Iñaki Egaña
Historiador

La banalidad del mal

Cuando en 1961 comenzó el juicio contra Adolf Eichman por el holocausto durante la Segunda Guerra mundial, la mayoría de los medios presentaron al detenido como a un monstruo. Hubo voces discordantes, sin embargo, como la de Hanna Arendt, que prefirieron analizar el sistema nazi en su conjunto y no en particularidades, para llegar a conclusiones diferentes a las generalizadas. Eichman no era un monstruo sino un simple burócrata que trataba de hacer bien su trabajo para ascender y ser mejor considerado en la estructura nazi de poder. Aunque su «burocracia» le llevase a ser uno de los pilares del genocidio.

Sobre este análisis, Arendt, que acudió al juicio en calidad de corresponsal de “The New Yorker”, escribió un libro y acuñó un concepto, el de «banalidad del mal», personas corrientes que actúan siguiendo las reglas del sistema, sin sentimiento de culpabilidad alguno sobre sus actos. La tortura, por ejemplo y según Arendt, no es considerada a partir de sus efectos, sino como una orden normalizada extendida desde estamentos superiores. La banalidad del mal.
Las experiencias y realidades posteriores parecen haber dado la razón a Arendt, que en su tiempo fue criticada por quienes consideraban que verdugos, torturadores o policías que mataban antes de preguntar, eran engendros, manzanas podridas, y no seres normales inducidos por el sistema a cometer tropelías. El Experimento de Milgram, que concluyó en el inquietante trabajo de «Los peligros de la obediencia», demostraba que infligir dolor (torturar) era relativamente sencillo si la orden procedía de una cadena de mando.

La banalización del mal ha vuelto a extenderse recientemente con los resultados parciales del estudio sobre la tortura que está abordando la Fundación Euskal Memoria. Hace unos meses, el propio Gobierno vasco avanzó los datos que prometió definitivos para fin de 2016 y ahora están congelados. Supongo que por ese matrimonio PNV-PP que se avanza para los presupuestos con el Gobierno de Madrid. Siguiendo esta tendencia de recogida de testimonios, es probable que la cifra de casos de tortura en Euskal Herria llegue en unos meses a los 6.000. De los que un 7% corresponderán a la Ertzaintza.

La tortura sistemática a los detenidos, como las infidelidades de los Borbones o la pedofilia del clero, es tema vox populi. Ni quienes la niegan con más vehemencia en público, mantienen su discurso en privado. Todos y todas sabemos que se ha torturado sin contemplaciones. Resulta sintomático el hecho de que Mikel Zabalza muriera «oficialmente» mientras huía de la Guardia Civil en Endarlatsa y frente a esa patraña se alcen decenas de voces que explican cómo sus últimos estertores lo fueron en la «bañera» del cuartel de Intxaurrondo. Nadie ha sido procesado por ello, ni siquiera imputado. Hasta en el reciente homenaje del Gobierno de Navarra a las víctimas originadas por el Estado participó su hermana, en calidad de portavoz, lo que añade ese punto de estupor a la convicción de una muerte no respaldada por el relato oficial del ministerio del Interior y los jueces de la Audiencia Nacional.

No hay necesidad de incidir en esas contradicciones porque la tortura está banalizada, asumida por un sistema en el que se han integrado aquellos que un día afirmaron ser su oposición. Cuando Amparo Arangoa y Tasio Erkizia fueron salvajemente torturados y se llegó a temer por sus vidas, la Guardia Civil señaló que abriría una investigación interna. Que concluyó con el secuestro de “Zeruko Argia”, la revista que se atrevió a publicar las fotografías de una Arangoa amoratada por la picana sufrida y con la amenaza de actuar vehementemente contra todos aquellos que denunciaran torturas.

Nadie con responsabilidades políticas en cualquiera de los estamentos que avalan al Estado español, incluidas sus delegaciones autonómicas, ha tomado el tema con la seriedad que se merece. La llamada Comisión Valech, que se constituyó en Chile para abordar los crímenes de la dictadura pinotechista, equipara las muertes por violencia del Estado, unas 3.065, con los torturados, más de 40.000.

En la cercanía, sin embargo, la tortura no tiene valor punitivo alguno, es un tema colateral que, con la excepción de las víctimas, parece no interesar más allá de su cita para quitarle valor. Una nueva victimización para el torturado que después de ser vejado, humillado, tratado de forma inhumana, debe asistir al coro del lehendakari, de su portavoz, incluso de ese fiscal superior del País Vasco que, en un ejercicio increíblemente insultante para las víctimas, por los galones del propio fiscal, se suma al relato oficial de que los malos tratos son temas triviales, «normales» en cualquier democracia.

La banalización del lehendakari autonómico, y su portavoz, acogota el tema entre dos escenarios clásicos. El de la impunidad y el de la justificación. En la primera cuestión la lectura es sencilla. Los jueces realizan un trabajo impecable, siguen un estricto protocolo con las supuestas torturas. Urkullu manda de un plumazo las denuncias de torturas, incluidas las de los relatores de la ONU, al cesto de la basura.

La segunda tiene más enjundia porque avanza cómo está dispuesto el PNV a abordar el análisis de su pasado, y en su caso la crítica. La Policía Autónoma, dice, jamás ha torturado lo que significa que más de 400 personas siguiendo algún hasta el momento desconocido protocolo se han puesto de acuerdo para mentir al unísono. Y si en algún intervalo se ha producido algún desliz, no detectado por cierto por las irreprochables autoridades judiciales, el origen está en la actividad de ETA.

Peligroso argumento que, por extensión, puede llevar a la misma conclusión, pero de signo contrario. Si la Ertzaintza ha disuelto a palos en los últimos 20 años un total de 1.300 manifestaciones, si en las mismas, y según la prensa, ha originado 2.700 heridos, si... todas esas cuestiones que ya conocen, desde la muerte de Iñigo Cabacas y Rosa Zarra a la de Juan Calvo... ¿no se justificarían los deslices contra sus agentes? Urkullu y quienes no compartimos su ideología, no podemos entrar en un debate de «tú más», sino que debemos abordar el fondo, en este caso, de una cuestión de primer orden para entender una buena parte de las coordenadas del conflicto: la tortura, su sistematización, la impunidad y, finalmente, la banalización.

Hagan una internada en Google y marquen la palabra «tortura» seguida por «vascos». Dice el buscador que tiene registradas 585.000 entradas. Aproximadamente. No es una boutade, ni una campaña coyuntural. Es, simple y rotundamente, el reflejo de un crimen sin resolver aparentemente pero del que todos, unos y otros, conocemos sus autores. Los derivados de una cadena de mando que desde el primer responsable hasta el último engranaje lo han ejecutado durante décadas. Con una normalidad que abruma, llevando finalmente a esta banalización en la que nos quieren enterrar.

La banalización del mal, tal y como la describió Arendt, no es una teoría, sino un fenómeno. No tengo capacidad ni ganas para señalar si su aplicación debería ser universal, aunque intuyo que en la cuestión de la tortura, los criterios de la filósofa alemana son válidos. La tortura ha sido un crimen enorme en el que participó muchísima gente en diferentes niveles (planificadores, organizaciones políticas, medios de comunicación, jueces, ejecutores etc.). Crímenes, en consecuencia, cometidos en masa, tanto en el recuento de víctimas como en el de los que lo cometieron. A los que añado, de cosecha personal, una reflexión de la propia Arendt: «el grado de responsabilidad se incrementa a medida que nos alejamos de la persona que usó el instrumento fatal con sus propias manos». Que son los que hoy banalizan el mal.

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