Ramón SOLA
Gasteiz

El lehendakari que mira hacia abajo

En una época en que la política deviene en puro efectismo, cuando no en teatro histriónico (acaba de volver Aznar a escena para recordárnoslo), lo primero que llama la atención de Iñigo Urkullu es la cantidad de tiempo que pasa mirando al papel. Esa cabeza baja no es mero tic postural, sino metáfora de la falta de ambición. El problema no es que sea «previsible», de lo que ha presumido en su discurso, sino que no va a ningún sitio nuevo. Y eso no cuadra con lo que se espera de un lehendakari, «quien ejerce de primero».

Ramón Sola
Ramón Sola

Entre ir o quedarse, entre apostar o conservar, entre la altura de miras o la perspectiva corta, Urkullu siempre ha optado por lo segundo y hoy no iba a ser una excepción.

Cita el Nuevo Estatus pero por delante pone la demanda de completar las 37 transferencias pendientes del actual (ese que se aprobó cuando el lehendakari tenía 18 años y solo él parece creer que algún día se cumplirá).

Certifica y saluda el fin de ETA, pero de un lehendakari no se espera que sea notario sino artífice (Jean-René Etchegaray mostró que es posible).

En Catalunya apuesta por «procesos de distensión y diálogo», pero sin exigir el reconocimiento del derecho a decidir eso suena a volver al punto cero, al aquí no ha pasado nada. Sobre las pensiones, Urkullu habla del Pacto de Toledo, no de qué y cómo puede hacer su gobierno para ayudar a esas personas.

Es difícil no evocar aquellos plenos de política general de hace quince años, cargados de expectación y con impacto real. Juan José Ibarretxe no levantaba la cabeza del papel mucho más tiempo que Urkullu, pero sí miraba más hacia arriba.

Hay una diferencia sustancial, de grado, entre un lehendakari que impulsa un nuevo estatus, al menos para llevarlo hasta el Congreso, y otro que deja a los partidos hacer y se queda de árbitro.

El modo en que languidecen estas sesiones anuales en que el protagonismo recae tanto sobre el jefe de Gobierno no tiene que ver con cómo es, sino con qué anuncia.

Urkullu hace del miedo un valor: «Las frustraciones nunca se sabe como acaban», traslada a Pedro Sánchez para pedirle competencias. Esa actitud inhibe al país y le inhibe a sí mismo.

No es por incapacidad, es por estrategia. Lo presenta incluso como una virtud: «Cabe decir que el Gobierno Vasco es previsible, sí, sin problema», ha indicado en un punto de su discurso. Pero el problema –sobre todo si eres lehendakari– no es ser previsible, sino no querer ir a ningún sitio diferente al que se está.