Gotzon Aranburu

Vascos en Australia

La fotografía impresiona. La cubierta y los dos niveles superiores del buque están llenos a rebosar de jóvenes, algunos con txapela, muchos con la mirada seria, todos varones. Es 1958 y son emigrantes vascos embarcados en el «Toscana» con rumbo a Australia.

Imgaen de un reencuentro muy especial.
Imgaen de un reencuentro muy especial.

La icónica fotografía de cientos de emigrantes vascos con rumbo a Australia embarcados en el «Toscana» sigue impresionando. Fue captada en 1958 y se ha vuelto a poner de actualidad una realidad prácticamente desconocida, la de los cerca de 2.500 vascos y vascas que emigraron a las antípodas en la primera mitad del siglo pasado y se ganaron la vida en condiciones extremadamente duras.

‘‘Operación Canguro”, “Operación Eucaliptus”, “Operación Emú”, “Operación Karry” y “Operación Torres”. Así fueron bautizadas las cinco mayores operaciones de salida desde Euskal Herria hacia Australia, registradas entre 1958 y 1960. En las dos primeras se contaban cerca de 160 hombres por viaje; en la tercera, el buque “Monte Udala” se llevó a más de cuatrocientas personas, entre ellas 55 parejas, 77 niños y 214 chicos jóvenes. Eran mayoritariamente vizcainos, junto a navarros y guipuzcoanos, más alguno de Santander y Burgos. En cuanto a la procedencia concreta, fue la zona de Gernika, Kortezubi, Arteaga, Aulestia, Markina, Ondarroa, Lekeitio, Natxitua, Ereño… la que más emigrantes aportó.

En las décadas de 1950 y 1960, Australia buscaba mano de obra. En su piso de Bilbo, Amaia Urberuaga nos cuenta que su abuelo, el lekeitiarra Pascual Badiola, partió hacia Australia en torno a 1920. Una hija suya, Miren, conoció a Alberto Urberuaga durante una visita a Euskal Herria; se enamoraron y volvieron juntos a esta país de Oceanía en cuanto el joven terminó la carrera de veterinaria. Algunos años más tarde, Alberto ya plenamente instalado, fue contratado para reclutar trabajadores en Euskal Herria. Ya desde mucho antes era habitual emigrar, preferentemente a América, pues era frecuente que en cada caserío hubiera ocho, diez hijos o más, y no había forma humana de alimentar tantas bocas. «No se notaba mucho, no se producía una despoblación ni nada por el estilo», afirma Amaia. Lo habitual era que si marchaba un hermano detrás fuera otro u otros. El ondarrutarra Loren Arkotxa, por ejemplo, ya tenía dos hermanas y dos hermanos en Australia cuando él arribó.

Entre cañas de azúcar y plantas de tabaco

Uno de los primeros vascos en llegar a Australia a finales del siglo XIX fue el bilbaino Bonifacio Zurbano, que lo hizo en 1865. En 1876 arribó Augusto Manterola, también bilbaino. Poco después apareció en Queensland un donostiarra, Jose Loinaz. Todos ellos trabajaron en los oficios más variados, desde la calderería hasta la pesca. Se cree que el primero procedente de la costa vizcaina fue Aniceto Mentxaka, que llegó a Sidney con 18 años, en 1907.

Sería Aniceto el pionero vasco del corte de caña de azúcar, labor que habían empezado a realizar los kanaks nativos, luego emigrantes catalanes, después italianos y posteriormente vascos. Consta que en 1910 Andrés Ugarte estaba lo suficientemente establecido en Innisfail como para recomendar viajar a sus hermanos Anastasio, Juan y Eloy, de entre 19 y 23 años. A partir de entonces apellidos como Balanzategi, Badiola o Elortegi se hacen habituales en las antípodas, así como su enrolamiento en la compañía azucarera Victoria Sugar Mill. El abuelo de Amaia llegó hacia 1920 y sus hermanos un par de años más tarde. «En aquel entonces para la gente joven Australia era una aventura», indica Amaia.

