Pablo González
Imagen simbólica de Chernobil tras la tragedia.
Imagen simbólica de Chernobil tras la tragedia.

Chernobil: viaje al corazón de la catástrofe

El 26 de abril de 1986, el reactor número 4 de la central de Chernobil explotó provocando el mayor accidente nuclear de la Historia hasta la fecha. Casi 35 años después, viajamos a este enclave ucraniano para conocer la situación actual de la central.

En nuestro camino vemos casas abandonadas, convertidas ahora en monumento silencioso del drama vivido por miles de personas que tuvieron que irse de allí en pocas horas para no volver jamás a sus hogares. Vemos el estado de la propia central, ya cerrada, pero que sigue conservando un problema potencial en forma de un enorme sarcófago lleno de desperdicios nucleares. Y analizamos las perspectivas de este sitio tan contradictorio.

Viaje a la zona

Nuestro viaje para conocer la denominada comúnmente «Zona de alienación» comienza en Kiev, la capital de Ucrania. Este país heredó la central y parte de esa zona de exclusión que la rodea tras el accidente. La propia central se encuentra al norte, a unos 90 kilómetros de Kiev y a unos 10 de la frontera con Bielorrusia. Cuando ocurrió el accidente, el estado que la albergaba era la Unión Soviética y ello influyó en cómo se trató el accidente y a los damnificados.

Hoy en día existen dos zonas de seguridad alrededor de la central de Chernobil: una de contaminación máxima en la que no se puede vivir, denominada «Zona de alienación o exclusión» de 10 kilómetros, y otra de 30 km. Aunque representen una distancia aproximada desde el reactor, no son círculos perfectos sino sectores con una forma imperfecta «dibujados» en base a la contaminación registrada. Para entrar en ellos se necesita un permiso especial que se tarda unos diez días en obtener y cuyo precio va desde los 20 euros por día, para los ucranianos, hasta los 60, para extranjeros. Puede parecer mentira, pero Chernobil es una zona turística y no son pocas las compañías que ofrecen sus servicios para visitarla.

Tardamos algo más de una hora en llegar desde Kiev al primer puesto de control. En él se realizan unos cuantos formalismos, como firmar un documento según el cual hemos sido instruidos en los peligros de la radiación y lo que debemos y no debemos hacer dentro de la Zona. No es nada complicado y se resume en ir con manga y pantalón largos, no tocar demasiado lo que veamos y, en ciertos lugares, no comer, beber o fumar al aire libre. Eso es todo lo que hace falta saber para entrar en la zona de un accidente nuclear treinta años después.

Resulta extraño, pero hay que tener claro qué es lo que sucedió en la central aquella noche del 26 de abril de hace casi 35 años para comprender el peligro invisible que envolvió e hizo inhabitables 4.125 kilómetros cuadrados. Al explotar el cuarto reactor, liberó cien veces más radiación que la bomba de Hiroshima o Nagasaki; una radiación que, según los científicos, en los sitios más contaminados tardará miles de años en ser asimilada por la naturaleza y desaparecer.

Nuestro viaje dentro de la Zona nos enseña los primeros pueblos abandonados. Un total de 168 núcleos habitados tuvieron que ser totalmente desalojados. Las casas se esconden en medio de la maleza y en algunos lugares son casi imposibles de ver a menos que alguien nos indique su ubicación. Los pueblos más contaminados fueron arrasados y sus escombros enterrados en lo que se sigue denominando hoy en día «basurero temporal». En total, hay repartidos por la Zona unos 800 de esos «basureros temporales» de desperdicios radioactivos. La mayoría fueron creados en los primeros años tras el accidente, cuando el estado soviético, ya en proceso de desintegración, todavía financiaba y se preocupaba por intentar paliar, a su manera eso sí, las consecuencias de la explosión.

