Ruido/Zoom
ENFERMOS POR LA TECNOLOGÍA

Intolerantes al progreso

Un móvil, el wifi del vecino, el microondas, un perfume o un insecticida podrían enfermarnos. La electro-hipersensibilidad y la sensibilidad química múltiple son dos síndromes detectados recientemente, pero que se expanden en una sociedad donde la tecnología y la química se desarrollan a tal velocidad que nos detenemos a evaluar sus efectos.

La última vez que María acompañó a su hijo al hospital sufrió fatiga crónica durante días y se le alteró la tiroides. Así responde su cuerpo a una exposición de cuatro horas a luces fluorescentes y centenares de teléfonos emitiendo a la vez. Para María, hablar por el móvil, cocinar con inducción o en el microondas, o tomar el fresco en una plaza con internet inalámbrico es una tortura. Se marea, se ahoga, sufre dolores de cabeza continuos durante días o le da un ataque de ansiedad y se desorienta. María, quién prefiere que no se mencione su apellido, sufre hipersensibilidad electromagnética (EHS); es decir, enferma ante niveles de radiación que la gran mayoría no detectamos.

Los campos electromagnéticos existen en la naturaleza, pero han aumentado exponencialmente con la incorporación de la tecnología a nuestra vida diaria. Algunos expertos ya hablan de electrosmog y equiparan el wifi con la exposición al humo del tabaco en el siglo XX. La Agencia Europea de Medio Ambiente estipula que las evidencias científicas sobre la contaminación electromagnética son suficientes para tomar medidas de prevención. Y en esta línea, el Parlamento Europeo ha recomendado aplicar el principio de precaución y reducir las emisiones. Dentro de estos límites establecidos, el comité científico de la Unión Europea sobre riesgos sanitarios emergentes y recientemente identificados (SCENIHR, por sus siglas en inglés) asegura que no hay evidencias científicas de que los campos electromagnéticos tengan efectos perjudiciales para la salud. Y no se ha podido detectar una relación causa-efecto entre una exposición normal y los síntomas que algunas personas les atribuyen. Por ello, la Organización Mundial de la Salud no reconoce la electrohipersensibilidad como una enfermedad. Coloquialmente la dolencia se ha popularizado como «alergia al wifi».

María discrepa, para ella no es algo menor. «Nosotros solo somos las primeras víctimas, la alerta de una sociedad sobreexpuesta donde todo avanza demasiado rápido para que sepamos los efectos», dice apretando el medallón de cobre que le ayuda a descargar electromagnetismo.

Francisco Vargas, el director del Comité Científico Asesor en Radiofrecuencias y Salud, que trabaja en Madrid para el Ministerio de Salud, frena las alarmas. «Las frecuencias a las que nos exponemos son tan extremadamente bajas que no son nocivas para la salud. Ahora bien, esto no quiere decir que no tenemos que ser prudentes y llevar un control exhaustivo de todas las emisiones», recalca. Sus estudios y los del SCENIHR contemplan que las emisiones de los móviles, por ejemplo, podrían tener un componente cancerígeno bajo, al mismo nivel que el café. De la electrohipersensibilidad piensan que las causas podrían ser otras.

¿Síndrome o enfermedad? En el Hospital Clínico de Barcelona, el médico internista Joaquim Fernández Solà sí la diagnostica. Es el principal experto en Catalunya en enfermedades de Sensibilización Cerebral Central; es decir, que tienen un origen neurológico y una respuesta que pasa por el sistema nervioso y afecta a todo el organismo, desde la regulación de hormonas hasta los neuroreceptores, de quienes dependen el sueño o el estado de ánimo.

Ahí se encuadran la fibromialgia y la fatiga crónica. La electrohipersensibilidad entra en la misma categoría, pero se la llama síndrome porque no hay un consenso para catalogarla como enfermedad. Para Fernández Solà, la única diferencia entre síndrome y enfermedad es el hecho de que esté incluida en un catálogo estadounidense que se actualiza periódicamente, según las investigaciones e intereses del momento. «Es la economía. Mientras sea un trastorno, no te obliga a revisar las causas que lo provocan. Es una cuestión de intereses. Obligaría a muchos gobiernos a reducir la emisión de olas electromagnéticas o de radiofrecuencia», sentencia Fernández Solà.

