Jaime IGLESIAS
Entrevue
Eleanor CATTON
Idazlea. Booker Sariaren irabazlea

«Erróneamente asociamos el concepto de fortuna al de riqueza»

A sus 28 años, Eleanor Catton (nacida en Canadá en 1985, pero criada en Nueva Zelanda) se convirtió el pasado año en la ganadora más joven del prestigioso Premio Booker con «Las luminarias», su segunda novela. Apabullante y fascinante relato ambientado en plena vorágine de la fiebre del oro que vivió el país oceánico en la década de 1860, acaba de publicarse en castellano, editado por Siruela.

El arresto de una prostituta drogada y la aparición del cadáver de un ermitaño en una cabaña en la que, sorpresivamente, se descubre un inesperado botín siembran la conmoción en el improvisado asentamiento urbano de Hokitika (centro neurálgico de la fiebre del oro que agitó la costa oeste neozelandesa durante el último tercio del siglo XIX). Ambos hechos, aparentemente alejados entre sí, concitan un conciliábulo al que acuden doce ilustres vecinos, cada uno de los cuales conoce una de las partes de un misterio que se antoja complejo de descifrar, pero cuya clave se encuentra en un hecho aparentemente banal, ajeno a los tejemanejes e intereses que marcan el mezquino devenir de una sociedad consagrada a la explotación descontrolada y al raudo enriquecimiento.

Sobre estos mimbres Eleanor Catton ha construido «Las luminarias», un homenaje al folletín decimonónico en clave contemporánea que bebe de fuentes tan dispares como la narrativa naturalista, el relato de aventuras, la novela negra, el realismo mágico o el western hasta concretar una propuesta audaz, plena de opulencia que puede leerse simultáneamente en clave satírica, romántica, antropológica, metaliteraria o por el simple placer y fascinación que procuran sus ochocientas páginas.

Recibir un premio de la magnitud del Booker cuando aún no se han cumplido los 30 años ¿no resulta, en cierto modo, una presión difícil de sobrellevar?

El premio en sí supuso una alegría inmensa, sobre todo por lo inesperada que fue su concesión. Pero es verdad que un galardón de la trascendencia del Booker conlleva bastantes servidumbres para las que reconozco no estar preparada. Ahora mismo noto que hay toda una serie de expectativas generadas en torno a mi obra y a mi persona que tengo que ver cómo soy capaz de gestionar. De momento ya he aceptado que mi próxima obra, sea cual sea, no va a conocer idéntica repercusión a la que ha tenido «Las luminarias» (risas).

Y esas expectativas ¿no cree que pueden llegar a condicionar su evolución como escritora?

No, eso no lo creo porque los reconocimientos que llegan desde fuera son algo completamente ajeno a la liturgia que conlleva el acto de escribir. Cuando uno emprende la redacción de una nueva obra su principal estímulo es la ilusión, el entusiasmo hacia lo que está haciendo. En este sentido, lo que se haya producido con anterioridad es algo que se va desvaneciendo en el recuerdo.

Convengamos, en todo caso, que con «Las luminarias» usted se ha puesto a sí misma el listón muy alto. Un libro de semejante relevancia, tan ambicioso, en la forma y en el fondo, parece la obra de un escritor experimentado en tanto culminación de un proceso, y no una segunda novela. Mientras la escribía, ¿no sintió vértigo?

No sé si vértigo es la palabra, pero sí que sentí cierto miedo de que el proyecto sobre el que estaba trabajando fuese un proyecto imposible de materializar. Mi ambición cuando me propuse escribir «Las luminarias» fue alumbrar una novela donde la estructura literaria que tenía en mente quedase al servicio de una trama. Me explico: partía de una serie de personajes arquetípicos que representaban los doce símbolos zodiacales y de otros siete personajes que funcionaban como metáfora de los planetas. Al crear este patrón me propuse seguir el desplazamiento real de los planetas sobre el firmamento y que fuera eso lo que definiera la interacción y la manera de relacionarse de los distintos personajes entre sí, pero ese empeño me llevó a ciertos callejones sin salida, la trama no fluía como yo deseaba en determinadas ocasiones. Eso me hizo ver que precisaba de un plan B, pero eso fue algo que aconteció mientras estaba escribiendo. Vista desde fuera, la novela puede revestir un carácter ambicioso desde el que se intuye una elaboración prolija y minuciosa ajustada a un plan de escritura diseñado al milímetro, pero realmente fue justo al contrario. Si pudiera definir con una palabra el proceso de elaboración de «Las luminarias», diría que fue bastante orgánico.

Aun así, en lo referente a la estructura de la novela, hay influencias formales bastante reconocibles que, supongo, le servirían de asidero o de inspiración mientras escribía...

