiempo en Europa y decidieron hacer de la necesidad virtud al apostarlo todo por especializarse como grupo muy pequeño, disciplinado y altamente profesionalizado.

Pensar y actuar no es una calle de dirección única. La famosa pregunta «¿Qué hacer?», de Lenin, se la plantearon también estos revolucionarios del «primer mundo», convencidos de que dar un apoyo real a esta u otra lucha de liberación es algo realmente honorable, pero que solo por sí mismo no responde a la pregunta ni cambia definitivamente la balanza.

Este grupo de jóvenes se politizó al calor de las luchas contra la guerra de Vietnam y desarrolló su identidad política al amparo de una figura fuerte como la de Appel. Compaginaron su actividad clandestina con el trabajo legal en la plataforma Tøj til Afrika, que recogía y enviaba ropa y comida a diferentes campamentos de África. Conocían también la trayectoria –y, en cierta manera, les inspiró– de la organización Wollweber, una red de antifascistas daneses que introdujo armas de contrabando en el Estado español a finales de los 30 o que bombardeó barcos que salían de los astilleros daneses pedidos por el Gobierno republicano porque creían que iban a caer en manos de los fascistas.

Han intentado presentarlos, como a tantos militantes del antiimperialismo armado, como personas cegadas por una ideología sin sentido ni utilidad; más que como activistas, casi como psicópatas iluminados y egocéntricos, con una base política difusa y confusa. Por el contrario, a la fuerza del capitalismo contra la que resistieron se la presenta como un hecho natural, como un desarrollo de las fuerzas de la naturaleza.


Jan Weimann en la cárcel.

Pero la esencia de la Banda de Blekingegade, como sinónimo de las organizaciones políticas danesas KAK y M-KA y las estructuras ilegales que ellas contenían, fue la solidaridad internacional. Una solidaridad «que se puede agarrar entre las manos». Una solidaridad no entendida como la proyección de las visiones revolucionarias de unos en objetos de caridad, sino como interacción humana básica; no como formalismo, no como una búsqueda de nuevas luchas simpáticas cada pocos años, que se van cambiando cuando uno se desilusiona con la última.

Y concretamente, esa solidaridad «que se puede agarrar entre las manos» se tradujo en dinero. Muchísimo dinero, millones y millones de dólares adquiridos en atracos en el Norte industrializado y metropolitano y desviados durante décadas al Sur tricontinental.

Sus miembros fueron hijo de su tiempo, de la movida década de los 60 y de sus movidas. Una época marcada por la guerra del Vietnam y por fuertes debates en el movimiento antiimperialista radical. Fueron unos marxistas-leninistas muy peculiares, comunistas a su manera.

Nunca pretendieron hacer la guerra al Estado en su barrio o en su fábrica. No estaban interesados en conseguir el contrapoder y la hegemonía a cualquier precio en Dinamarca. No pretendieron convertirse en una minoría revolucionaria con afán de organizar a las masas en la metrópoli.

Tiraron por otra dirección. Intentaron cortar el flujo de los enormes beneficios que se dirigían al Norte y desviarlos al Sur (particularmente a Oriente Medio y el sur de África). Para que sus guerrillas y los movimientos de liberación nacional ganaran. No pretendieron nunca convertirse en la guerrilla urbana de Dinamarca.


Torkil Lauesen, durante una de las sesiones del juicio celebrado contra los miembros de la Banda de Blekingegade, detenidos tras el atraco de 1989.

Con sus acciones creyeron contribuir a un mundo mejor, infringir daño a los poderosos, superar la alienación capitalista y crear nuevas formas de vida.

Como afirma Klaus Viehmann en el prólogo del libro ‘Turning Money into Rebelion’, todo esto suena existencialista, sí, pero el ser social y la conciencia política, pensar y actuar nunca han sido una calle de dirección única.

Porque separar la dialéctica entre la reflexión analítica y la experiencia práctica lleva a menudo a un final de inacción académica o de activismo espontáneo, y ninguna de las dos lleva a una base sólida para la solidaridad organizada. La inacción no produce nada tangible y la espontaneidad, aunque pueda ser bella, no tiene en cuenta que las luchas de liberación son largas y a veces poco excitantes.