Jaime Iglesias
Interview
Clara usón

«Durante la Transición, nos emborrachamos de democracia y la fiesta siempre empieza bien, pero suele acabar con resaca»

Nacida en Barcelona en 1961, Clara Usón pertenece a ese grupo de escritores que, activando su propia memoria, ha conseguido articular un retrato íntimo de las contradicciones vitales que definen a toda una generación a la hora de gestionar el fracaso de una ilusión de cambio. Ella llegó tarde a la literatura, su primera novela, “Las noches de San Juan”, la publicó cuando contaba con 37 años, pero la poderosa singularidad de su voz fue rápidamente reconocida. Aquél debut literario obtendría el Premio Femenino Lumen. Después vendrían obras como “Primer vuelo” (2001), “Perseguidoras” (2006) o “Corazón de Napalm” (2009), con la que ganó el Premio Biblioteca Breve. A estos galardones hay que sumar el de la Crítica 2012 por “La hija del Este”, novela que también fue reconocida con el Premi Ciutat de Barcelona.

Acaba de publicar “El asesino tímido”, título extraído de una cita del poeta italiano Cesare Pavese para referirse a los suicidas. En sus páginas, Usón despliega un collage de referencias que van de Albert Camus a Ludwig Wittgenstein para reflexionar sobre las circunstancias que rodearon la extraña muerte, a los 18 años, de Sandra Mozarovski, una de las actrices más destacadas de la época del destape. Un rostro que le sirve a la autora para proyectarse a sí misma en su propia bajada a los infiernos y para reconciliarse con la figura de su madre y, a través de ella, con toda esa generación de mujeres a las que la dictadura negó la posibilidad de elegir su propio proyecto de vida.

Usted siempre ha declarado su amor por Anton Chejov, no sé si, en parte, alentada por esa frase del autor ruso en la que este decía: «Escribe de lo que conoces». Un consejo que usted parece seguir en todas sus novelas.

Lo que tienen los ídolos es que están ahí para admirarlos pero también para retarlos, de tal modo que sus consejos pueden resultar inspiradores a condición de que no los sigas siempre a pies juntillas. Por ejemplo, en mi anterior novela, “La hija del Este”, me aventuré a hablar de una realidad que no me concernía directamente, pero lo hice tras haber acometido un proceso de investigación muy arduo. Mis últimas obras se alimentan de una mezcla de realidad y ficción, a mí me gusta especular sobre la naturaleza de unos hechos pero lo que no puedo hacer es inventármelos. Ahora, en “El asesino tímido”, me ha pasado un poco lo mismo en lo referente a la figura de Sandra Mozarovski: todo lo que cuento sobre ella está basado en las entrevistas que le hicieron, en los testimonios de quienes trabajaron a su lado y en la rumorología que hubo en torno a su muerte. Luego hay una parte, cuando conecto mi propia experiencia con la suya, en la que hablo de situaciones que he vivido en primera persona.

Pese a que todos sus libros apelan, directa o indirectamente, a su propia experiencia vital acaso sea «El asesino tímido» el que lo hace de una manera más íntima. ¿En qué medida la escritura de estas páginas la obligó a luchar contra el propio pudor?

La verdad es que, cuando empecé a escribir, siempre rechacé la posibilidad de cultivar un registro autobiográfico y, ahora, al cabo de los años me descubro haciéndolo, prueba de que una no termina nunca por conocerse a sí misma tan bien como pensaba (risas). No sé, supongo que es algo que tiene que ver también con la edad. Cuando eres joven, y hoy la juventud dura hasta bien entrada la cuarentena, inevitablemente tiendes a proyectarte hacia el futuro. Lo que vas dejando atrás no te interesa porque piensas que lo mejor de tu vida está por venir. De repente, sin embargo, llegas a un punto en el que ves que tienes más pasado que futuro y piensas ¿pero qué he hecho con mi vida? Es entonces cuando, de un modo inconsciente, surge esa pulsión por contar, por contarte, y eso lleva implícito desnudarte emocionalmente. Y claro que me da miedo exponerme así, pero también es verdad que cuando narro experiencias de mi propia vida lo hago sin miramientos, me trato a mí misma como a un personaje más, con dureza sí, pero también con un cierto distanciamiento.

¿Y cómo toma una distancia de sí misma?