Sí, por supuesto. Mientras pensaba esta novela busqué, de forma consciente, que en ella confluyeran dos tradiciones literarias que, como lectora, me apasionan. De un lado la de la gran novela del XIX, que para muchos representa la Literatura con mayúsculas, y de otro la de la novela negra o policiaca del siglo XX que ha sido, de entre todas las formas de literatura popular que se han cultivado, la que ha alcanzado un mayor impacto. Fueron dos subterfugios a los que acudí. Busqué fusionar las tramas enrevesadas y los golpes de efecto que caracterizan la narrativa policiaca con ese tono lánguido y descriptivo de la prosa decimonónica. Mi idea era potenciar un relato de misterio clásico que reflejase los enigmas y las contradicciones de la condición humana. Es por eso que, por ejemplo, Anna, la prostituta protagonista, aúna rasgos de la heroína del XIX, tipo Anna Karenina, con otros procedentes del arquetipo de la femme fatale que tanto abunda en las novelas de James M. Cain.

Esa mezcla de registros y de arquetipos en la construcción del relato fue la que llevó al New York Times a saludar «Las luminarias» como una gozosa parodia de la gran novela decimonónica.

Sí, pero no es algo que comparta plenamente, ya que mi intención nunca fue hacer una parodia de la novela del XIX sino más bien un homenaje, una relectura del canon. Ocurre que en esa relectura asumí una pauta subversiva porque, si bien quise respetar las estructuras morales y de pensamiento que había en aquella época en aras de conferir credibilidad y realismo al relato, resulta inevitable que yo, como autora educada en otra realidad, no comparta muchas de esas estructuras, sobre todo en lo que tiene que ver con conceptos como el racismo, el clasismo o el machismo.

La mujer, por ejemplo, en las novelas de aquella época, estaba condenada o bien al suicidio o bien al matrimonio, lo que resultaba fiel reflejo de lo que acontecía en la sociedad del momento. Partiendo de eso, yo, sin embargo, me he permitido arrancar la historia de «Las luminarias» con un supuesto intento de suicidio por parte de mi heroína; es decir, he respetado el canon de representación pero alterando su significación. Mi intención fue evitar a toda costa la complacencia que conlleva la simple evocación nostálgica, pero también me cuidé de no caer en la trampa de juzgar el pasado desde del presente.

Y, sin embargo, esa evocación que hace del capitalismo en sus albores y de las pautas de socialización que éste genera, da lugar, inevitablemente, a una lectura de la novela en clave actual.

Sí, es cierto. El ambientar la novela durante los años de la fiebre del oro en Nueva Zelanda me permitió hablar del papel que juega el dinero en el imaginario colectivo de cara a promover grandes cambios en el individuo. En el fondo, todo se reduce a un anhelo bastante infantil: erróneamente asociamos el concepto de fortuna al de riqueza, pensamos que poseer un caudal significativo nos permite reinventarnos y variar la posición que ocupamos respecto a nuestros semejantes. Pero, frente a eso, la perspectiva que defiende la novela es clara: lo único que tiene el poder de hacernos cambiar es el amor. Lo pertinente no es preguntarse qué puedo recibir sino qué puedo ofrecer.

En este sentido «Las luminarias» avanza desde la esfera de lo público al ámbito de lo privado, de lo social a lo individual, de lo general a lo sintético...

Justamente. La novela es una metáfora del papel que ocupamos en el universo, que es un papel ínfimo, nimio, pero aun así relevante... Del mismo modo, ese momento de complicidad, de intimidad, que viven los dos protagonistas solo se revela al final, como desencadenante de toda una serie de acontecimientos que han sido generados de manera indirecta por ese encuentro y que han tenido su proyección en la esfera pública, en el pequeño microcosmos social que ellos habitan. Es obvio que sobre el firmamento el ser humano aún no tiene capacidad de dominio y quizá eso explica nuestra tendencia a despreciar y a contaminar aquellos sistemas que superan nuestra capacidad cognitiva. Eso es algo propio de un pensamiento individualista que es, asimismo, el que inspira la moral capitalista, hasta el punto de que cualquier acto estimulado por el altruismo es puesto bajo sospecha, como si en el fondo ocultase algún interés oscuro.

«Nueva Zelanda hunde sus raíces en el puro mercantilismo»

«Cuando los europeos comenzaron a colonizar Nueva Zelanda, aquel territorio se anunciaba como una versión mejorada de Gran Bretaña, como una tierra de oportunidades desde la que reinventarse como persona. Eso atrajo a muchos emigrantes, pero también instauró una cultura cortoplacista en la explotación de los recursos», explica Eleanor Catton, reconociendo así que su novela admite una lectura antropológica sobre la forja de un país atípico en sus orígenes y evolución.

«Los que llegaban no lo hacían con la idea de echar raíces, sino con el deseo de encontrar un filón que les devolviera enriquecidos a sus territorio de origen. De este modo, Nueva Zelanda es un país que hunde sus raíces en el puro mercantilismo. Poco a poco se fue generando un tejido social curioso cuya conciencia nacional no se expresa pensando en qué puedo aportar a mi país, sino preguntándose qué puedo sacar o extraer de él». J.I.