Jaime Iglesias
Interview
claudia piñeiro

«La literatura debe servir para entrenar la empatía y despertar una conciencia crítica» - Claudia Piñeiro

Nacida en Buzarco (provincia de Buenos Aires) en 1960, Claudia Piñeiro es una de las voces más personales de la literatura argentina contemporánea. El propio carácter híbrido de su obra hace que sea difícil catalogarla, aunque exista cierto consenso a la hora de considerarla una de las máximas exponentes de la novela negra latinoamericana, un tipo de narrativa que ha frecuentado con asiduidad explorando las distintas posibilidades y derivas que ofrece el género. Como reconocimiento a dicha trayectoria, el pasado mes de enero recibió en Barcelona el Premio Pepe Carvalho.

No obstante, sus libros trascienden los rigores del relato criminal como lo prueba “Las maldiciones” (Alfaguara, 2017) su, hasta ahora, última novela, donde se adentra en las perversiones de una nueva forma de hacer política ante cuyas falacias insta a rebelarse. Frente a la tosquedad de un discurso que busca remover las emociones más primarias del individuo como coartada para revocar derechos y libertades, Piñeiro apuesta por estimular en la ciudadanía un pensamiento crítico que le haga poder defenderse de dicha amenaza.

En alguna entrevista la leí decir que «la base del suspense es el pasado que vuelve, no el crimen». Esta afirmación quizá valdría para explicar la dimensión social y política de un género como la novela negra ¿no?

Con tantas entrevistas que una da, a veces ya no se acuerda ni de lo que dijo (risas). Pero sí, esa declaración la asumo perfectamente y es que la fuerza de la novela negra, cada vez más, radica no ya en la resolución de una trama criminal sino en el crimen que hay detrás de ese crimen y que muchas veces hace referencias a circunstancias vinculadas al pasado de los personajes. Por ejemplo, hace poco me tocó presentar en Buenos Aires a Petros Márkaris y, si te fijas en sus novelas, en las primeras páginas ya hay un culpable confeso, con lo cual el misterio está liquidado. Pero la base del suspense no es esa sino determinar qué oscuros intereses de índole social, económica o política llevaron a esa persona a cometer el crimen en cuestión.

¿Diría que se trata de un género transversal por sus propias características o que, con el paso de los años, ha ido expandiendo sus límites?

Yo creo que, sin duda, va expandiendo sus límites porque cada vez son menos las novelas policiacas donde lo relevante es descubrir quién mató a quien. Pero, por otro lado, lejos de ser una tendencia, esto es algo que siempre ha estado presente en este tipo de literatura. Por ejemplo, toda la obra de Horace McCoy, que es un clásico de la novela negra, presenta una denuncia sobre la precariedad y la desesperación que se instaló en buena parte de la sociedad estadounidense tras la crisis de 1929, lo que ocurre es que leída hoy quizá nos falte ese referente para entender que lo que en ella se narra trasciende el simple relato criminal. Borges decía que cuando Edgar Allan Poe dio carta de naturaleza al género negro, más allá de implantar un modelo de narración, lo que hizo fue definir un nuevo tipo de lector que buscaba anticiparse incluso al narrador en la resolución de un misterio. Y yo creo que eso es lo que confiere transversalidad al género porque, desde ese entrenamiento, el lector puede abordar cualquier tipo de novela como si fuera un relato policiaco aún cuando no se ajuste cien por cien a dicho patrón.

Lo curioso es que en esa expansión el género haya ido adquiriendo color local. Parece como si la novela negra hubiera dejado de ser un tipo de relato asociado a la pauta cultural anglosajona para universalizarse ¿no?

Es que es un género que posibilita como pocos el poder entrar en contacto con la realidad de un territorio. Yo leyendo “Abril rojo”, de Roncagliolo, asumí muchas cosas de un Perú que no entendía. Y no solo eso, también es un género que permite tomarle el pulso a los grandes desafíos que se ciernen sobre una determinada población. Por ejemplo, en “Asesinos sin rostro” Henning Mankell se servía de un caso criminal para reflexionar sobre las pulsiones xenófobas que comenzaban a sacudir a la sociedad sueca. Cada escritor lucha con los problemas que se dan en su contexto y eso también conduce a que este tipo de narraciones sean un espejo donde se refleja la identidad de un pueblo y la relación que ese pueblo tiene con su propio pasado. En Argentina, es un hecho, hay muy poca novela negra protagonizada por detectives pertenecientes a la policía. Se trata de una institución que genera bastante desconfianza no ya solo por su connivencia con los gobiernos militares que tuvimos, sino porque cada vez que se ha destapado una trama corrupta hay policías de por medio. Con lo cual se nos hace difícil conferir un valor ejemplar a estas figuras y preferimos acudir a otro perfil de personajes para liderar una investigación, como periodistas o escritores.

