IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Esa vocecilla

Una persona baja las escaleras del metro a toda velocidad y algo de repente le dice en su cabeza «te vas a caer». Entonces toma conciencia del riesgo y disminuye el ritmo, pero aun así casi trastabilla. Una muchacha va a tirar un tiro libre en su partido de baloncesto cuando en el último momento piensa que siempre falla cuando todos le miran, así que reflexiona que es mejor que se concentre, y efectivamente… Esta vez tampoco encesta. De un modo u otro cuando nos enfrentamos al mundo, bien sea con nuestro cuerpo o con nuestra mente, necesitamos medir nuestras posibilidades de éxito y, como no puede ser de otra manera, ese cálculo lo hacemos en función de las experiencias pasadas, es decir, el resultado «estadístico» de aciertos y errores anteriores en esas actividades o en otras parecidas. Sin embargo, no solemos ser objetivos, no somos máquinas calculadoras, sino más bien seres deductivos y acostumbrados a inferir.

Esto significa que nuestro cálculo suele estar influido por lo que consideramos éxito o fracaso y también por lo que otras personas importantes opinan al respecto. A medida que pasa el tiempo y se suman nuevas experiencias, solemos volvernos más precisos en el cálculo de esas posibilidades de éxito de las que hablábamos un poco antes, y nos animamos o nos retractamos.

Sin embargo, a veces hay una serie de conclusiones sobre nosotros mismos que parecen estar «blindadas» desde muy atrás, y que no se avienen a razones. Y en particular, los complejos. Podemos pensar en ellos como una descripción de uno mismo que nos define de forma limitante, señalando un defecto o una debilidad y convirtiéndola en rasgo inherente. Un segundo vistazo resalta la vergüenza que los acompaña. Normalmente ocultamos nuestros complejos, a pesar de que por dentro están absolutamente presentes. Algo así como si al estar viéndolos íntimamente todo el tiempo diera la sensación de que todos los demás son conscientes de ellos de la misma manera. De hecho, los complejos son tales principalmente porque creemos que los demás los ven tan nítidamente como nosotros y nos reducen a ellos. «Esta chica no aguanta ninguna presión» o «es el hombre más torpe que he visto» son frases que no pasarían de una opinión desafortunada si no engancharan con el complejo de ser indecisa o torpe. En este caso la vergüenza se precipita y la opinión se convierte en la confirmación de una falla; como si nos hubieran pillado en algo que queríamos ocultar a toda costa.

Y es que el complejo, a pesar de parecer una limitación propia fruto de la baja autoestima, tiene que ver con las personas de alrededor. Muestra de ello es que cuando fantaseamos con no tener ese complejo en particular nos sentimos más libres y más seguros, y a menudo casi nos convertimos en otra persona al imaginarlo. ¿Qué les pasaría a los protagonistas del ejemplo anterior si no se consideraran torpes e incapaces de soportar la presión? ¿Qué harían diferente? Igual empezaban a bailar o iniciaban unos estudios que nadie esperaría. Y entonces, ¿qué harían las personas que inicialmente les tildaron con esos apelativos? Y no necesariamente las personas actuales, sino las que nuestros protagonistas recuerdan en su mente como originarios de aquellos comentarios incluso intencionalmente alentadores.

Es más, ¿qué habría supuesto en aquel entonces llevar la contraria a estas figuras? ¿Qué le habría pasado a ese hombre si, siendo niño, le hubiera respondido a un padre particularmente crítico que no era torpe sino que esa actividad concreta le llevaba más tiempo o le era más difícil? ¿O qué habría hecho la entrenadora si la muchacha le hubiese pedido que dejara de definirla así? A veces, el origen de los complejos reside en nuestra lealtad a la visión de alguien importante para nosotros y, más allá de la comparación con los demás, es una cuestión de vínculo.