Pablo González
ANáLISIS

Recuerdos de niñez de un «Homo Sovieticus»

Este año se cumplen cien años de la Revolución de Octubre, que pasó realmente en noviembre por caprichos del calendario. Hay una gran multitud de actos, exposiciones, iniciativas, etc, sobre lo qué fue y representó el país que nació de esa revolución. Sin embargo, no muchos hablan del homo sovieticus, de cómo vivía realmente, que le preocupaba, cuáles eran sus deseos y esperanzas de futuro. Estas informaciones se suelen perder tras una cortina ideológica del análisis de turno que bien quiere demostrar que aquello era el proyecto inacabado del paraíso terrenal o bien la peor de todas las dictaduras que ha conocido la humanidad.

Yo nací en la URSS. Al igual que varios centenares de millones de personas, me tocó salir a luz en aquel enorme país, hasta la fecha el mayor exponente del socialismo de la Historia, o al menos así se definía. Somos muchos los que allí nacimos y vivimos más tiempo o menos, muchos millones más visitaron aquel estado, pero no existe, ni existirá un recuerdo único. Todos tendremos nuestro propio recuerdo de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, el mayor experimento político, económico y social del siglo XX. En este caso, quiero compartir el mío.

Infancia feliz. Fui un niño tremendamente feliz allí, y nada ni nadie me va a convencer de lo contrario. Tampoco nadie me va a explicar lo que fue mi particular URSS, y la de mi familia, amigos y conocidos, o lo que dejó de ser. Me pueden dar cifras macroeconómicas, analizar la producción industrial, la agraria, hablar de la Segunda Guerra Mundial, de la de Afganistán, pero todo ello no influye realmente en el recuerdo particular de nadie. La felicidad pasada es muy difícil de estropear.

Precisamente en ello se encuentra lo atractivo de la idea de la URSS, en el recuerdo particular y no global. En la Rusia actual, más del 50% de la población añora la URSS, dos tercios votarían ahora a que se conservase si se hiciera un referéndum sobre el futuro como en 1991. En muchos casos, los críticos suelen utilizar el argumento de que la gente no recuerda realmente la URSS, solamente recuerdan su juventud, cuando tenían toda la vida por delante. Omiten que muchos de los que añoran esa URSS lo hacen sin haber vivido en aquel país, o habiéndolo hecho muy pocos años de su niñez que no recuerdan.

El comienzo de mi particular recuerdo se basa en que vivía bien cuando era pequeño. Había luz, calefacción, juguetes, televisión, comida rica. Había entretenimientos fuera de casa como parques de atracciones, cines, teatros, zoológicos donde podía montar en poni, posibilidades de hacer deporte. A los niños además nos trataban especialmente bien, todo era para nosotros, o al menos así lo parecía. La sociedad se implicaba con nuestra educación y bienestar. Todo ello parece obvio, pero no lo es tanto si miramos el como está el mundo actual, o como lo estaba al comienzo de los años ochenta del siglo pasado cuando nací. Ya desde la perspectiva de ser padre en la actualidad, puedo decir que esta preocupación por los niños y jóvenes no es menor en la Euskal Herria actual, pero tampoco es mucho mayor que en la URSS de los ochenta, la de antes de empezar a colapsar.

Niños, jóvenes y adultos sentíamos en su mayoría orgullo por la nación en la que vivíamos. Gracias a la propaganda estatal que nos mostraba continuamente los logros punteros de la ciencia y el deporte soviéticos, uno tenía la sensación de vivir en un país puntero. Viajábamos al espacio, jugábamos con el átomo, con accidentes eso sí como el de Chernóbil, producíamos prácticamente todo lo necesario para una vida cómoda, desde automóviles particulares a secadores de pelo. Nuestros atletas y equipos eran siempre de los mejores en las competiciones deportivas. Cualquier gran campeonato era sinónimo de victorias y medallas que mostraban que el cuerpo y mente soviéticos están en la vanguardia mundial.