Del mismo modo que se han ido superando los prejuicios que dictaban que cualquier tentativa de hacer novela negra fuera de EE. UU. resultaba un poco forzada, ¿cree que se ha superado ese discurso que tradicionalmente vinculaba el género a una representación de la masculinidad?

Sí, por fortuna eso es algo que se superó hace tiempo no solo porque, en la actualidad, hay grandes escritoras de literatura criminal sino porque cada vez es más abundante la nómina de personajes femeninos que protagonizan este tipo de novelas. Eso se traduce en una nueva mirada sobre los detalles y sobre la propia vida privada de los personajes que hace avanzar al género. Es otra manera de expandir sus límites.

En la novela policial existe una larga tradición de voces femeninas, algunas pioneras incluso, como el caso de Agatha Christie, pero la incorporación de la mujer a la novela negra es relativamente reciente. ¿A qué lo atribuye?

A las mujeres, hasta hace poco, se nos ha permitido tener voz de cara a construir un relato cerebral, una de esas narraciones llenas de pistas encaminadas a descubrir la identidad del asesino o a resolver el enigma de un crimen en un cuarto cerrado. Pero cuando se trata de salir a la calle, de ensuciarse y de describir cómo alguien ha sido degollado, persiste la obsesión por mantener alejadas a las mujeres de esos escenarios. A muchos hombres, de hecho, les choca que una señora ande averiguando según qué cosas. Hace unos años conté a un periodista cómo había tenido que recurrir a mi electricista para narrar, con verosimilitud, la muerte por electrocución de tres personajes dentro de una piscina. ¿Y sabes que me dijo el periodista? Me comentó: «Claro, eso es porque las mujeres no sabéis de sistemas eléctricos». Yo le dije: «¿Vos acaso sabes?». Y él me reconoció que no, que tampoco sabía. Pero fíjate hasta qué punto llegan los prejuicios.

¿Y cómo se lucha contra eso?

Depende mucho de la voluntad que tengamos y de los esfuerzos que hagamos, entre todos, para superar prejuicios. Yo creo que, en lo que concierne a la novela negra, es importante que demos visibilidad a las autoras que frecuentan el género porque sin esa visibilidad resulta imposible que sean leídas y, como tal, aceptadas. A mí hace poco me pidieron una lista con los que, según yo, eran los mejores autores contemporáneos del género y en una nota al margen distinguí a las doce mejores escritoras actuales de literatura policial. Las puse conscientemente al margen porque consideré que era el modo más acertado de dirigir la atención del lector hacia sus nombres.

Volviendo a la transversalidad del género, da la sensación de que es un tipo de narrativa que sirve para hablar de casi cualquier tema ¿no? Usted misma en su última novela, «Las maldiciones», se servía del «noir» para articular una novela política. ¿Le pareció que la única manera de acercarse a la realidad política actual era a través de los oscuros resortes del relato criminal?

Con esa novela lo que intenté fue reflejar eso que se ha dado en llamar “la nueva política”. Me interesaba hablar sobre esas personas que han ido aterrizando en la política procedentes del mundo de la empresa, del marketing y de la publicidad con un discurso aparentemente vacío de ideología que intenta seducir al ciudadano poniendo en valor su experiencia como consumidor. Desde ese punto de vista se trata de una novela política, lo que ocurre es lo que comentábamos antes, que el género negro es tan transversal que puedes usar sus ingredientes para cualquier tipo de relato. Aquí hay un cadáver que aparece en el primer capítulo, el de la mujer del protagonista, Fernando Rovira. Pero dicho cadáver no representa un enigma que conduzca a la búsqueda de la verdad, de hecho, a nadie parece interesarle quien la mató y porqué, lo relevante es el uso político que se hace de dicho crimen.

Usted siempre ha dicho que el personaje de Fernando Rovira no es una proyección de Mauricio Macri. Sin embargo, su perfil resulta fácilmente identificable con el de esos líderes de la llamada «nueva política». La pregunta sería ¿realmente estamos ante una nueva política o se trataría, de nuevo, del pasado que vuelve?

