Alberto Pradilla
Alberto Pradilla

Lo «normal» como gran victoria del 15M

La izquierda «magufa» conspiranoica, aquella que, tras cualquier movimiento que no sea el minoritario de siempre, observa el largo tentáculo de la CIA paralizando esa revolución que estaba a punto de estallar, acogió el 15M con la condescendencia habitual. Cuando digo la CIA, me refiero al Ibex 35, el CNI, los poderes fácticos, George Soros. En definitiva, «ellos», esos hombres poderosos y siempre alerta que juegan con nosotros como si fuésemos peones de ajedrez y que, de ser válida esa teoría, convertiría nuestra existencia en caminar predeterminado y sin posibilidad de elección. Algo de eso hay, y algo de razón tenían al observar, horrorizados, esa ideología «naif» que se impuso en las plazas durante aquellos primeros días: una especie de «antipolítica» inocente que lo mismo llamaba a los policías a sumarse a las protestas que protestaba por una pancarta feminista ya que «la revolución no es cuestión de géneros». Lo definieron bien los «Lehendakaris Lendakaris muertos»: «la Policía pega, los banqueros nos roban, años de universidad y me acabo de enterar». La tontería se le quitaría a cualquier ciudadano de un porrazo la próxima vez que intentase parar un desahucio y viese cómo ese hermano con uniforme castigase sus costillas para poder expulsar de su casa a un pobre infeliz. La prueba empírica suele ser la mejor forma de acercarse al conocimiento.

Quizás lo que más pilló a contrapié a esa izquierda que no había logrado trascender más allá del ghetto fue encontrarse, cara a cara, con «gente normal». Gente, por cierto, a la que había exigido que se sumase a las reivindicaciones con la siempre útil fórmula de emplazarles a gritos, señalarles y tildarles de «alienados». Tipos y tipas que se habían comido con patatas todo el ideario de la Cultura de la Transición, el «esfuérzate y llegarás lejos», el tocomocho de las hipotecas y, tras años de ignorar al pepito Grillo izquierdista, se sumaban a la indignación admitiendo implícitamente que habían sido víctimas de una estafa pero sin entregarse a la consigna cansina y repetitiva. «A buenas horas, mangas verdes», pensaba la izquierda, dividida entre quien se contrariaba por personas sin pedigrí revolucionario que encabezaban marchas masivas y por los que consideraban que todo formaba parte de una «performance» orquestada por «los malos».

Sí, a mí también me irritaba, en mi bagaje hiperpolitizado, el infantilismo ciudadano. Sí, hubiese deseado que no se hiciese tabla rasa, no comprobar en primera persona aquella soberbia del recién llegado, de quien consideraba que había inventado la rueda. Las cosas no siempre ocurren como uno anhela. Con el paso del tiempo, me he sumado a quienes entendieron que toda esa «gente normal» era lo mejor que le podía ocurrir a cualquier movimiento que pretendiese transformar el plácido discurrir del régimen del 78 en el Estado, convertido en tótem intocable salvo en la irredenta Euskal Herria y, en menor medida, en Catalunya, donde el «procés» calentaba motores. Sí, todos somos «gente normal», pero algunos más normales que otros. Quizás la gran victoria del 15M esté en el discurso, en la aceptación de «qué es normal». El propio PP ha tenido que disfrazarse y asegurar que le preocupan los desahucios, el «establishment» en pleno asegura que lo que antaño era intocable ahora tiene que remodelarse, aunque sea para que siga igual, según sus intereses. Hasta la tercera fuerza política en el Estado, que reivindica un profundo nacionalismo español, defiende el derecho a decidir en Catalunya o Euskal Herria. ¿Alguien creía hace cinco años que esto sería posible? 

Es cierto que en los últimos cuatro años de mayoría absoluta del PP la repolitización ciudadana ha logrado escasas victorias, ejemplificadas en el movimiento feminista y la contrarreforma del aborto de Alberto Ruiz Gallardón. También pequeños triunfos locales, con la épica de la PAH a la cabeza. Rodeamos el Congreso pero no asaltamos la Bastilla. Y el turnismo español siguió vivo, aunque gravemente herido y deslegitimado. Y las calles se vaciaron, pensando que la vía parlamentaria era la más efectiva y olvidando que, sin una sociedad en marcha, el Boletín Oficial del Estado no es suficiente para transformaciones profundas. Sin embargo, no se puede obviar lo avanzado. Porque cambiar qué es lo «normal» es la gran victoria del 15M.

 

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