Raúl Zibechi
Periodista

La irresistible decadencia de Lula y del PT

La gravedad de la situación por la que atraviesan el Gobierno de Dilma Rousseff y el Partido de los Trabajadores (PT) puede resumirse en un solo dato: Lula está amagando convertirse en líder de la oposición y en crear un Frente Popular en el que confluyan los partidos de izquierda y los movimientos sociales para competir en las elecciones de 2018.

La popularidad de la presidenta está en el entorno del 10%, con casi un 70% de rechazos, en medio de un ajuste fiscal que barre algunas de las conquistas de los tres gobiernos de la izquierda brasileña.

Una encuesta revela que si las elecciones se realizaran en este momento, lo más seguro es que Lula no las ganara y que el nuevo presidente sería el candidato de la derecha, Aécio Neves, del Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB). ¿Cómo se explica semejante deterioro y el alarmante nivel de desprestigio del Gobierno que ya afecta al propio Lula, que puede incluso ser arrestado por las investigaciones de corrupción en la estatal Petrobras? A mi modo de ver, convergen cinco factores que explican este cambio de humor en la opinión pública brasileña.

El primero puede resumirse en el cambio del ciclo económico y el agotamiento del modelo de desarrollo implementado por el PT desde su arribo al gobierno en 2003. Durante una década se combinaron un fuerte crecimiento de las exportaciones de commodities (sobre todo soja y mineral de hierro) con una ampliación del mercado interno (por las políticas sociales y el crecimiento del salario mínimo), que generaron un ciclo virtuoso por el que ricos y pobres se vieron beneficiados.

Los elevados precios de los productos exportados a los países emergentes, sobre todo a China, generaron superávit comerciales que lubricaron el crecimiento de la producción y del consumo interno. Más de 40 millones de personas salieron de la pobreza y se incorporaron a la sociedad como nuevos consumidores, ampliando como nunca antes el mercado interno y, en paralelo, las ganancias de los empresarios. Las empresas exportadoras y las volcadas al mercado interno se vieron tan beneficiadas como las constructoras, por las grandes obras de infraestructura impulsadas por los gobiernos del PT.

La segunda cuestión es el ajuste fiscal que impone el segundo Gobierno de Rousseff, borrando de un plumazo las promesas hechas durante la campaña electoral. El cambio de ciclo económico comenzado con la crisis de 2008, pero profundizado con la caída de los precios de las commodities a partir de 2014, el enfriamiento de las economías emergentes y una creciente ofensiva del capital financiero, cortaron aquel ciclo virtuoso por el que todos ganaban. El apoyo empresarial a los gobiernos petistas se trasmutó en distancia, primero, y hostigamiento después.

Aparecieron déficits comerciales y fiscales, que se pretenden solventar con un duro ajuste que, por si fuera poco, fue encargado a un ministro de Economía reclutado en lo más granado del mundo financiero. En efecto, el economista Joaquim Levy integró los cuadros directivos del FMI entre 1992 y 1999, fue vicepresidente del Banco Interamericano de Desarrollo, trabajó como economista visitante en el Banco Central Europeo entre 1999 y 2000, participó en el Gobierno neoliberal de Fernando Henrique Cardoso como economista-jefe del Ministerio de Planeación, Presupuesto y Gestión y, finalmente, fue gerente de una división de Bradesco, uno de los más importantes bancos privados de Brasil. Después de doce años de gobierno, el PT implementa un ajuste neoliberal de la mano de un ministro con semejante trayectoria.

El tercer problema es la corrupción. Según las investigaciones del Ministerio Público, en la estatal Petrobras fueron desviados entre 2 y 3 mil millones de euros en diez años, todos bajo las gestiones del PT, que nombra a los presidentes de la empresa petrolera. Del esquema de corrupción se beneficiaron varios partidos, incluido el de Lula, y varias empresas, muy en particular las grandes constructoras privadas que tienen millonarios contratos con Petrobras.

Cuando el 19 de junio fue detenido Marcelo Odebrecht, presidente de la mayor constructora brasileña y una de las mayores del mundo, se encendieron las luces rojas en el PT, ya que durante años fue una de las principales financiadoras de sus campañas presidenciales, junto a las demás constructoras (Andrade Gutiérrez, Camargo Correa, OAS, Mendes Junior), que también tienen altos ejecutivos en prisión.

Odebrecht tiene 180.000 empleados en el mundo. Andrade Gutiérrez supera los 220.000. Ellas fueron la base empresarial del proyecto armado por Lula. Son empresas familiares nacidas durante el desarrollismo, que crecieron por las obras públicas y luego se expandieron hacia Sudamérica y más tarde a todo el mundo. Además, Odebrecht forma parte del selecto grupo que integra el complejo industrial-militar impulsado por el PT. Las constructoras, la propia Petrobras, la minera Vale, las cárnicas y las siderúrgicas son el corazón del proyecto de desarrollo de Brasil como nación independiente.

El cuarto factor que modificó la situación de Brasil, y el más decisivo, es la oleada de movilizaciones de junio de 2013. Fue la irrupción masiva de millones de jóvenes que durante un mes ganaron las calles en 350 ciudades reclamando mejores servicios (sobre todo un transporte de calidad y con precios razonables). Reclamaban contra la desigualdad, evidente en unos servicios públicos de pésima calidad como la sanidad, el transporte y la educación. También protestaban contra las faraónicas obras para el Mundial de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016 en Río de Janeiro, construidas por las mismas empresas que ahora tienen a sus gerentes presos.

Este es el aspecto central de la crisis del PT y de su Gobierno. El llamado «consenso lulista» (o lulismo a secas) se asentaba en la paz entre clases en uno de los países más desiguales y violentos del mundo. Semejante «milagro» fue posible durante el crecimiento de la economía que permitió mejorar la vida de los más pobres sin tocar los privilegios, o sea sin realizar reformas estructurales, como las reformas agraria y tributaria. Pero la respuesta fue represión policial y ajuste fiscal.

Por último, está la parálisis de la izquierda, de sus intelectuales y dirigentes. Cuando Lula dijo en el reciente congreso del PT que se ha perdido la mística, que «hoy solo se piensa en el cargo, en el empleo» y que «ya nadie trabaja de forma militante», estaba repitiendo exactamente lo mismo que vienen diciendo los que abandonaron el partido por la izquierda en los doce últimos años. Una realidad de la que Lula es más responsable que nadie.

Pero lo que refleja de modo más alarmante la situación es la pobreza analítica de los intelectuales oficialistas. Todo su discurso se limita a culpar a los grandes medios y a la derecha de estar gestando un golpe contra el Gobierno y de ser los responsables del desprestigio del PT. Revelan falta de imaginación, al acusar a quienes protestan de hacerle el juego a la derecha; y doble discurso, al no hablar de la corrupción, que es una de las razones del rechazo de la población al Gobierno.

Estamos ante un fin de ciclo, un viraje regional. Partidos de izquierda como el PT se han vuelto conservadores ante la aparición de nuevos movimientos y ya no están siendo capaces de atraer a los sectores más activos y críticos. Las iglesias evangélicas, con sus discursos derechistas, pueden atraer a una parte considerable de la vieja izquierda en decadencia. Solo una nueva izquierda, nacida abajo y en las calles, puede disputar la crisis del lulismo.

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