No, pero no está inspirado directamente en Macri sino en ese tipo de líderes emergentes que esgrimen su habilidad como gestores de una inmobiliaria o de un club de fútbol para demostrar que se les puede confiar la administración de un país por mucho que ignoren todo cuanto concierne a educación, política social o derechos humanos, materias que carecen de un valor tangible pero que son relevantes para cualquier sociedad. Yo creo que estamos ante un nuevo discurso político y ante una nueva forma de hacer política, con independencia de que luego las ideas que defiendan estos líderes puedan ser las más retrógradas. Pero las recetas que aplican, los focus group, las encuestas y otras herramientas exportadas del mundo de la publicidad constituyen una novedad. También la naturaleza de sus discursos, discursos sin ninguna visión de futuro que están construidos sobre silogismos tan irracionales que podrían ser fácilmente desarmados, pero para eso hace falta un pensamiento crítico.

¿Qué papel les corresponde a los escritores, a los intelectuales para revertir esas dinámicas y generar una comunicación que redunde en la creación de una conciencia crítica entre la ciudadanía?

El término intelectual ha sido muy bastardeado y hoy por hoy no goza de gran predicamento. Yo creo que los escritores somos, ante todo, trabajadores de la palabra. En ese sentido sabemos cómo desarmar un discurso y sabemos cuándo alguien está usando el lenguaje para manipular. También podemos detectar a quienes buscan apropiarse de un concepto quitándoselo al resto de la sociedad a fin de conseguir que una parte de la población se sienta excluida, como cuando se apela a que los que le apoyan a uno son las personas de bien, dejando relegado al resto de individuos en el grupo del mal. Sabiendo todo esto, nuestra contribución no puede ser otra que la de denunciar y desmontar todas estas falacias, este uso perverso del lenguaje.

Si bien se trata de un término bastardeado, igual no estaría de más rescatar también el concepto de intelectual. Aunque sea para oponerlo a esas construcciones emocionales de las que se nutre la nueva política.

La falla está en la educación. No sé si ha sido a propósito o no, pero lo cierto es que cada vez se enseña menos pensamiento crítico y, como tal, al ciudadano le faltan esas herramientas que le ayuden a desarmar esos discursos emocionales que comentas. A mí como escritora me interesa mucho generar emociones y me gusta que los libros que leo y las películas que veo me conmuevan, pero para tomar decisiones sobre mi vida necesito lucidez y no un político que venga y me diga “si me votas vas a ser feliz” en lugar de explicarme cuáles son sus propuestas sobre sanidad o sobre educación.

¿Usted qué piensa cuando oye a uno de esos líderes decir que ellos no son ni de derechas ni de izquierdas? Realmente ¿esa división ideológica es un estado superado?

Yo lo que creo es que no les gusta la palabra, si quieren se la cambiamos, pero es un hecho que la ideología sigue marcando la hoja de ruta de los nuevos partidos. Curiosamente aquellos que se muestran más reticentes a definirse en términos ideológicos son los más escorados hacia posiciones de extrema derecha, los que dicen que hay que abolir las leyes de violencia de género o mantener la penalización del aborto.

¿Es casual que ese rechazo para definirse en términos ideológicos vaya acompañado, en esas personas, de una jactancia a la hora de expresarse sin ningún tipo de complejo?

Pero ¿qué sin complejo? Sin vergüenza más bien. Porque además no tiene sentido eso de expresarse sin filtros toda vez que los pueblos siempre han ido avanzando en virtud de contratos sociales donde se van acordando determinadas cosas para evitar que impere la ley de la selva. Aunque esos acuerdos se van revisando, hay ciertas cuestiones básicas que una pensaba indiscutibles y que, sin embargo, ahora son cuestionadas sin ningún tipo de pudor. Por ejemplo, en Argentina, a raíz de haberse tumbado la modificación que pretendía ampliar la ley del aborto, han salido en tromba miles de personas a cuestionar los derechos de la comunidad LGTB o la educación sexual en las escuelas diciendo auténticas barbaridades. ¿Qué sentido tiene discutir sobre unos derechos que llevan tiempo siendo asumidos por una amplia mayoría de la sociedad? Y todo, de nuevo, se debe a un uso perverso del lenguaje porque hay quien apela a su derecho a decir esas atrocidades ya que de lo contrario se le estaría censurando y lo que pasa es que confunden no tener complejos con no tener ética ni moral.

En este sentido, da la sensación de que, una vez más, América Latina está siendo ahora mismo una especie de laboratorio donde se está experimentando con los resultados de la doctrina del shock con Bolsonaro como ariete.

