IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Higiene emocional

Esta mañana me he dado una ducha, he desayunado y después me he lavado los dientes antes de salir de casa. De hecho, me los lavo tres veces al día y es uno de mis hábitos de higiene, como supongo que de la mayoría de la gente. Me lo enseñaron de niño y sigue conmigo junto a otras rutinas de cuidado personal, como lavarse las manos antes de comer o cambiarse de ropa después de unos días. De hecho, me acuerdo de las campañas que se llevaban a cabo para concienciarnos a todos de la importancia de hacerlo… Por no hablar de la insistencia de los padres.

Sabemos desde hace mucho tiempo que estos hábitos de higiene están íntimamente relacionados con la prevención de enfermedades que hoy siguen matando a muchas personas en el mundo, como el cólera, por ejemplo, al que también llaman la enfermedad de las manos sucias.

Hemos empleado muchos esfuerzos para integrar el autocuidado físico y me pregunto qué pasaría hoy si hubiéramos aprendido de la misma forma hábitos de higiene sicológica. Estaba investigando sobre esta cuestión y me encontré con un sicólogo estadounidense que ha planteado algo similar. Se llama Guy Winch y es sicoterapeuta. En una de sus charlas, da cifras impactantes sobre los efectos de la soledad sobre la salud, por ejemplo, y cómo en Estados Unidos está relacionada con la obesidad, la alta presión arterial y, por supuesto, con la depresión, que tiene un impacto notable en el cuidado personal e incluso en una muerte prematura. Como otros tantos profesionales de la salud, se preguntaba qué pasaría si enseñáramos a nuestros hijos hábitos que pudieran prevenir los altos índices de depresión y ansiedad que después son tan evidentes en la vida adulta. Partiremos de la base de que esto va a suceder, vamos a tener momentos de soledad, ansiedad y algo similar a la depresión a lo largo del tiempo, del mismo modo que sabemos que nos vamos a caer, que vamos a estar enfermos o nos va a doler algún músculo del cuerpo. Y precisamente por esto parece razonable estar preparados.

Para empezar, este dolor sicológico está íntimamente relacionado con rupturas del contacto con otras personas, como el rechazo o la indiferencia, y también con rupturas del contacto con nosotros mismos, a través de la crítica de sí o del señalamiento constante de los fallos en uno mismo.

El fallo y el rechazo también van a suceder en una vida llena de interacciones y encuentros. Vamos a desear que las cosas nos salgan bien, que nos tengan en cuenta, que nos valoren, que nos quieran, al fin y al cabo. Y sin embargo, sabemos que a veces la reciprocidad de los deseos brilla por su ausencia y esto simplemente duele. La cuestión –y aquí es donde entra la higiene– es qué hacemos con esos desencuentros o con los fallos que tenemos. Para muchas personas, la solución aparentemente lógica es detectar los fallos y pensar sobre ellos hasta resolverlos; y en la teoría, en abstracto, podría sonar como una buena idea, pero sus efectos a menudo son los contrarios.

Cuando analizamos nuestros fallos, es habitual que no repartamos el resultado al cincuenta por ciento con la persona con la que hemos fallado y normalmente nos arrogamos un porcentaje si no del cien por cien, un poco por debajo. Eso implica que yo soy el causante de ese fallo, por lo que algo debe de haber en mí para que el resultado haya sido así. Entonces, empieza la búsqueda de taras –sean o no las causantes, por lo menos nos dan una explicación– y de inmediato desembarca la crítica interna, que es diferente a la evaluación, ya que la crítica viene con un tono particular, a menudo desagradable, e incluye expresiones que nunca se nos ocurriría decir a nadie. Ese castigo que parece que nos merecemos al cien por cien por causar nuestros propios fallos… como si estuviéramos solos en el mundo o no existiera ninguna otra circunstancia.

Esta rumiación, el darle vueltas y arremolinarnos en torno a las faltas, ejerciendo una presión interna desmedida, son hábitos de higiene emocional precarios e incluso perjudiciales, que aumentan el riesgo de “infección” sicológica que derive en esa ansiedad o depresión que conocemos.

¿Y si le damos la vuelta? Sin ser simplista, pero ¿y si erradicamos esa voz hiriente hacia nosotros, incluidos los insultos y hasta las vejaciones perfeccionistas? ¿Y si nos lavamos los dientes emocionales tres veces al día recordándonos nuestro valor incondicional, lo que nos va bien y dándonos permiso para no estar al cien por cien si no podemos?