«Liquidadores» de antes y ahora

Parte de ese intento de las autoridades por limpiar la zona del accidente la vimos el día antes de iniciar nuestro recorrido, cuando varios centenares de veteranos salieron a las calles de Kiev a protestar por el olvido al que se ven abocados en la Ucrania actual. Ellos fueron los denominados «liquidadores»; eran los encargados de limpiar el desastre. Fueron ellos los que, con sus manos y equipos de protección inadecuados, recogieron todos los escombros, tirándolos al agujero donde en su momento estuvo el reactor número 4, y luego lo taparon todo con cemento, construyendo el Sarcófago, la protección que sigue separando al mundo de los 90.000 metros cúbicos de desechos altamente radiactivos.

Hoy en día existen en Ucrania, según datos oficiales, 210.247 «liquidadores». En total, hubo en la URSS unas 600.000 personas trabajando para paliar las consecuencias del accidente. Más de una cuarta parte ellas está enferma y más de un 10 % murió prematuramente, cifra que aumenta al 50 % entre las personas que trabajaron en el reactor o las zonas más cercanas. En la actualidad, y en el mejor de los casos, sus pensiones son de 200 euros, aunque la media es de 150 y la de viudedad se está reduciendo a unos 50 euros.

Tras pasar esos primeros pueblos escondidos por la maleza nos paramos en uno en el que hay bastantes casas en pie y donde hasta solo unos días antes de nuestra visita vivía Rosalía, de 87 años. Una de las ancianas a las que en 2005 Viktor Yuschenko, el entonces presidente de Ucrania, permitió residir legalmente en la Zona en un intento de repoblarla. Esta iniciativa, sin embargo, no ha tenido demasiada continuidad y actualmente poca gente vive aquí voluntariamente. La mayoría de los aproximadamente 5.000 habitantes de la Zona son trabajadores: los actuales «liquidadores» de las consecuencias del accidente, personal de mantenimiento, bomberos, guardabosques y policías.

Casi todos están aquí por el dinero, excepto unos pocos entusiastas, que lo hacen por la ciencia. Si el salario medio del país está por debajo de los 200 euros, la posibilidad de ganar sueldos que van desde los 300 hasta los 600 euros, en el caso de los empleados comunes, resulta un atractivo suficiente como para pasar una época en la Zona. Teóricamente todos los trabajadores deben medir constantemente el nivel de radiación al que se exponen, para que así, llegados a ciertos límites, puedan ser «retirados» y no vuelvan a trabajar más en áreas radioactivas. En realidad, cada uno hace lo que quiere y la mayoría no siempre lleva consigo su cargador, alargando así su estancia y sus ganancias.

Pese a todo, su salud no se resiente dramáticamente. Si bien en la Zona existen áreas muy contaminadas, hoy en día la mayoría presenta una polución unas 5 o 6 veces mayor que una ciudad como Kiev, lo cual aun así sigue siendo un nivel millones de veces menor de lo que se considera arriesgado para la salud y de lo que recibieron los trabajadores más afectados durante el accidente y los trabajos de liquidación en 1986. Además el gráfico de trabajo en la Zona es de un día de descanso por cada día trabajado. Normalmente se hacen quince días en la Zona y quince fuera, de descanso.

Chernobil y Pripyat

Nuestro camino sigue hacia la propia ciudad de Chernobil, todavía dentro de la zona de 30 kilómetros, aunque a unos escasos 12 kilómetros de la central. Esta ciudad conocida por dar nombre a la central nuclear, cuenta con una historia de más de 800 años y alberga incluso un colegio inaugurado por Nikolai II, el último zar ruso. Actualmente se ha convertido en un espacio cerrado que sirve de base para los trabajadores, los turistas y otros visitantes, científicos en su mayoría. Todos los productos se traen del exterior y la venta del alcohol está limitada desde las 19 hasta las 22 horas, para que los empleados no abusen de él ante la completa ausencia de otros entretenimientos.

Sin embargo, el centro real de la tragedia son la propia central y la ciudad fantasma de Pripyat. Ambas se encuentran prácticamente pegadas la una a la otra y son el núcleo del que partió toda la catástrofe. Central y ciudad además son inseparables en su historia y destino; la existencia de una no es posible sin la otra. Algo parecido pasa ahora al visitar y comprender lo que allí sucedió. La tragedia vivida en un lugar solo magnifica la de la otra.