Sí, casi dan ganas de pedir a quien corresponda que vayan a montar su laboratorio a otro lado ¿no es cierto? (risas). Yo creo que se trata de un fenómeno universal y que ese perfil de líderes está emergiendo en todos los países. En todo caso, Bolsonaro constituye un caso excepcional. Dicho lo cual, en Latinoamérica hay un factor añadido para que surja esta clase de dirigentes y es el crecimiento de las iglesias evangélicas que aportan muchos votos a estos candidatos. De repente aparece un político de extrema derecha que dice que los gays tienen que desaparecer y que hay que derogar el aborto y tiene el apoyo de ciertos pastores que se alían para mover el voto de sus feligreses a su favor. En Argentina el 20% de los votantes son evangelistas, en Brasil muchos más y en Costa Rica de 37 diputados 14 pertenecen a estas iglesias. Así pasa que cuando hay que votar una ley o un decreto que busca ampliar los derechos en materia de libertad sexual rara vez salen adelante. Eso, en el mejor de los casos, también es frecuente que se deroguen derechos y se retorne a una legislación anterior.

¿Esa incidencia de las iglesias evangélicas en la vida política no está relacionada con esa tendencia a demandar respuestas simples para cuestiones complejas que parece estar tan en boga?

En parte sí, pero, hablando de Latinoamérica, también tiene que ver con el hecho de que el Estado se ha retirado de un montón de lugares donde debía estar presente, como la educación o la lucha contra la pobreza, cuya gestión deja en manos de las iglesias a cambio de un subsidio para que católicos o evangelistas se hagan cargo de las escuelas o de los comedores sociales prestando un servicio que debería ser asumido por el Estado. De paso, dan un poder tremendo a estas Iglesias en la formación de los jóvenes, especialmente de aquellos pertenecientes a las clases más desfavorecidas cuyos votos, por paradójico que pueda parecer, son los que han llevado al poder a políticos como Bolsonaro.

¿Cabría la posibilidad de que, a la hora de desmontar las falacias de estos líderes, los intelectuales o los trabajadores de la palabra, como usted ha dicho antes, estuvieran restringidos por los mismos peligros que se ciernen sobre la política? Me refiero al hecho de que su labor venga condicionada por agentes externos a la creación literaria como publicistas, empresarios, grupos de presión…

Sí claro, todos esos agentes también tienen su incidencia sobre el mundo editorial pero las editoriales, al fin y al cabo, son empresas privadas y una no le puede ir con las mismas exigencias al Estado que a una empresa. Es legítimo que ésta ajuste su proceder a las leyes del mercado, pero el Estado no tendría que estar regulado por esas leyes, debería ser justo al contrario. Luego estaría el debate sobre los márgenes de independencia que cada escritor puede conservar en esas estructuras, no es lo mismo hacer un libro por encargo que escribir aquello que uno desea escribir. Actualmente, aquellos autores que buscan preservar su libertad creativa lo mejor que pueden hacer es tener otro trabajo porque muchas veces los derechos de autor no alcanzan para sobrevivir o, igual, una obra a cuya escritura has dedicado mucho tiempo no concita el interés de ninguna editorial. No es casual la cantidad de escritores que estamos haciendo trabajos para las plataformas digitales en estos momentos. Se trata de un trabajo que te proporciona unos ingresos superiores a los de cualquier novela y gracias al cual puedes comprar tiempo para escribir aquello que deseas sin atender a presiones editoriales.

Dentro de esa libertad que reivindica, acaba de aparcar la narrativa policial para ofrecernos un libro de relatos: «Quien no». ¿Se trata de un nuevo paso en su carrera, de un intento por reinventarse?

En realidad, siempre he escrito relatos cortos que me han solicitado para antologías o para periódicos. Pienso que es un buen ejercicio porque yo, si me dejo llevar, termino escribiendo una novela porque siempre tiendo a dar desarrollo a los personajes, a las tramas, y un cuento lo que te exige es lo contrario: centrarte en la anécdota. Este libro que acabo de publicar reúne aquellos relatos que coinciden en el retrato de unos personajes que se encuentran al borde de una situación límite y que obligan al lector a ponerse en un lugar desconocido donde incluso se le exige cuestionarse ciertos códigos morales para entender porqué ese personaje actuó como actuó. Se trata de un libro que apela a la empatía del lector y yo creo que la literatura debe servir justamente para eso, para entrenar la empatía y despertar una conciencia crítica que te haga derribar categorías e ir más allá del lugar común, del cliché.