Entre los jóvenes que emigraron se encontraba Benigno Azkue, “Beni”, de Laukiz. «Yo me fui sobre todo por no hacer la mili, no tenía ganas de servir a Franco. Mi hermano ya estaba allí, también varios amigos. Tenía 19 años cuando cogí el avión, a los pocos meses cumpliría 20 y entraría en caja (trámite previo al servicio militar), por lo que tuve que darme prisa. Mi hermano me pagó la travesía en barco, pero las fechas se me vinieron encima y le mandé un telegrama, diciéndole que recuperara el dinero, porque finalmente iría en avión. Cuando llegué a Australia, el primer día lo pasé en la cárcel de Townsville, porque no tenía donde dormir, el segundo llegué a la granja de los Mendiolea, y el tercero ya me encontré con mi hermano, que trabajaba en la recogida del tabaco. Llegué a la granja a las diez de la noche y a las cinco de la mañana siguiente ya estaba recolectando hojas de tabaco a destajo».

Beni tuvo que adaptarse rápido a aquel trabajo, que lógicamente no había conocido en su caserío de Laukiz. Bajo un sol abrasador y con la presión de saber que los últimos en acabar el trabajo eran los primeros en ser despedidos. Por si fuera poco, la primera noche en el barracón también fue un infierno, con los mosquitos a la caza del hombre. Sus compañeros, ya experimentados, rodeaban el catre con una mosquitera, pero Beni carecía de tal artilugio y trató de protegerse con la manta: «No había manera: con la manta me asfixiaba y sin ella me machacaban los mosquitos», recuerda ahora sonriente.

La jornada del recolector de tabaco no se medía en horas, sino en trabajo realizado. Esto es, había que recoger una cantidad determinada, la que cupiera en el tractor o el camión, y ahí terminaba la jornada. Luego otros trabajadores ataban las hojas en fardos y así empezaba la siguiente fase del proceso, la del procesado del tabaco.

Eso sí, convenía iniciar la jornada lo antes posible, para evitar las horas de calor más asfixiante: «En invierno hace de 20 a 30 grados, y en verano sobre los 40», subraya Beni. Sus manos, todavía curtidas y fuertes, muestran lo mucho que tuvo que afanarse para salir adelante en aquellas lejanas tierras. Su hija Jugatx bromea: «Esas manazas… Cuando se enfadaba conmigo procuraba alejarme antes de llevarme alguna torta». Jugatx nos cuenta que en la cabaña era frecuente que aparecieran serpientes enroscadas en las vigas y hasta sapos instalados confortablemente en la cafetera.

No había fin de semana libre: mientras hubiera tabaco que recoger, se recogía, fuera lunes o domingo. Y tampoco muchas diversiones a mano. El tiempo de asueto lo pasaban principalmente en el bar del hotel local, donde se reunían los vascos de la zona para beber cerveza y jugar al mus. También había ocasión para el levantamiento de piedras, el txinga erute o la sokatira. Y claro, cuando se celebraba una boda, todos los vascos de los contornos se apuntaban a la fiesta. «Ganar sí se ganaba, pero ya sabes que ningún trabajador se ha enriquecido con sus manos. Hombre, si no salías nada, ni echabas un trago, si gastabas solo en comida… pues sí ahorrabas algo» indica Beni.

Su novia, Rosi Azkue, llegó a Australia dos años más tarde. Se casaron y su nuevo hogar sería el barracón en que vivía Beni con su hermano y otros tres vizcainos, dos de Bakio y uno de Urduliz. Rosi sacó el carnet de conducir sin saber inglés, con su marido haciendo de traductor en el examen de teórica. En realidad, algo más que traductor, pues parece ser que “adornaba” bastante las respuestas de su mujer en euskara al traducírselas al inglés al examinador.

Pronto llegaron los hijos y con ello una preocupación para el matrimonio, que no dejaba de añorar Euskal Herria.

Beni llevaba ya diez años en Australia y Rosi ocho cuando decidieron volver a Bizkaia. Habían comprobado con sus propios ojos que una vez que los hijos alcanzaban la adolescencia, a los 14 o 15 años, se sentían totalmente australianos y resultaba muy difícil regresar a la tierra natal de los padres. De ahí que los Azkue, cuando su hijo contaba todavía 7 años, hicieran el viaje de vuelta: «No lo dudamos. Somos vascos y como Euskal Herria no hay nada en el mundo», remata Beni con un expresivo gesto de las manos.

