Luis Karlos García
Periodista

En Vitoria, a 4 de marzo de 1976

Lo peor de teorías de policías acorralados respecto del 3 de marzo vitoriano no es la humillación en diferido ni la absolución del victimario que comportan. Lo más grave es que, al neutralizar la construcción de un relato coherente sobre lo que pasó, pulverizan los intentos de producción de sentido. Solo abordando de forma colectiva el significado profundo de un episodio fundante como este puede llegarse al autoconocimiento de una ciudad.

No está solo en juego explicar hechos concretos o dilucidar responsabilidades. A las puertas del 40 aniversario, está por componer el gran fresco de la que sí es la Batalla de Vitoria. Como señaló León Rozitchner al hilo de la masacre contra la insurgencia argentina: «Si lo que hacemos es sólo rememorar a los desaparecidos y asesinados, pero sin ampliar su memoria hasta abarcar desde allí no sólo esa aniquilación inmisericorde sino la destrucción de un país, creo que dejamos de dar cuenta del verdadero sentido que tenía aquella lucha y aquel combate». No sirve embalsamar la matanza, hacerla estática sin el dinamismo que desbroce la senda que, al contarnos qué pasó, nos diga quiénes somos.

El vitoriano Juan Ibarrondo moldea en su ensayo “Convertir el tiempo en oro” una idea de Walter Benjamin que es algo parecido a ese anhelo de venganza que un joven asaltado por el Estado en el caso “Ciutat morta” declara en el abrumador documental. Lo necesitamos, pero que nadie piense en sangre, sino en el concepto que destila el pensador alemán cuando entiende la lucha como «vindicación de los antepasados» o «venganza frente a las ofensas» recibidas. Hoy urge tanto avanzar en un nuevo brío de liberación como atender a lo que evocaba el autor. Ambas cosas son una sola.


El hilo conductor es el miedo; de todo, no solo de lo que ocurrió en Vitoria. Albert Camus dijo: «Nuestro siglo XX es el siglo del miedo». Por algo denuncia el látigo de Gregorio Morán que «cuando el poder tiene miedo, no respeta nada». Tres semanas después de Vitoria, el terror se desataba en Argentina. Ello motivó una carta que quien la redactó (Rodolfo Walsh se llamaba aquel pedazo de dignidad) pensaba en su país, pero servía para todos: acusó a los golpistas de liquidar «la posibilidad de un proceso democrático donde el pueblo remediara males que ustedes continuaron y agravaron». El 3 de marzo luce igual epitafio. El poder tuvo miedo de perder hegemonía tras la muerte de Franco y optó por amedrentar (tal y como había hecho 40 años antes). Han vuelto a pasar otros 40 desde Zaramaga y en este período nos han seguido acosando con saña.

Vuelvo a aquellas horas envueltas como en bruma. Un niño de nueve años palpa el terror detrás de las cortinas, echadas de día y de noche. El padre de ese crío ha salido temprano, recordando tal vez cuando tenía la misma edad que su hijo, un 24 de agosto de 1937, acurrucado en un galpón de Torrelavega, aguardando la entrada de los nacionales… Miedo cerval tras la persiana, ayer como hoy. Ese niño en su casa del barrio de Arana no sabe que le están matando. La Policía asesinó a cinco personas, pero morimos todos, y por eso escalofriaban aquellas palabras enardecidas de Jesús Naves en el funeral («estos muertos… ¡son nuestros!»). El target no eran solo los muertos.


En 1975 estaba la consigna de la huelga general en cuanto muriera Franco. Murió y casi nadie se movió, por miedo. Mas este se supera, en la lucha, cuerpo con cuerpo. ¿O qué fue, si no, convocarla, como hizo Vitoria, solo mes y medio después de muerto el dictador, llamamiento que cristaliza a los dos meses? Cuando el pueblo autoorganizado vence el miedo el Estado lo masacra. El miedo siguió y el 4 de marzo no llegó. La Historia se congeló (y nosotras en ella) una tarde de un miércoles de ceniza, igual que al niño de Torrelavega en verano del 37. El bloque de poder no afronta el relato real pues hacerlo en rigor sería tanto como proclamar que aterrorizar a los pueblos indefensos es su estrategia política.