«Hay enfermos, pero no enfermedad», sintetiza Josep Oriol Badell, el primer electrohipersensible diagnosticado en Catalunya. Era 2004 y, después de cuatro años de pruebas continuas y tratamientos psiquiátricos ineficaces, se colocó una bombilla a pocos centímetros del brazo durante unos minutos en presencia de su médico. Las quemaduras no tardaron a aparecer en la piel y, con ellas, el diagnóstico. «No estamos locos, es una enfermedad objetivable. Yo me lo tuve que decir a mí mismo, porque la Seguridad Social solo me enviaba al psiquiatra», espeta con el gesto arisco que le ha dejado la enfermedad. Pasó mucha rabia e impotencia hasta que consiguió una prejubilación de conserje escolar. Hacía cinco años que habían instalado una antena de telefonía junto a su casa. Ahora, a sus 67 años, vive con su madre en un piso en el barrio marítimo de la Barceloneta.

Un vaso que se llena de tóxicos. La arena y el mar les ayudan a descargar y desintoxicarse. María Margarit pasaba todo el otoño-invierno en una zona costera de esas que quedan desiertas fuera de temporada. Allí, sin wifis ni apenas móviles, encontraba la limpieza necesaria para volver después unos meses con su familia al cinturón industrial de Barcelona. Ya no puede: el nuevo contador de la luz, que transmite el consumo eléctrico mediante una red 4G como la de los teléfonos, le han trastocado la vida. Para poder seguir viviendo ha acondicionado el garaje de su casa familiar, convirtiéndolo en un búnker antiradiaciones. Sin ventanas. Pintado con pintura que repele las radiaciones. Y entre los muros de los vecinos y su dormitorio está el baño de un lado y del otro, el pasillo. La cama tiene una toma de tierra para descargar la electricidad que naturalmente nuestro cuerpo absorbe. Y está justo allí donde desaparece cualquier señal inalámbrica.

«Para mí, nuestro organismo es un vaso que vamos llenando de tóxicos hasta que llega un momento en el que desborda ante cualquier exceso: un olor, un teléfono inalámbrico que suena... Entonces, se trata de tener el organismo medio vacío para lograr una vida medianamente normalizada. Pero es una enfermedad de ricos, porque tienes que tener un alto poder adquisitivo para pagar terapias, medicinas, acondicionar el hogar e ir siempre contra la corriente», explica María, mientras calienta agua en un hornillo de gas. La infusión le ayudará a reducir el picor de garganta que le provoca el suavizante de mi ropa y los restos de champú de mi cabello. Yo ni siquiera noto el olor porque, conscientemente, no me lo he lavado para ir a verla. No usar colonia fue un requisito explícito.

«Uy, no, antes te hubiera tenido que recibir con mascarilla» dice asertiva, pero reconoce que, para convivir con gente de continuo, tienen que seguir el «protocolo». Así denomina a no traer móvil, lavar la ropa con bicarbonato y usar jabones y cremas naturales, sin parabénos ni otros químicos. No es fácil, asegura: ha perdido el 90% de sus relaciones sociales y algo tan cotidiano como ir al supermercado se ha convertido en un suplicio.

«Nos estamos autodestruyendo como género humano con productos químicos, radiaciones... y esto no lo para nadie. Hay radiación en todas partes, hasta las montañas están llenas de antenas. A nosotros, el cuerpo nos lo recuerda a cada hora», añade Josep Oriol Badell desde el comedor de su casa, cerca de la playa, pero con afectaciones continuas.

Reconocimiento legal. Mientras no se reconozca, los afectados por este síndrome viven bajo la suspicacia colectiva y sin ningún amparo legislativo. Suecia fue el primer país al aceptar la electrohipersensibilidad como causa de baja laboral. Europa ha pedido en los países de la Unión que sigan su ejemplo para garantizar los derechos de los afectados pero, tanto en el Estado español como en el francés, se ha tenido que reconocer en los tribunales.

La única sentencia favorable hasta ahora en el Estado espñol llegó del Tribunal Superior de Justicia de Madrid el año pasado. Reconoció una prestación por incapacidad debido a electrohipersensibilidad al ingeniero en telecomunicaciones Ricardo de Francisco. La Seguridad Social se la negaba desde hacía dos años, porque el síndrome no está reconocido como enfermedad. El abogado que llevó el caso, Jaume Cortés, ataja la polémica: «Hay una gente que manifiesta síntomas y dolencias cuando está en contacto con olas electromagnéticas y esto es una realidad que los médicos reconocen en los informes de las bajas laborales. Perder un brazo no es una enfermedad y también te incapacita para ciertos trabajos. Sea una enfermedad o no, genera una discapacidad y tiene que dar derecho a una pensión».