Mujeres en las antípodas

Cuando los vascos emigrados tenían la oportunidad de volver de vacaciones a su tierra aprovechaban, en muchos casos, para buscar novia. Si había suerte, volverían con ella a Australia y la nueva pareja iniciaría allí su vida en común. En este punto hay que resaltar el papel fundamental que jugaron las mujeres en la comunidad vasca de las antípodas. Ciertamente, el marido trabajaba duro en la caña de azúcar, el tabaco, la fruta, la madera o la construcción, pero era la esposa las que preparaba la comida para los cuatro, cinco o más hombres que vivían en el barracón al que los había asignado el dueño de la granja, lavaba su ropa, hacía sus camas...

Era como regentar una pensión pero en tierra extraña, muchas veces en casas aisladas, muy alejadas de la ciudad, y cuidando además de los hijos que iban llegando. Amaia recuerda cómo su abuela preparaba el hamaiketako para los hombres que trabajaban en el campo y les llevaba el agua y los bocadillos en una cesta, caminando su buena distancia, para que apagaran la sed y repusieran fuerzas.

Hubo incluso expediciones de mujeres con destino a Australia, organizadas por la Iglesia católica. Es el caso del “Plan Marta” que, como cuenta la historiadora Gloria Totoricagüena en su libro “Urazandi”, fue iniciativa australiana. Muchas chicas solteras partieron hacia allí después de recibir un curso acelerado de inglés en Madrid. En algunos casos, les esperaban en el aeropuerto mujeres australianas que iban seleccionando a las vascas que les interesaban como criadas.

También acudían a recibirlas los vascos de la zona, y en no pocos casos ya antes de abandonar la terminal se habían formado parejas que acabarían en matrimonio. Totoricagüena apunta que para muchas de aquellas mujeres, que en Euskal Herria difícilmente habrían podido trabajar más que en labores domésticas o en la agricultura, Australia significó la oportunidad de acceder a oficios y empleos mucho mejor remunerados, sobre todo si conseguían un cierto dominio del inglés.

Se calcula que unos 2.500 vascos emigraron a Australia hasta los años 60 del pasado siglo, y la mayoría de ellos ha terminado volviendo. Ello tiene reflejo, por ejemplo, en las Euskal Etxeak o clubes vascos. Según Amaia Urberuaga, de las dos Euskal Etxeak activas, la de Sidney y la de Queensland, la primera prácticamente se nutre de emigrantes de nueva ola, aquellos que marcharon mayoritariamente en la década de 1980 a causa de la crisis económica, atendiendo a ofertas de trabajo que se recibieron en las fábricas vascas. El club de Queensland reúne todavía a las “antiguas familias”, pero sobre todo a sus miembros mayores, «pues los hijos y nietos se han integrado totalmente en la sociedad australiana, y hay muchas familias jóvenes vasco-italianas, vasco-griegas… De hecho, muy pocos conservan el euskara».

Lo cierto es que, fruto de años de duro trabajo, bastantes familias vascas de las que decidieron asentarse en Australia llegaron a ahorrar el dinero suficiente como para convertirse en propietarios de fincas azucareras. Entre ellos, Amaia cita en Inngham a los Gabiola, Mendiolea, Erkiaga o Balanzategi.

Prácticamente nadie emigró con la intención de quedarse definitivamente allí. «El vasco siempre quiere volver a casa» sentencia Amaia, aunque esa decisión tiene en ocasiones un coste, como en el caso de su propia familia: «Mi padre se casó con una chica que ya era australiana, aunque de padres vascos, y cuando volvimos ama nunca se adaptó al modo de vida de aquí. Para ella vivir en un piso era como estar encerrada en una caja, cuando allí, en Australia, salía de casa y ya estaba en el jardín regando las flores, cogiendo una naranja del árbol, caminando descalza…».

