Amaia Ereñaga
alberto schommer

El fotógrafo que cazaba el tiempo

«Creo que el mundo sin la imagen fotográfica sería más pequeño», decía Alberto Schommer (Gasteiz, 1928-Donostia, 2015). Se podría añadir que, con toda probabilidad, cierta etapa de nuestra historia reciente también hubiera sido más pequeña sin las imágenes captadas por este fotógrafo. Pero Schommer fue algo más que un cronista de su época; era un artista, un intelectual en todo el sentido de la palabra. El centro de cultura contemporánea Tabakalera de Donostia acoge la primera gran exposición sobre su obra tras su fallecimiento.

La de Alberto Schommer es una vida de esas que podría dar para una novela o una película, más que por las aventuras que pudo haber corrido, por la profundidad de su búsqueda y de su pensamiento, además de porque con su «tercer ojo» –así se refirió alguna vez a la cámara– visualizó los cambios, pliegues y paisajes de la época que le tocó vivir y, a su vez, hizo que pervivieran. Todo ello gracias a esta «máquina del tiempo, tan misteriosa y fascinante que, debido a su vulgarización, nos ha hecho olvidar matices de concepto casi filosóficos (...). Esa posibilidad de retener una forma y una luz, es decir, un tiempo, de llevarme un tiempo que no existe, pero que es, sin duda, espacio de destrucción, hace que me sienta un aventurero en el mundo de la comunicación, un buscador de tesoros, incluso un poco arqueólogo y científico de la luz... un cazador del tiempo».

Estas palabras las pronunció Alberto Schommer el 26 de abril de 1998 en su discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, la veterana institución artística en la que, con su entrada, se logró que el número de fotógrafos académicos ascendiese... a dos, Schommer incluido. Y eso que ese «joven» medio tenía casi dos siglos de vida intensa a sus espaldas. Pero esa pelea por lograr el reconocimiento de la fotografía como una actividad artística la planteó el alavés no solo ante los académicos, sino también ante sus propios compañeros. Le salían sarpullidos cuando algún fotógrafo reivindicaba para sí el término de «profesional»: él era un artista. Y un intelectual, se podría añadir sin errar en el término. Pero vayamos por partes, para retratar, aunque sea someramente, su vida y obra.

Los Koch, París y Hamburgo. Corría el año 1914 cuando, huyendo de la guerra europea, llegaba a Donostia el joven médico alemán Albrecht Schommer Koch. Venía a refugiarse a casa de su tío Willy Koch Schöneweiss, un pintor y fotógrafo instalado en la capital guipuzcoana una década antes y casado con una navarra, cuya tienda en la Avenida fue pionera de la fotografía vasca. Schommer padre es, por tanto, una de las ramas de una saga, la de los Koch, unida a la fotografía y a la cultura vasca durante generaciones. «Mi padre aprendió euskara antes que español», recordaba su hijo. Tras pasar por Zaragoza y Madrid, Albrecht, que era antifascista, se instaló finalmente en Gasteiz, donde abrió a su vez un estudio de fotografía y se casó con una alavesa.

Para el hijo que tuvieron, Alberto Schommer García, la fotografía no dejaba de ser el oficio paterno. A él le iba la pintura, hasta que en 1952 viajó a Hamburgo a estudiar fotografía y aprovechó para viajar por Europa recorriendo diversos museos. A su vuelta, se casó con la donostiarra Mercedes Casla y comenzó a sacar fotos que exponía en el escaparate del estudio familiar. Allí las vio el director de la agencia Publicitis, una de las mayores empresas francesas de publicidad, quien le invitó a viajar a París. El recibimiento en la Ciudad de la Luz les deslumbró: el modista Cristobal Balenciaga incluso le propuso que trabajara para él... pero no pudo ser, ante la negativa de su padre, quien quería que Alberto hijo continuara con el negocio familiar. «Así eran las cosas en la época», recordaría más tarde. Tras un altercado muy duro, la pareja volvió a Gasteiz. Pero Alberto necesitaba ampliar horizontes.

El descubrimiento. «Me suelen preguntar cómo veo el mundo siendo fotógrafo: lo veo de dos maneras, cuando llevo la cámara o cuando estoy sin ella. En el primer caso siento y vivo doblemente la realidad», diría años más tarde. Alberto Schommer también fijaría en una fecha concreta el definitivo descubrimiento de su vocación: año 1955, a raíz de “The Family of Man”, la exposición comisariada por Edward Steichen que viajó por todo el mundo y fue considerada en la época como «la mayor empresa fotográfica jamás realizada». No en vano, empujada por el ambicioso objetivo de dar una visión en profundidad del ser humano, la muestra reunía 503 fotografías de 273 fotógrafos como Dorothea Lange, Brassaï, Richard Avedon o Ansel Adams. Aquella exposición fue «la piedra filosofal» de Schommer, porque le descubrió que el «alma» humana se puede interpretar a través de la morfología del cuerpo y de los ojos.

