Arde la península en un desastre nada natural

Una cuarentena de personas –según los datos de anoche– ha fallecido en los incendios que estos días están arrasando el noroeste de la península ibérica. Una tragedia que recuerda la que ocurrió en Portugal hace escasamente cuatro meses y que dejó miles de hectáreas quemadas y 64 personas muertas. El fuego ha dejado imágenes sobrecogedoras de la lucha protagonizada por los vecinos que con cubos intentaban salvar sus propiedades.

Como en todas las catástrofes similares, los políticos tratan, sobre todo, de limitar su responsabilidad. Así, el presidente de Galicia, Alberto Núñez Feijóo, atribuyó los fuegos a acciones intencionadas y habló de terrorismo incendiario. Una razón eternamente repetida pero que, sin embargo, cada vez más parece una excusa. Así lo certifican los datos de la Fiscalía gallega de Medio Ambiente, que apuntan a que solamente llega a juicio uno de cada siete expedientes y que, además, la mayoría de las sentencias corresponden a la quema de rastrojeras sin permiso.

La fatalidad es otra imagen a la que recurren las instituciones. Las circunstancias adversas –la sequía, el viento, los incendios en Portugal– se apuntan como origen del desastre. No se alude, sin embargo, a otras causas –abandono de la agricultura y la ganadería, despoblamiento del medio rural y monocultivos de especies como el eucalipto– que provocan que cualquier incendio se convierta en una catástrofe. Los montes se han transformado en un almacén de celulosa para la industria del papel.

Los geólogos hablan de la actual época como antropoceno por el impacto de la actividad humana sobre la tierra, pero los políticos eluden este punto de vista que coloca las políticas públicas en el centro de la prevención de los incendios forestales. El triángulo del eucalipto de la península arde como una antorcha arrasando montes, amenazando pueblos y segando vidas humanas en un desastre que nada tiene de natural.

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