Porque, ¿qué es la crisis? Un despliegue descomunal de miedo. Según Stathis Kouvelakis (Syriza), «después de cuatro años de memorándums no solo la derecha, sino también la centroizquierda (o lo que queda de ella) son formaciones extremadamente autoritarias». Un fantasma ahoga Europa: miedo se llama. Tras su galope, el mundo del trabajo vegeta acogotado y sin derechos. «La crisis es un chantaje que se hace para que la gente acepte condiciones indignas», ha dicho Adolfo Muñoz (ELA). En medio del saqueo nos preguntamos: ¿cómo es posible que nos dejemos hacer de este modo? Aceptar someterse es consecuencia de asimilar el mecanismo del terror inducido por un capitalismo que elimina la virtualidad de todo gesto resistente. Eso se interioriza en días como el 3 de marzo de 1976, pero en otros también. ¿Qué iniciativa política manda hoy en la ciudad? La cruzada de un alcalde cuyo eje es el miedo al extraño. Miedo. Al yihadismo, a ETA, al paro, al ébola, a formar un estado propio. ¿A la libertad?

Es imprescindible ver que el terrorismo que nos atenaza tiene que ver con sutiles canales de dominación intensiva, lejos de la represión directa. El 3 de marzo supuso uno de los últimos episodios de coerción salvaje antes de dar paso a la era del control remoto. Otra vez Rozitchner: «La amenaza de muerte vivida a través del terror hace que la gente no quiera saber nada de su propia vida, ni se plantee más interrogantes; que en última instancia, viva del entretenimiento, que es lo que difunden los medios de comunicación hoy, y que mantiene estupidizada a la gente para poder de alguna manera expropiarles todo lo poco que tienen».

Democracia y miedo son viejos amigos. Los procedimientos formalmente democráticos se apoyan en la producción de miedo. Se suele objetar: ¿cómo es posible que aquel pueblo digno y en lucha diera su voto a la UCD poco después? Como si se pudiera valorar, haciendo abstracción de todo, el proceder de alguien que ha sido antes apalizado… Los protagonistas cuentan cómo primero los balearon, buscaban libertad y los bañaron en sangre; luego llegó la democracia, con partidos y sindicatos, y se dijo: «¡Todo acabó! Nosotros os representamos, volved a casa, a la fábrica». Miedo y urnas. Lo que iba a ser una bella historia de amor de pronto era el comienzo del secuestro de la voluntad popular.


Pero el tiempo pasa, y después de 75 años de contrarrevolución triunfante, el mismo miedo empieza a no encontrar las mismas palabras. El siglo XX ha muerto, o mejor, está muriendo en lento colapso. Se lleva con él toneladas de entrega, pero también arrastra miedo. Y poco a poco amanece el 4 de marzo. No pequemos de ingenuidad, falta mucho, casi todo, pero hay indicios de que el miedo que ha impregnado lo político pierde influencia y abre ciclos nuevos. Y es que el fin de la dictadura argentina fue realmente en la heroica insurrección de 2001; y la dictadura de los coroneles acaba en 2011 en Syntagma, año en el que las protestas de los estudiantes representan la llegada de la democracia en Chile o en España el 15M termina con 75 años de franquismo. Y el proceso soberanista marca el hito de esa quiebra en Catalunya. El caso vasco requiere capítulo aparte, pero también cocina hoy a su modo su punto de fuga.

¿Qué ha ocurrido? Tal vez sea el miedo un veneno que exige dosis exactas. La investigadora mexicana Ana Esther Ceceña, al calor de los mártires de Ayotzinapa, opinó que el miedo «fue instalado mediante un salvajismo explícito y reiterado, aunque, de tanto insistir, ha terminado por empezar a generar su contrario». Por eso las movilizaciones clamaban: «Nos han quitado tanto que hasta nos quitaron el miedo». Y, antes, Túnez y Tharir pregonaron: «Temednos, ya no os tenemos miedo». Ya explicó Karl Polanyi esos pasajes en que la hybris mercantilizadora pugna por tomar las sociedades al asalto, pero estas se protegen siguiendo un instinto de supervivencia. En Gasteiz, a 4 de marzo de 1976.

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