Todo ello lo sentías como tuyo, fueras de la nacionalidad que fueras. Podías jugar en el patio de tu casa con un georgiano, un moldavo, gente de Asia central, o algún vasco nacido allí, y una mayoría eslava que aun así no hacia diferencias, eramos soviéticos. Existían peculiaridades culturales de república en república, pero incluso esas diferencias eran aglutinadoras. Cada república aportaba algo, por poner algún ejemplo, el sur algodón, frutas, el oeste productos industriales, el norte gas y petróleo, el este pesca. Lo mismo pasaba con la cultura, en la que se mezclaban tradiciones tan diferentes como la eslava, la georgiana, la estonia o la kazaja entre muchas otras. Se animaba a los jóvenes universitarios a viajar en sus vacaciones de verano para trabajar en el campo o la construcción en áreas alejadas de donde residían.

Buena parte de estas multiculturalismo y desarrollo se conseguía gracias a la educación, gratuita y universal. Todas las personas podían estudiar sin limitaciones. El sistema soviético te premiaba, dentro de sus límites eso sí. Un académico podía vivir perfectamente al nivel de un deportista de élite, siendo su carrera y reconocimientos más largos en el tiempo. A mayor compromiso con tu trabajo optabas a mejor nivel de vida dentro de la sociedad socialista. Gracias a ellos se consiguió un sistema de formación que a día de hoy pesar de no ser ya ni la sombra del soviético sigue dando una buena cantidad de profesionales de gran talento, especialmente en áreas técnicas.

Había así mismo una medicina gratuita y universal. Poco antes de abandonar la URSS, aun recuerdo como en la escuela nos pasaban revisión un médico dentista, curando las caries a quién tuviera. Esa medicina no era ideal, pero poco o nada tenía que envidiar a los sistemas sanitarios de otros países, con la eventualidad de que era para todos y pagada por el estado.

No había pobres. Precisamente, lo de que muchas cosas te las proporcionaran las autoridades de manera automática era quizás la mayor diferencia y lo que más le chocó a cualquier soviético al abrazar el capitalismo. En la URSS no había prácticamente ricos entre la mayoría del pueblo, los altos cargos del partido los dejamos aparte, pero lo más importante es que no existían pobres. Todos tenían vivienda proporcionada por el estado, nadie pasaba hambre, incluso sin trabajar. Y cualquiera que lo deseara podía conseguir casi al momento un empleo. El desempleo fue otra cosa nueva para el hombre soviético tras el fin del país. La frase «no podíamos hacernos ricos, pero nunca eramos pobres» es una de las mayores responsables de ese sentimiento de añoranza de la URSS que existe hoy en día.

Otro punto importante, y que era una de esas cosas que uno no aprecia hasta que desaparece, era la seguridad personal. La URSS era una nación muy segura. La militsiya, denominación de la Policía común, era respetada y efectiva. Los uchastkovy, eran los policías de barrio. Creaban un clima de confianza con sus vecinos, a los que conocía en su mayoría. El hombre soviético vivía seguro, tenía la certeza de que el estado lo iba a proteger ante cualquier abuso por parte de quién fuera.

Además se vivía en comunidad. Parece, y lo es seguramente, una característica de los sistemas más autoritarios, pero incluso hoy es algo que se sigue fomentando entre la mayoría de pueblos post soviéticos. La gente no solo trabajaba con un grupo de personas, por lo general eran sus amigos, las empresas estatales organizaban un sinfín de salidas al campo, encuentros deportivos, quedadas y similares. Algo que, por un lado, limitaba el tiempo personal de cada uno pero, por otro, creaba auténticos equipos laborales. Hoy en día no pocas empresas en todo el mundo hace algo similar, juntan a sus trabajadores en retiros para conocerse mejor, hacer deporte y similares, lo denominan team-building. Cosas de poner un nombre en inglés y hacer pasar por nuevo algo que los soviéticos hacían desde hace décadas.