No es fácil; de hecho, escribir esta novela, aunque tenga poco más de doscientas páginas, me ha llevado muchísimo tiempo, sobre todo porque, de cara a encontrar un hilo narrativo, tiendo a mezclar temas aparentemente disimiles en una especie de collage donde caben desde el cine del destape que se hacía en los 70 hasta la filosofía de Wittgenstein. Eso forma parte de los retos que me planteo a la hora de encontrar el tono de la novela. Chejov decía que cuando estás narrando una tragedia tremenda no hay que hacer sonar violines buscando conmover al lector, que los hechos duros hay que abordarlos de manera aséptica. Y justamente para eso me ha servido Sandra Mozarovski, para contar mi vida a través de ella, para expresarme mediante un personaje interpuesto.

En este sentido, Sandra Mozarovski, más que ser la protagonista de la novela, es el rostro que usted misma ha escogido para interpretar a Clara Usón. ¿Qué afinidades encontró en ella que justifiquen esta decisión?

Supongo que la elegí porque fuimos coetáneas, bueno ella era dos años mayor que yo, y porque leyendo entrevistas con ella llegué a la conclusión de que era alguien que tenía sueños, que tenía ilusiones de triunfar como actriz, aunque fuera a costa de participar en subproductos donde los únicos papeles que le ofrecían eran o de chica de alterne o de virgen vulnerada y atormentada en películas de terror. Es decir, o de puta o de santa, los dos arquetipos de feminidad que se contemplaban en aquellos años y que evidencian ese catetismo tan español de vincular democracia y libertades con la exhibición del cuerpo femenino. En el fondo, asumías toda esa cutrez porque pensabas que era el precio que había que pagar por la materialización de un sueño y, en el caso de Sandra, fíjate, tanto trabajar y tanto ilusionarse para morir a los 18 años, una edad en la que yo lo máximo que había hecho era comer pipas y leer novelas. Según iba aproximándome a su figura, sentía que he vivido la vida que a ella le hubiera correspondido.

Pensaba que las circunstancias que rodearon su muerte fueron las que motivaron su interés por el personaje. De hecho, el tema del suicidio es algo que aparece en todas sus novelas y que aquí vuelve a estar presente ya desde el título, en el que parafrasea la definición que Cesare Pavese hizo del suicida como un «asesino tímido».

Es cierto que en todas mis narraciones hay un suicidio y no es que sea un argumento que introduzca de manera premeditada; de hecho, siempre que termino hablando de ello me lo reprocho, porque parece que no supiera escribir de otras cosas, pero siento que es una idea que me persigue siempre, en parte porque es un tema que no tengo resuelto. Hubo una época en mi vida en la que el suicidio fue una tentación tan grande que terminé por hacer muchas estupideces. Al final, como decía Camus, la decisión más fuerte que tomamos cada día es la de no suicidarnos. Es una salida que está ahí ante el miedo y el rechazo que nos puede provocar el hecho de vivir, pero cuando aún no has cumplido los 20 años, ¿cómo puedes rechazar algo que no conoces? La idea de tenerle miedo a la vida cuando apenas estás empezando a disfrutarla es algo que siempre me ha obsesionado. Por eso, el caso de Sandra Mazarovski despertó mi curiosidad, porque en ninguna de sus entrevistas dejaba ver que temiera a la vida; es más, en una de ellas, cuando le preguntaron por la muerte, dijo: «No puedo tener miedo de algo que no conozco».

Pero lo de Sandra Mozarovski no está claro que fuese un suicidio.

Alrededor de su muerte todo son conjeturas. La versión oficial es que se cayó del balcón de su casa mientras regaba las plantas a las tres de la mañana, lo cual ya resulta bastante inverosímil. Luego, cuando ves que en el balcón de su vivienda las jardineras estaban en el suelo y que había una barandilla que le llegaba a la altura de los hombros, sientes que hay algo que no encaja. También es raro el hecho de que fuera un taxista el que la llevase al hospital, donde murió tres semanas después. No hubo atestado policial del suceso, su autopsia nunca se hizo pública… Todo esto no ha hecho sino disparar la rumorología y ahí aparece su supuesta relación con el rey, la posibilidad de que se enamorase de él e incluso la conjetura de que cuando falleció estaba embarazada, todo lo cual alimenta la teoría de que su muerte no fue un accidente. Pero todo eso no son más que rumores porque también cabe la posibilidad de que, efectivamente, se suicidara, algo que en aquella época estaba muy mal visto y que pudo haber llevado a su familia a inventarse una historia bastante inverosímil para ocultarlo. Lo único cierto es que tuvo una vida muy corta que, por lo demás, consagró a vivir otras vidas, pero hasta en eso fue desdichada pues todos los personajes que interpretó en la gran pantalla fueron de chica vejada y humillada.

En la elección del «caso Mozarovski», ¿no hay también un deseo por avanzar desde lo concreto a lo general? Da la sensación de que, para usted, aquella muerte, turbia y nunca aclarada, es una metáfora de las tensiones sociales que se daban a mitad de los años 70 en el Estado español entre los deseos de libertad de una parte de la población y la tutela y restricciones que esa libertad conoció por parte de los poderes del Estado.

