Alberto Pradilla
Alberto Pradilla

El dueño de la imprenta y el periodismo

Juan Luis Cebrián, presidente del Grupo Prisa, tiene todo el derecho del mundo a vetar a Ignacio Escolar, director de eldiario.es, de los programas de la cadena Ser. No digo que me parezca bien, ni que lo aplauda, en absoluto. Solo constato una realidad: el jefe de uno de los mayores conglomerados del oligopolio mediático que manda en el Estado español tiene la potestad de contratar y despedir a su gusto. También de condicionar la actividad de sus empleados e impedirles acudir a otros platós. Por eso creo que el debate suscitado en los últimos días está errando el tiro. En lugar de cuestionar que Cebrián haya vetado a Escolar, quizás deberíamos plantearnos con más énfasis qué tipo de sistema informativo hemos construido para que un gran Dios omnipotente de la información pueda  expulsar a alguien de las ondas si publica lo que no es de su agrado. Como dijo acertadamente el vilipendiado presidente ecuatoriano, Rafael Correa, «desde que se inventó la imprenta, la libertad de prensa es la voluntad del dueño de la imprenta».

La mayor amenaza contra la libertad de expresión es que todos los medios desde los que se producen los contenidos estén en las mismas manos. Y eso es, precisamente, lo que ocurre en el Estado español. Cuando La Sexta y Antena 3 ofrecen productos diferenciados para segmentos distintos están llenando el mismo bolsillo, lo que es una grandísima jugada para sus dueños. La gestión publicitaria centralizada y la propiedad unificada marcan, a izquierda y derecha, los límites de lo que es empresarialmente aceptable publicar. Existen «grietas», no hay una barrera infranqueable, pero el «sentido común» se construye a partir de los intereses de los propietarios. No se olvide que el 58% de los contenidos está en manos de tres empresas, según el Centro por el Pluralismo y la Libertad Mediática. Que Venezuela esté a diario en las cabeceras de todos los medios y, por ejemplo, Arabia Saudí apenas aparezca es solo un ejemplo de la existencia de una agenda clara.

Esto no quiere decir que en cada empresa informativa haya actos de censura diarios. No es lo habitual. La coerción funciona siempre mejor cuando es imperceptible. Todos sabemos qué se puede publicar dónde y con qué tono. Repito, siempre hay grietas, pero quien niegue que la autocensura es una rutina profesional hace un flaco favor al relato sobre el oficio. Esto tampoco implica que no haya cientos de periodistas honestos, profesionales, brillantes y con muchísimas ganas de contar las cosas. El corporativismo y la ecuanimidad obligan a repetir esto insistentemente, no vaya a ser que se entienda el texto como una enmienda a la totalidad de una profesión que, por otro lado, es inmensamente vocacional.

Este es el panorama y negarlo impide la discusión. Tampoco podemos olvidar que los periodistas somos una de las profesiones menos valoradas por la ciudadanía y, sin embargo, seguimos presumiendo de esa altísima consideración que tenemos de nosotros mismos como si fuésemos intocables. El campo de batalla es limitado, los medios están en crisis, los puestos escasean y los salarios bajan. A nadie debería de exigírsele un acto heróico teniendo en cuenta que el declive del oficio nos obliga a encadenarnos a sueldos cada vez más exiguos. Admitámoslo. No nos hace peores. No somos distintos al resto de los mortales. Lo realmente irritante, lo que verdaderamente me subleva (y estoy seguro de que no solo a mí) es que disfracemos nuestras miserias con una indecente pose de superioridad moral. Como si cada uno de nuestros actos representase a Carl Bernstein y Bob Woodward, los periodistas del Washington Post que destaparon el escándalo del Watergate. También tenemos nuestra responsabilidad en rebajar el nivel del debate. 

A pesar de este diagnóstico sombrío, ser periodista es una de las mejores cosas de las que disfruto en mi vida.

 

 

 

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