Estos elementos forman el esqueleto de mi recuerdo positivo de la URSS. La añoranza de un sistema con unas características tan peculiares y que se anteponen a varios fundamentos básicos de la sociedad capitalista. ¿Era todo tan idílico realmente? Por supuesto que no, simplemente pulimos el recuerdo y nos negamos a recordar lo que de verdad nos molestaba, y seguramente por lo que cayó todo el sistema al final. Cayó ante todo por sÍ solo, no por la injerencia y presión exterior.

Producción insuficiente. La URSS producía de todo, como he comentado antes, pero lo hacía en cantidades insuficientes para abastecer a toda la población con la mayoría de bienes. La gente podía pasar años de cola para poder comprar un automóvil aun teniendo dinero para poder pagarlo al momento. La ropa, los electrodomésticos, casi cualquier bien de consumo que no fuera alimento era proclive a escasear. La URSS hasta mediados de los años ochenta, hasta el comienzo de la Perestroika de Gorbachev, no vivía peor en términos generales que los países occidentales, pero siempre andaba justa. Eso también afectaba a los niños. Todos teníamos juguetes si no iguales, similares. Vestíamos casi uniformados, no tanto por deseo propio o de los padres sino por la escasa elección de lo que se podía comprar en las tiendas.

La experiencia de ir a un comercio era así mismo una buena forma de chocar con el sistema. Ninguna persona que trabajara de cara al público tenía el más mínimo miedo a ser despedida, por lo que su atención hacia la gente escaseaba, al igual que sus modales. En todo el espacio post soviético los trabajadores de cara al público siguen teniendo esa característica, aunque paulatinamente van evolucionando a mejor. Además al haber escasez, los trabajadores de los comercios abusaban de su posición descaradamente, guardándose bajo el mostrador parte de lo llegado al comercio para reservarlo para familiares, amigos y conocidos a los que pudiera hacer de esa manera un favor a cambio de quizás otro en otro comercio. Algo así podía ocurrir en la Perestroika tardía incluso con bienes tan básicos como el azúcar o la harina.

Los servicios también escaseaban y los que ofrecía el Estado eran en muchos casos pésimos. Una nación que mandaba gente al espacio no era capaz de formar y poner a trabajar la cantidad necesaria de fontaneros o mecánicos. Por todo ello, el ciudadano soviético era un auténtico manitas, capaz de arreglar los goteos de casa, montar y desmontar su coche o soldar una pequeña pieza para que la radio siguiera funcionando.

Al mismo tiempo que los centros educativos soviéticos producían mentes brillantes, el Estado les negaba la posibilidad de desarrollar su carrera enfocada hacia lo privado. Mientras se construían centrales nucleares y sofisticados aviones militares, la URSS no dejaba espacio para la creación, por ejemplo, de una gran industria del entretenimiento basada en los avances tecnológicos. Algo por lo cual, a partir de los años ochenta, se tenía que importar cada vez más reproductores de cintas de vídeo, computadoras personales o consolas de vídeojuegos. Nuevamente, el Estado soviético lo producía, pero poco y no siempre de la calidad adecuada. Ninguna mente brillante y con iniciativa, un Bill Gates o Steve Jobs soviéticos, podía actuar por su cuenta. Algo que lastró mucho la mentalidad innovadora del homo sovieticus.

El partido. Todo ello ocurría además bajo el paraguas del partido. Estaba presente en todo y a todas las edades. Empezabas a eso de los 7 tiernos años en los oktyabryata –«octubritos», en ruso–, luego pasabas a los pionery –pioneros– a los 9-10; a partir de los 14 podías entrar ya en juego de casi mayores, el komsomol –la unión comunista de la juventud–, y cuando ya eras un adulto hecho y derecho, buen ciudadano, amigo de tus amigos (necesitabas la recomendación de, al menos, dos miembros del partido), podías optar a entrar en el Partido Comunista de la URSS tras un período de prueba. Es decir, la vida de cualquiera estaba bajo el paraguas del partido desde el comienzo hasta el final. Ni que decir tiene que, si no eras miembro del partido, tus posibilidades laborales y tu nivel de vida serían seguramente limitados.