Sí, claro. Al hacer balance de mi vida me di cuenta de que ésta coincide con la consolidación de un proyecto actualmente en fase de descomposición, la tan mitificada Transición, que ahora hace aguas por todas partes. Yo pertenezco a esa generación que venía de un mundo muy oscuro, muy triste y que, de la noche a la mañana, asistió al fin de una dictadura y al nacimiento de lo que nosotros creímos que era una democracia homologable a la de cualquier país europeo. Mi generación tenía sueños y la convicción de que un futuro esplendoroso se abría ante nosotros, unas esperanzas que los jóvenes de hoy no tienen. La juventud actual carece de ilusión, vive atemorizada ante la imposibilidad no ya de llevar una vida mejor que la de sus padres sino igual. Y ahí pienso que los de mi generación tenemos una cierta cuota de responsabilidad porque nos impusimos el deber de llevar a España a la modernidad y lo que hicimos fue relajarnos. Pensamos que todo estaba hecho, que alguien como Fraga podía pasar, casi por arte de magia, de reprimir manifestaciones con violencia a ser un paladín de la democracia. A partir de ahí nos dedicamos al hedonismo, fuimos la generación de la Movida, de las drogas, la generación que alternó los funerales de sus amigos con los de sus abuelos. Durante la Transición asumimos la conquista de las libertades con una actitud de nuevos ricos, nos emborrachamos de democracia y la fiesta siempre empieza muy bien, pero suele acabar con resaca.

¿Diría que aquel sentimiento de libertad fue un espejismo?

Es verdad que ese futuro esplendoroso que nos prometían nos lo fueron arrebatando, pero lo hicieron sin que nosotros reaccionásemos. Yo creo que fuimos víctimas de nosotros mismos y de nuestro egoísmo. A veces pienso ¿qué hubiera pasado si, en lugar de habernos entregado a la diversión y a negar a la generación de nuestros padres, hubiéramos tomado las riendas de nuestro propio destino de otra manera? Pero todo eso lo pienso ahora, en su momento yo y otros como yo sucumbimos al espejismo que se vivió durante el tardofranquismo, cuando enseñar un hombro o un pecho en una película constituía una promesa de libertad, por oposición a lo que ocurría en plena dictadura, donde esa exigencia por silenciar, por ocultar, por no contar, tenía su reflejo en el cuerpo de la mujer a la que se hacía ir bien cubierta. Que la Transición era eso, como diría Gil de Biedma, una lo empieza a comprender más tarde.

De hecho, en casi todas sus obras ofrece un retrato un tanto melancólico de los miembros de su propia generación, como si se tratara de los supervivientes de un naufragio.

Es un retrato que parte de mi propia experiencia individual. Yo sí que puedo decir que soy una superviviente. Después de coquetear con la muerte en un sinfín de ocasiones y después de muchas sobredosis, la última casi me dejó en el sitio, terminé con todos los órganos vitales afectados y estuve en coma durante dos días, algo que también me vincula a Sandra Mozarovski, aunque ella estuvo tres semanas en coma y, finalmente, no logró sobrevivir. Al evocar aquellos días pienso, sobre todo en mi madre, me la puedo imaginar angustiada, haciéndose esas preguntas que se hacen todas las madres en situaciones así: ‘¿Qué he hecho mal? ¿En qué me he equivocado?’, como queriendo asumir una responsabilidad que no la corresponde y que, ahora que lo pienso, es un poco lo mismo que me pasa a mí cuando veo el reflejo que tiene en el momento político actual el modo en que muchos asumimos las libertades.

¿Entonces, las derivas de aquel naufragio, más allá de ser asumidas en clave existencial, diría que se dejan sentir también en el terreno político?

Totalmente, yo creo que ahora mismo vivimos en un interregno que nos mantiene desencantados y, hasta cierto punto, perplejos. El viejo orden político se resiste a morir y un nuevo modelo está por nacer. Pero en ese intervalo estamos asistiendo a una reactivación del pensamiento franquista que a mí me tiene muy preocupada y con cierta sensación de déjà vu. Se encarcela a cantantes, a titiriteros, a políticos… En cuanto este Gobierno se ha dado cuenta de que ha perdido el respeto de la ciudadanía, por mentirosos y por corruptos, se ha aferrado al poder haciendo gala de una deriva autoritaria que recuerda los peores años del franquismo. Yo misma, que tengo formación jurídica y que ejercí como abogada, mientras escribía esta novela me descubrí pensando: ‘A ver qué vas a decir sobre el rey y su presunta relación con Sandra Mozarovski’. La sombra del franquismo es alargada, no te puedes sacudir cuarenta años de dictadura así como así, y eso es lo que me reprocho a mí misma y a los de mi generación. Yo, que no tengo hijos, a menudo me descubro pensando en la mierda de país que les hemos dejado a las nuevas generaciones.

