Alberto Pradilla
Alberto Pradilla

¿Gracias por no pegar demasiado?

Las redadas de la Guardia Civil han significado en Euskal Herria una siniestra rutina. Desde el primer instante de la irrupción nocturna en un domicilio hasta la infame espera frente a Río Frío, el punto de encuentro junto a la antigua sede de la Audiencia Nacional, miles de personas han compartido la angustia de ver cómo corrían las horas, los minutos y los segundos sin saber qué estaba ocurriendo con esa persona querida. Ese terrible momento en el cual, en medio de la desazón generalizada, uno se para un instante, piensa en su amiga, padre, hermana, novio o colega y, con un nudo en la garganta, se pregunta cómo se encontrará en ese preciso instante. Qué podrían estar haciéndole justo ahora, mientras revuelves al azucar en el café. Cómo le tendrán. Qué pasará por su cabeza. Si podrá dormir, estará obligada a hacer flexiones, le habrán aplicado la bolsa o habrá "tenido suerte" y se habrán limitado a amenazarle. Todos conocemos ese momento. No tiene por qué tratarse de una persona especialmente cercana. En este país existe un sentimiento colectivo por el cual nos duele cada uno de los ciudadanos vascos (especialmente, si son de «los nuestros»). Por eso, nos visualizamos a nostros mismos intentando pensar en otra cosa y tratando de esquivar, siempre en silencio y mentalmente, los pensamientos sobre alguno de los terribles relatos de las penurias sufridas por cientos de detenidos. Por mucho que sepamos qué ocurre en ese lugar donde la Justicia sale corriendo por algun ventanuco, por temor a lo que pudiera ocurrirle, verbalizar siempre supone ahondar en la herida. Así que, sin pronunciar una palabra, todos rumiamos nuestros miedos.

Teniendo en cuenta los antecedentes, somos miles los que hemos reflexionado sobre ello en algún momento de las últimas 72 horas. Exactamente, desde que la Guardia Civil se llevó a Jon Lizarribar y Rubén Gelbentzu de sus viviendas de Urnieta y Andoain. Como un elefante rosa en una habitación, la gran pregunta era: ¿qué estará ocurriendo ahora mismo en los siniestros calabozos? Ha transcurrido más de un año desde que Iñaki Igerategi e Inaxio Otaño denunciaron torturas. ¿Seguirá la Guardia Civil empleando sus métodos habituales? Recientemente, Torturaren Aurkako Taldea apuntó a que había transcurrido más de un año sin que ciudadanos vascos denunciasen torturas. Una esperanza para quienes nos hemos acostumbrado (no, no es cierto, no puedes acostumbrarte, pero es una forma de hablar) a escuchar testimonios espeluznantes. ¿Volverían a poner el contador a cero los especialistas en barbarie e impunidad?

Llega el momento del relato, del hecho concreto, que es cuando se levanta la incomunicación, y estoy seguro de que muchas personas sintieron una especie de extraño alivio al saber que, en esta ocasión, ninguno de los dos detenidos se encontraba hospitalizado. Algo así como "podría ser peor". Y uno para un segundo y se pregunta, con rabia, enfadado consigo mismo. ¿Hasta dónde ha llegado al perversidad en este país para que pueda llegar a plantearme eso? ¿Tenemos que estar agradecidos de que no hayáis violado esta vez? ¿De que se ha golpeado pero no hasta que alguien pierda el conocimiento? ¿De que no les habéis practicado todos los tormentos de los que sois capaces? ¡No y mil veces no! Ni las amenazas, ni las presiones, ni uno solo de los golpes puede ser asumido como algo normal. Una vez escuché a un periodista cómo relataba que un guardia civil le había dicho, riéndose, "de aquí (comisaría) no se va nadie sin un buen par de hostias". Eso es intolerable. Que los agentes bromeasen con al «aburrimiento» de tener arrestados sin poder zumbarles o llegasen a asegurar que parecían «franceses» supera todos los niveles de indecencia. Claro, que todo vale, cuando apenas 24 horas después de que salgan a la luz estos testimonios aparece el ministro español del Interior y, sacando pecho en plan sargento chusquero, repite esa retahíla de que las FSE «respetan los derechos humanos» haciéndose el ofendido ante todas las evidencias. Denuncias y condenas que, recordemos, les han llegado desde todas y cada una de las instancias internacionales, desde la ONU hasta el Consejo Europeo, que pueden emitir su opinión sobre esta materia.

Nunca podrá ser noticia que no se maltrate «tanto» o que no se hayan superado los límites de la atrocidad. El otro día, charlando con el forense Paco Etxeberria, este me recordaba que la tortura, es decir, un ser humano causando dolor a otro consciente y voluntariamente, era la práctica que más le horrorizaba. En este país se ha repetido con tanta frecuencia que da la sensación de que estemos necesitados de una terapia colectiva. El primer paso, sin lugar a dudas, es que los torturadores no disfruten de la obscena impunidad con la que se han paseado hasta el momento. 


 

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