IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Te lo dije

Errar es humano, pero no todas las reacciones a nuestros errores (ni propias ni ajenas) nos ayudan por igual. Cuando nos ponemos razonables, todos llegamos a estar de acuerdo con el famoso dicho que reza: “De los errores se aprende”. Lo aplicamos a los niños –«deja que se levante, aprenderá para la próxima vez»– y nos parece parte de la vida. Si además de pensarlo lo creemos, animamos a seguir adelante, cambiar de estrategia, probar... Sin embargo, en otras ocasiones, el error nos mueve a otro tipo de reacciones, entre ellas, el deseo de que no hubiera sucedido o de, simplemente, no haberlo intentado. Y podemos incluso llegar a ser bastante desagradables al respecto (con nosotros mismos o con otros) si ese error lo asociamos con la debilidad, la ligereza en el juicio o la dejadez.

Esta asociación de ideas, profundamente arraigada en nuestra cultura, es la que nos lleva a apretar(nos) las tuercas. Amparados en el tratar de evitar que se vuelva a repetir, a veces parece que el error es una razón suficiente para echar(nos) encima toda una suerte de culpas desproporcionadas. Sin embargo, para errar hay que intentar y los intentos suelen tener tras de sí intenciones concretas. Incluso los errores por descuido suceden porque esas intenciones –y, por tanto, el interés– están en algún otro sitio, depositadas en otras ideas o acciones. Quiero decir con ello que las personas, en general, hacemos lo que hacemos por razones que consideramos suficientemente importantes, se entiendan o no desde fuera, tengan o no valor para otros, y en retorno, para nosotros mismos.

De hecho, si erramos lo hacemos en nuestro propio camino, aunque a veces parezca que hemos puesto en jaque algo valioso perteneciente a otros. A veces es así, y nos hemos puesto en peligro al intentar algo que no ha salido bien, y eso les duele. Si es así, cuando percibimos que les interesa nuestro bienestar y preferirían que no sufriéramos las consecuencias negativas de nuestros errores estamos más abiertos a escuchar, curamos mejor y estamos en disposición de volver a intentarlo con nueva información.

Sin embargo, cuando el análisis posterior parece una bronca, también en parte es porque errar implica haber desafiado algún tipo de norma establecida. Y no me refiero a normas morales o convivencia, sino a creencias sobre cómo deben ser las cosas. Como decíamos, errar implica actuar, probar, aventurarse a hacer algo diferente a lo que veníamos haciendo y, a menudo, diferente a lo que nuestros iguales hacen. Quizá queríamos saber cómo era vivir solos y hemos dejado a una pareja estupenda, o cambiamos de profesión en aras de un mejor puesto...

Se trate de lo que se trate, si finalmente no estamos mejor solos o ese fantástico trabajo no era tan fantástico y queremos volver sobre nuestros pasos, a veces una vocecita propia o ajena susurra un «te lo dije» cargado y a punto de disparar. Parece entonces que les hemos enfadado y, a veces, algo más: un deseo de cierto sometimiento, cierta renuncia a nuestra intención que nos vuelva a colocar en nuestro sitio legítimo. ¿Por qué hacer(se/nos) algo así? Bueno, si nosotros no nos movemos de sitio, quizá ellos no tengan tampoco que preguntarse si deberían probar también. Y quizá no físicamente, con acciones, sino a revisar las creencias que hacen de nuestro intento algo «malo». Si aceptamos sin más ese «te lo dije», nos invade la tristeza, no por no conseguir lo que nos proponíamos, sino porque nuestros motivos, por importantes, íntimos y profundos que pensáramos que eran, parecen ser lo que está errado. Y por tanto, nosotros mismos somos el error. Cuestionar el qué y el cómo son cosas muy diferentes. Evidentemente no a todo el mundo le afecta igual, pero haber errado en algo relevante nos coloca en una situación de vulnerabilidad que, primero nosotros y nosotras, y luego los demás, hemos de respetar y cuidar. Al fin y al cabo, buscábamos algo valioso que, tras el error, sigue siéndolo.