Francisco Louça
Economista

Macromanía

Él es el hombre que Europa necesita, él es el hombre de la sociedad con Alemania, él es el hombre de las soluciones. ¿Será así?

La macromanía es uno de los juegos más demostrativos de la meteorología política europea. Hace unas semanas los euro-constitucionalistas anunciaban una catástrofe inminente y se declaraban sin medios para conjurar: en pocos días, o en pocas semanas, según las versiones, la UE entraría en su derrota moral o en el abismo sin retorno, siendo irreversible el «desmoronamiento» y las «crisis sofocantes». Ahora, bastó un desfile solemne en los Campos Elíseos en el día de la toma de la Bastilla, al lado de Trump y Merkel, y tenemos nuevamente la redención a la vista.

Desde la victoria electoral de Macron en Francia, ese discurso salvador fue relanzado con un alivio indisimulado. Maria João Rodrigues, una europeísta experta, anunciaba en el "Expresso" que «finalmente –luego de ocho años– surge alguna luz al final del túnel de la zona euro», y retomaba el menú ya conocido, hay que completar la Unión Bancaria. Aquí en "Público", un escritor austríaco, Robert Menasse, explicaba cómo fue crítico de la Unión y se convirtió, gustoso, comprendiendo que es necesario matar la democracia nacional para que exista un orden europeo. Todo ese triunfalismo e incluso el atrevimiento vienen de la victoria de Macron.

Él es el hombre que Europa necesita, él es el hombre de la sociedad con Alemania, él es el hombre de las soluciones. ¿Será así? Permítanme la desconfianza, es que ya me dieron ese golpe, con Hollande fue exactamente este guion. ¿Ahora habrá un resultado diferente?

Responde (Francisco) Assis que sí: él «se impone categóricamente por el coraje con que afirma, entre otras cosas, sus posturas por-europeístas y su voluntad de romper con los anquilosados reflejos corporativos que casi paralizan a la sociedad francesa». Pero agrega luego que Macron tiene una «cierta tendencia a la exaltación de un populismo tecnocrático y la constante manifestación de un narcisismo adánico, que generan un sentimiento algo repugnante».
¿Algo repugnante? Ver a Macron desfilar entre gendarmes con la espada desenvainada en Versalles y hablar de la «grandeza» de Francia es únicamente banal. Lo que más revelador es el contorsionismo político de un hombre que hace dos años explicaba que lo que falta en Francia «es la figura del rey. Cuya muerte creo que, fundamentalmente, el pueblo francés no deseaba» (¡es realmente a Luis XVI que se refiere!) y que se lanza ahora en el proyecto de remodelación de las relaciones sociales, que la derecha siempre temió promover o que le faltaban fuerzas para imponer.

Una y otra, la figuración presidencial en el registro monárquico de parte de alguien que se hace llamar «Júpiter» entre los funcionarios del Palacio, y la ambición de destrozar la contratación colectiva y a la organización sindical, imponiendo una negociación en la empresa donde los trabajadores son más vulnerables, revelan una forma de gobernar: cesarista y autoritaria.

Resultando de un saldo electoral tan magro, pues los votos de confianza a Macron fueron el 24% en la primera vuelta de las presidenciales y luego cerca del 30% en la primera vuelta de las legislativas (con más de la mitad de abstenciones), estas victorias le otorgan una pobre supremacía institucional, con dos tercios del Parlamento, gracias a la artimaña del sistema electoral. Pero no le dieron la supremacía social. Un desfile no resuelve Francia.

Ni Europa, ahora.

Macron prometía un nuevo ministro de Finanzas y un Presupuesto europeo, todo armado por acuerdos en cada país a partir del próximo enero. Ministro tal vez consiga para habituar a la idea de un gobierno europeo, pero ese será un instrumento de mayor divergencia. Todo el resto es entretenimiento, si no fuere, como anunció el pomposo Menassem, para matar las democracias en Europa.

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