La urbe se fundó en febrero de 1970, pocos meses antes de que en mayo de ese año se empezara a construir justo al lado la central nuclear de Chernobil V.I. Lenin (añadido este último muy típico de la época soviética). Pripyat era la novena ciudad atómica de la URSS, y era, al igual que las otras ocho, un núcleo urbano creado para que acogiera a los trabajadores de la central y a todos los servicios que pudieran necesitar, como tiendas, bomberos o policías. Estas metrópolis eran, a su manera, la vanguardia del comunismo soviético de aquel entonces. Los sueldos eran altos, las tiendas estaban mejor abastecidas de lo que era normal en el país... todo para que a la vanguardia de la sociedad no le faltara de nada.

Además, tampoco se descuidaba el tiempo de ocio de sus habitantes y para ello estaba dotada de numerosas instalaciones deportivas y culturales, algunas de las cuales, como la casa central de cultura o la piscina, son puntos obligatorios para las visitas en la actualidad. No faltaba, así mismo, la simbología en la que se subrayaban los logros de la sociedad y se hablaba de un futuro aún mejor.

Como reflejo de esa preocupación por el futuro, se dotó a la ciudad de varias escuelas y guarderías bien repartidas por los barrios, para que los hijos e hijas de los trabajadores pudiesen estudiar al lado de casa. En total, en el momento de la evacuación, el núcleo urbano tenía cinco barrios, donde vivía una población de 49.400 personas. Dos tercios de la ciudad estaba terminados, según el plan original, y se preveía que al final tendría una población total de 75.000 personas.

Importancia de la central

Todos estos esfuerzos demostraban la importancia que tenía para el estado soviético aquella central. En el momento en que el tiempo se congeló allí en 1986, tenía cuatro reactores operativos, y se estaban construyendo el quinto y el sexto. Los planes finales preveían que Chernobil sería la central nuclear más grande del mundo, con un total de diez reactores. Todo quedó en nada cuando el reactor 4, el más nuevo y operativo desde finales de 1983, explotó lanzando al aire el 97% del combustible altamente radioactivo que tenía en su interior.

Después vendrían los años de lucha contra las consecuencias, pero lo que nos viene a la cabeza al visitar los diferentes puntos de Pripyat son las horas inmediatamente posteriores al accidente. Las primeras horas se vivieron de forma relativamente normal. El 26 de abril era un sábado de primavera y el tiempo era excelente. Ese día se celebraron en Pripyat hasta seis bodas. Estaban programadas de antemano, y las informaciones que llegaban de la central eran confusas, pero poco amenazadoras debido al secretismo con el que se llevó a cabo todo.

Pero no era igual de normal para todos. Ya ese primer día murieron dos personas y cerca de treinta quedaron condenadas. Eran trabajadores de la central y bomberos de Pripyat que acudieron al incendio ocurrido tras la explosión. Sus uniformes todavía se guardan en el sótano del hospital de la ciudad, y es uno de los puntos más contaminados, donde todavía hoy, treinta años después, los medidores de radiación se vuelven locos. Hace poco las autoridades taponaron la entrada a ese sótano con varias toneladas de arena para que los visitantes más curiosos, que los había, dejaran de entrar a jugar con sus medidores Geiger.

Miedo a la responsabilidad

Recorriendo las calles ahora abandonadas de Pripyat uno se estremece al pensar cómo toda esa gente fue evacuada de allí para no poder volver a sus casas nunca. Las autoridades tardaron poco tiempo en darse cuenta de la magnitud del accidente, pero el miedo a la responsabilidad hizo que se tardaran 36 horas tras el accidente en dar la orden de evacuación de Pripyat.

El 27 de abril de 1986 a las dos de la tarde empezó el éxodo de todos aquellos que no formaran parte del personal imprescindible. En 2 horas y 40 minutos una columna de 12 kilómetros de longitud compuesta por 1.137 autobuses abandonó la ciudad, dejando tras de sí un moderno núcleo urbano creado para ser un lugar ideal donde disfrutar de la casi mejor vida que la URSS podía proporcionar a sus ciudadanos.