Más allá de la figura de Sandra Mozarovski, en esta novela habla de la relación conflictiva que tuvo con su madre. ¿También a ella la ha empezado a comprender más tarde?

Sí, claro. Es curioso, porque cuando eres joven y vives con tus padres pasas mucho tiempo en su compañía pero nunca llegas a entenderles, entre otras cosas porque careces de elementos de juicio y, cuando los tienes y puedes asumir aquello que en tu juventud te resultaba incomprensible, muchas veces es demasiado tarde. A mí me ha pasado eso con mi madre. Pensando en ella me doy cuenta de que me dio una enorme libertad y de que terminó por salvarme de mí misma, de esa espiral autodestructiva en la que había entrado. Si estoy viva es de chiripa y gracias a ella, y ahora curiosamente, me doy cuenta de que tengo muchas cosas en común con ella, empezando por la necesidad de huir de una realidad en la que me sentía a disgusto. Mi madre se refugió en el tabaco y en el alcohol, yo emprendí esa huida de una manera mucho más desenfrenada.

¿Esa conexión con su madre ha llegado a sentirla también en términos generacionales?

Yo, en la medida de mis posibilidades, he podido elegir mi vida; mi madre y sus contemporáneas no tuvieron esa oportunidad. El franquismo fue especialmente duro con las mujeres: las condenaba a ser madres de familia, su única función social era la función reproductora y ni siquiera te podías liberar de eso porque no era posible separarse ni divorciarse. Yo puedo decir que soy una superviviente, pero las mujeres de la generación de mi madre fueron víctimas y, como tantas otras rémoras que arrastramos del franquismo, las secuelas de esa moral retrógrada y machista aún están muy presentes en nuestra sociedad. Un obispo llama asesinas a las abortistas y no pasa nada, pero un chaval se disfraza de virgen y le piden cárcel.

¿Cómo se puede sobrevivir a tanto desencanto y a tantas frustraciones?

Aceptando que la vida es algo absurdo que carece de sentido, que es algo de lo que también hablo bastante en la novela. Es una idea que me gusta porque te exonera de responsabilidades. Si la vida tuviera sentido sería espantoso, porque nos veríamos obligados a estar a la altura, a luchar por alcanzar ese propósito último que justificaría nuestra existencia y si llegáramos a alcanzarlo sería aún peor porque, una vez logrado, ¿para qué querríamos seguir viviendo? Es lo del famoso mito de Sísifo, condenado a cargar con una gran piedra a la espalda a fin de depositarla en la cima de una montaña y que ve, con desesperación, como cada nuevo intento culmina con la piedra rodando montaña abajo, teniendo que iniciar de nuevo el camino. Si consiguiera depositarla con éxito sería el fin. Hay que permanecer ocupado, darle a tu vida un sentido aunque no lo tenga. En la novela también hablo del caso de Wittgenstein que, tras haber solucionado todos los problemas de la filosofía determinando que es el lenguaje el que marca los límites del mundo conocido, de repente asumió que ya no le quedaba nada por hacer y terminó por desdecirse de todas sus teorías para poder reformularlas y llenar de nuevo su vida. Yo, después de verme a las puertas de la muerte, llegué a la conclusión de que si la existencia es algo absurdo lo mejor que podía hacer es vivir al día, sin pensar en el futuro, haciendo aquello que realmente me apetecía hacer, que era escribir.

¿La literatura, en su caso, fue una suerte de tabla de salvación?

Ha sido lo que ha hecho que mi vida tenga interés. Lo curioso es que, para dotar de un orden y de un sentido a mi existencia, he terminado por refugiarme en el territorio de la ficción intentando contagiar a los lectores ese interés por algo que no existe. A mí la ficción me permite explorar las contradicciones de la vida, fabular, ponerme en el lugar de otras personas sin ceñirme estrictamente a los hechos vividos por ellas. Eso es lo que me mantiene entretenida porque, al final, la vida consiste en ir dejando pasar los días, en engañarse a uno mismo, como te decía antes, aunque si no hay una verdad absoluta tampoco el engaño es total, ¿no? Lo que sí tengo claro es que no me dedico a esto para alcanzar la fama ni la inmortalidad porque si algún día lograse escribir la gran novela que tengo en mi cabeza sería un desastre, ¿qué podría hacer después?