En los días señalados además tendrías que participar en innumerables actividades con tus compañeros de guardería, colegio, universidad o trabajo. Esa vida en común que decíamos antes era más obligatoria que nunca los 1 de mayo, día del trabajador, o los 7 de noviembre, cuando se conmemora la Revolución de octubre; ocurrida, según el calendario viejo, el 25 de octubre. En esos momentos serás pasto de la propaganda más ruda del partido e, incluso siendo un entusiasta, te será difícil soportar eso año tras año sin inmutarte.

El partido, como un todo que todo lo aglutina, además se encargaba de controlar que te portaras bien en tu día a día. Los trabajadores podían llamar la atención públicamente en una reunión algo así como solemne a un compañero, el cual se hubiera, por ejemplo, emborrachado por su cumpleaños haciendo algo más ruido del considerado normal. No era lo más común, pero podía ocurrir. Al mismo tiempo los órganos de partido incluso podían llamarte la atención si tenías un vida sentimental demasiado convulsa, algo no bien visto por la estricta moral oficial del homo sovieticus.

Ni qué decir tiene que el partido debía darte permiso especial para viajar al extranjero. Tenías que pasar varias instancias antes de poder salir del paraíso socialista. Es algo que ahora los turistas rusos no parecen recordar pero, no hace tanto, sus vacaciones en la costa mediterránea eran imposibles al menos que fueran militares destinados en algún país amigo como Siria o Libia. Hoy en día eso ha cambiado, y hasta los más nostálgicos no quieren que esta característica del sistema vuelva nunca.

La URSS tuvo un recorrido corto para lo que es la Historia, sin embargo fue tremendamente intenso, dejando una gran huella en la población que la conoció. Tampoco fue el mismo país el que nació bajo la dirección de Lenin, ni el que vivió y luchó contra el nazismo bajo la férrea tutela de Stalin, ni la URSS de la posguerra, ni la de Brezhnev, cuando el ciudadano soviético vivió más tiempo en paz, ni lo fue y no merece ser recordada como tal la URSS en descomposición del final de su existencia con Gorbachev.

Fue un maravilloso y terrible experimento del siglo XX. Todos los que lo vivimos, de una manera u otra, lo recordaremos como tal, los más jóvenes y los más mayores. Fue un ejemplo a imitar en muchos de sus logros, pero asimismo fue un mal ejemplo en otras tantas de sus características. Hoy en día la sola idea de la URSS y su existencia pasada provocan multitud de pasiones, a favor y en contra.

Hay quién se esfuerza a equipararla con la Alemania nazi y desacreditar de esa manera las ideas socialistas, acusar de crímenes al pueblo ruso, etc. En su discurso los que promueven esta idea subrayan lo peor de la represión estalinista, obviando por completo que era un reflejo de su tiempo, en el cual la URSS no fue diferente de lo que ocurría a nivel global. Omiten casi por completo cualquiera de los muchos logros de la URSS, tanto dentro, como fuera de sus fronteras. Otros ven en la URSS el paraíso socialista en el que debe reflejarse el mundo si quiere mejorar. Destacan los logros que consiguió el país, sus ideas, pero ignoran por completo las problemáticas que existían allí.

Para mí, la URSS siempre será mi particular recuerdo subjetivo, maravilloso por todo lo que significó y los recuerdos de la niñez, adornado todo ello por el paso del tiempo, y decepcionante por los recuerdos de la realidad diaria de entonces. Espero que las ideas socialistas sigan presentes, tomando lo mejor de entonces y aprendiendo de aquellos errores. Yo añoro la URSS, pero la mía, no la de los demás.