Tenía clara su búsqueda y también que, para desarrollar su trabajo, debía salir de Gasteiz. La pareja se instaló en Madrid en 1965, que «entonces era un erial», contaba. Mercedes fundó la librería Estudio 2 Libros, un lugar de referencia para amantes de los libros, y el primer estudio que Schommer abrió, en el que empezó a adentrarse en la fotografía publicitaria, tuvo tanto éxito que seis años más tarde montó un gran plató destinado precisamente a la fotografía y el cine publicitario. A su vez, el fotógrafo formó parte de todos los movimientos de vanguardia que hubo en el Estado y se convirtió, de la mano de su amigo Jorge Oteiza, en miembro fundador en Gasteiz del grupo Orain, el movimiento artístico que, junto a Gaur, en Gipuzkoa, Emen, en Bizkaia y Danok, en Nafarroa, propició la renovación de la plástica vasca. Por cierto, como curiosidad, desde su librería Mercedes escuchó el estampido cuando ETA voló el coche en el que viajaba el almirante Carrero Blanco el 20 de diciembre de 1973 y ella fue quien llamó anunciando que se había producido una importante explosión de gas.

Un acuerdo entre dos. Un año antes, en 1972, Luis María Ansón, entonces director del diario “ABC”, había encargado a Schommer varias portadas para su dominical. «Me llamó para pedirme retratos de chicas guapas. No me gustó, pero tenía que aprovechar esa oportunidad y de pronto se me ocurrió la idea de hacer fotografías que fuesen testimonio, de una manera solapada, criticando al franquismo y, al mismo tiempo, dejando bien a la democracia, así que hice unas pocas fotos: fotografié a López Bravo (ministro franquista de Asuntos Exteriores) con un bebé en brazos, a Chillida extendiendo un puño y alguna más, y se las llevé. Me dio la mano y me dijo que aquello era mucho mejor que lo de las chicas». Fueron el germen de la serie “Retratos psicológicos” y el inicio de la leyenda de Schommer como retratista, un género que ha hecho de él uno de los fotógrafos más conocidos internacionalmente. «Un día, caminando por la calle Serrano, vi cómo un enorme coche oficial se paraba junto a mí y bajaba López Bravo. Me contó entonces que, en una ocasión, al acabar un Consejo de Ministros, Franco le dijo que mientras ocuparan el cargo, no podían posar para ‘ese fotógrafo extranjero’. Nadie se metía conmigo porque era un personaje anormal en la vida española, por la autoridad que llegué a tener».

Sus retratos para “El Pais”, con el que empezó a colaborar poco después, le convirtieron en una especie de cronista visual del final de aquellas décadas convulsas e intensas. Con su estilo barroco, escenificó el poder, la sociedad y la cultura española durante las décadas de los 70 y 80. Lo curioso es que a la vez publicaba trabajos cómo “El grito de un pueblo”, sobre la situación política vasca –«nadie me quiso financiar en Euskadi. Relato en este libro, junto a Martin Ugalde, el choque entre las aspiraciones de un pueblo y el Estado», contó más tarde–, y paralelamente se convertía en el fotógrafo oficial de los nuevos reyes españoles durante sus viajes.

Siempre ir más allá. ¿Pero qué hacía de sus retratos algo tan especial?: «El retrato es quizás el hecho más importante dentro de la fotografía –explicaba–. Es el enfrentamiento consentido de dos personas poderosas que se observan activamente, ya que el sujeto, por pasivo que parezca, no deja de aportar en su concentración unas señales perceptibles al autor, léase fotógrafo, en las que envía simbología de poder, relajación, elegancia o vulgaridad (...). Yo creo que existe un juego permitido entre los dos, una aceptación, un pacto de libertad. Es tal la realidad del retrato que, de hecho, la cámara desaparece, es un accidente, un mero receptor de un acto mucho más importante como el de eternizar nuestro ego: el de él y el mío. Un retrato es una compulsión de fuerzas, de tensiones construidas en un largo tiempo de conocimiento, diálogo y aceptaciones».

Artista camaleónico, Alberto Schommer no se enrocaba en un estilo concreto, sino que buscaba siempre ir más allá. Experimentó con los bodegones, jugó fusionando pintura y fotografía, e investigó hasta el final, como con los “Paisajes negros” que, en la década de los 90, plasmaron una península casi pictórica y de un negro intenso. Sus fotografías se publicaron en decenas de semanarios, antologías y catálogos, expuso en todo el mundo, publicó gran cantidad de libros y en 2013 recibió el premio Nacional de Fotografía. Por cierto, fue el primer fotógrafo en exponer en el Museo del Prado con “Máscaras”. Fue en 2014, el año en el que murió Mercedes Casla. Preguntado por la foto que elegiría de todas las que había hecho, contestó: «Una de mi esposa. Era la mujer más hermosa que he conocido». Una fundación, dirigida por sus sobrinos, cuida su legado.

«Alberto Schommer... hacia la modernidad» se puede ver en Kutxa Kultur Artegunea (Tabakalera, Donostia) hasta el 19 de marzo. Hasta diciembre de 2016 habían pasado por ella 16.167 visitantes, unos 599 diarios.