Vocabulario vasco-australiano

La cuestión del idioma constituía una de las mayores dificultades para los vascos recién arribados. Beni recuerda que, cuando cogió el taxi en el aeropuerto de aquel país que pisaba por primera vez, contestó en euskara al conductor, con lo cual la conversación no se alargó mucho, lógicamente. Luego, ya en la farma (adaptación euskaldun del término ingles farm, granja) la situación mejoró, pues sus compañeros eran vascos o italianos, y para entenderse mínimamente con estos últimos el castellano servía. Sin embargo, Beni, como todos los emigrantes, tenía que practicar distintos oficios a lo largo del año, pues el trabajo en la caña de azúcar o el tabaco era de temporada, por lo que los meses restantes buscaban empleo en la construcción, en minas o en sector forestal. Y fue en el bosque, donde el inglés era el único idioma de comunicación, donde lo aprendió mientras talaba troncos.

Igual que farma, otra serie de palabras curiosas entraron a formar parte del vocabulario cotidiano de los vasco-australianos. Building (edificio, en inglés), pasó a ser bildiña, iban a hacer las compras xopera, a echar las cartas postofizera, vestían los domingos la xingaleta blanca y los días de labor la azul marino (de singlet, camiseta), cerraban los prados con la fenza (de fence, cerca)… «Cuando volví a Lekeitio y decía ‘xopera noa ogia erostera’ en casa me miraban como diciendo ‘¡esta chica, qué raro habla!’, pero es que denda yo no lo había aprendido», recuerda Amaia.

La política fue un campo en el que muy pocos vascos mostraron interés en su día en Australia. Tampoco hoy en día sus descendientes. Hay un alcalde, Ramon Jaio, que accedió al puesto en las elecciones de 2016 en Ingham, localidad de algo más de cuatro mil habitantes, con importante presencia vasca. Según el blog https://interpretinginghamhistory.blogspot.com: «Como quiera que la comunidad vasco-española más numerosa de Australia es la de Queensland, probablemente él es el primer alcalde de origen vasco-español de Queensland, y posiblemente de toda Australia».

Una encuesta realizada por la profesora Totoricagüena sobre las preferencias políticas, en relación a Euskal Herria, de los vascos residentes en Australia, arrojó el dato de que prácticamente la mitad «no conocía la política vasca lo suficiente como para pronunciarse», el 18% se mantenía «ajeno a propósito de la política vasca», un 15% apoyaba al PNV, y un 14% a Herri Batasuna.

¿De dónde se sentían los vascos de Australia? Depende. Quienes habían partido de Euskal Herria se consideraban vascos, o vasco-australianos. Quienes nacieron allí de padres vascos, en gran medida se sienten australianos antes o a la par que vascos. Es el caso de Amaia Urberuaga, que pisó Euskal Herria por primera vez con 17 años, para instalarse definitivamente en 2011, después de recorrer el continente australiano durante seis años en una furgoneta. «A mí Australia me tira muchísimo. Es que donde uno nace… Aita llevaba 40 años en Australia y nunca dejó de ser euskaldun; yo le decía: ‘Aita, yo llevo cuarenta años en Euskadi pero nunca dejaré de ser australiana’».

Amaia es una de las fundadoras de Euskal Australiar Alkartea, asociación que busca recoger testimonios de vasco-australianos y reunirlos en un libro. «No queremos un libro académico, sino que recoja vivencias y anécdotas. Y muchas fotos», señala Jugatx Azkue, también miembro de EAA. Ya han celebrado una comida en Gernika en la que se dieron cita 200 ex emigrantes y familiares que aprovecharon para recordar viejos tiempos y aportar datos para documentar el libro. Y empiezan a soñar con un viaje a las antípodas…

La emigración vasca a Australia comenzó a decaer con la introducción de la maquinaria en las labores del campo, en las décadas de 1960-1970. Frente a la mecanización, de poco valía el prestigio de los vascos como trabajadores fuertes e incansables. Además, y como ocurriera en América, los trabajos más duros pasaron a manos de nuevas oleadas de inmigrantes: latinoamericanos, en el caso de los pastores vascos de Idaho o de Nevada; asiáticos, en el caso de Australia. Eso sí, los que quedan festejan sin falta a San Ignacio el 31 de julio, y pueden jactarse de ser los primeros vascos en celebrar el Aberri Eguna cada año, por obra y gracia de la diferencia horaria.