Se luchó mucho por esa ciudad después. Fue utilizada como centro de operaciones de limpieza prácticamente hasta el cierre definitivo de la central en el año 2000, pero no es un lugar apto para la vida humana a causa de la radiación. Hoy en día se mantiene como testigo mudo de lo que fue y día a día está en peores condiciones. Todo lo que se podía sacar legalmente se sacó en los primeros años; primero se permitió a la población llevarse sus enseres personales en viajes relámpagos organizados, tras lo cual se les pagó una compensación y todo lo que había en sus casas pasó a ser propiedad del estado. Para 1988 se habían limpiado de todo objeto de valor todos los apartamentos de Pripyat.

Antes, realmente al poco de producirse la evacuación, empezaron asimismo los saqueos, que provocaron la actual situación de la ciudad. Todo metal mínimamente valioso se sacó o arrancó de las estructuras para desaparecer fuera de la zona para siempre. Parte de ese saqueo se hizo posible durante años gracias a los sobornos. De seguir así la situación, en pocos años muchas estructuras empezarán a colapsarse por el paso del tiempo. Y tampoco tiene mucho sentido invertir ni un céntimo en mantenerlas en un área radioactiva como es la Zona.

Turismo, ciencia y naturaleza

Desde cualquier edificio un poco alto de esta ciudad devastada por el paso del tiempo, se ve a unos pocos kilómetros la central nuclear. Hoy en día siguen los trabajos de desmantelamiento y de cubrimiento del fatídico cuarto reactor con un nuevo sarcófago que permita llevar los trabajos de limpieza sin miedo a que el viento esparza material radioactivo. Justo delante de la central y a pocos centenares de metros del lúgubre sarcófago, los turistas aprovechan para hacerse fotos mientras juegan con unos medidores de radiación comprados o alquilados especialmente para la ocasión.

El turismo a la Zona está en auge. La gente va, en teoría, a entender lo ocurrido y conocer de primera mano las consecuencias, pero acaba, o al menos así lo parece, siendo un grupo de «turistas de catástrofes» que con mucho ruido y risas recorre lugares traumáticos para miles de personas que vivieron, trabajaron y murieron allí, ya sea cuando ocurrió el accidente o después por las consecuencias de la radiación recibida. Algunos se visten con trajes militares, otros de estética de película apocalíptica. Todo ello poco o nada tiene que ver con protección real contra la radiación que queda.

Por otro lado, hay unos pocos científicos que, aprovechando las oportunidades únicas que brinda la Zona, estudian los efectos de la radiación sobre la naturaleza. Pescan y analizan los peces de los numerosos lagos y ríos del sector, la vegetación y la fauna. Lo hacen de manera presencial. Y no es difícil darse cuenta que lo que se conoce en la cultura popular acerca de la radiación y sus efectos no es demasiado. Durante nuestro viaje por la Zona vemos que la naturaleza está en auge. La hierba, los matorrales y los árboles lo envuelven todo. Asimismo, hay numerosas aves, ardillas, corzos o incluso lobos.

Poco interés extranjero

A pesar de la terrible intervención del hombre, la naturaleza no se detiene y recupera cada palmo de tierra que fue suya. Todo ello debería ser digno de estudio, pero la falta de financiación estatal en Ucrania y el poco interés extranjero hacen que haya más turistas que científicos en una zona contaminada por la radiación con todas las facilidades para ser estudiada a fondo y aportar no solo dolorosos recuerdos, sino posiblemente respuestas y soluciones al futuro.

Nuestra visita nos lleva de vuelta a Kiev atravesando Pripyat. Pasamos al lado de la central nuclear, admiramos los bosques que hierven de vida salvaje, transitamos por la propia ciudad dormitorio de Chernobil y salimos por fin de la Zona después de que nos den por limpios unas arcas, todavía de la época soviética, que miden nuestra radioactividad. En total, tras dos días en la Zona, nuestra carga es equivalente a 1,5 radiografías. Por contra, la magnitud de la catástrofe en el caso de la gente que vivía y trabajaba en este entorno no se puede medir.