HERMANN BELLINGHAUSEN
IRITZIA

Robots a la mano

En su “Adiós al lenguaje”, Jean Luc Godard dice cruelmente: «Todos aquellos que no tienen imaginación se refugian en la realidad». Pero a ver, señor Godard, ¿cuándo vamos a tener tiempo para imaginar? Y la paradoja es que existan tantas formas de distraerse; lo que buscamos hacer cuando no trabajamos es jugar con algún dispositivo. El avance tecnológico sirve para entretener a las masas; la televisión es cosa del pasado, precursora únicamente. El trabajo moderno, duro como es para la mayoría de las mujeres y los hombres, inhumano y sin derechos, mal pagado, abusivo, enajenante y arbitrario, no tiene alternativa para sobrellevarla. En la mina o la migración, para el recolector, empacador, cargador, despachador o el que aprieta un botón, lo de «el trabajo os hará libres» de los nazis se extiende como maldición.

Peor fantasma es el desempleo. No trabajar da más miedo que el infierno laboral. «Me matan si no trabajo, y si trabajo me matan», cantaba Daniel Viglietti hace ya mucho. Entonces, a qué tenemos miedo, ¿a perder las cadenas y quedarnos sin nada? Habría que escuchar al poeta y pensador en acción Wendell Berry: «Por lo que a mí respecta, el futuro no dice nada. No existe hasta que se convierte en pasado. Las predicciones de desastre han sido limitadas. El sol sale y se pone tal como se espera que lo haga. Supongo que es previsible que la Tierra desaparezca, pero todos los plazos, hasta ahora, han sido erróneos» (“Yes!”, publicación de Positive Futures Network, Nueva Inglaterra, primavera de 2015). Hay que comenzar el cambio cerca de casa, considera Berry. El presente es el único futuro que tenemos.

Ningún movimiento social exige hoy lo que para el socialismo utópico sería la victoria definitiva: la abolición del trabajo (¿y el homo faber?). El problema real es que no hay empleo para todos. Y si el que hay está como está, peor es no tenerlo. Rebasadas por la derecha las utopías, nos encontramos a las puertas de esa victoria que ya nadie demanda. El trabajo robotizado –que estábamos olvidando como posibilidad, encandilados por los ordenadores y los dispositivos– regresa por sus fueros, liberado de la ciencia ficción. Ya vienen los robots a liberarnos del trabajo, alerta el ensayista británico John Lanchester (‘The Robots Are Coming’, “London Review of Books”, 5 de marzo) ¿Llegan tarde y mal, o son una oportunidad?

La fantasía de los robots tuvo su momento, luego perdió prestigio y quedó en caricaturas. Lo que comenzaba a ocurrir con las computadoras (¡lo que le cabe a un chip!) era tan extraordinario, impresionante y transformador que la parte mecánica de la nueva revolución tecnológica pareció rezagarse. Hoy los nuevos avances robóticos están por inundar el mercado; como los ordenadores y los móviles, cada día serán más eficaces y baratos. Su huella en la sociedad y la cultura aún es difícil de predecir. Lanchester advierte: «El trabajo en las fábricas y en cualquier otro lugar donde se requiera trabajo manual repetitivo está que se va, se va, se fue». El perfeccionamiento del chip y sus derivados intangibles, traducido en las capacidades procesadoras y comunicadoras del boom digital, fue suficiente para desencadenar una revolución y transformar las mentalidades, los cálculos, los proceso cognitivos y numerosas actividades. El progreso exponencial de esa industria que en medio siglo ha multiplicado sus alcances y ganancias sin cesar (cumpliendo la mal llamada Ley de Moore) habría dejado atrás a las máquinas que erradicarían el trabajo físico.

Mientras en 1997 la supercomputadora Deep Blue podía vencer al campeón mundial de ajedrez Gary Kasparov, los robots seguían siendo torpes. Las máquinas ganaban en ajedrez, «pero no tenían la destreza motora ni la percepción de un niño de un año». Eso quedó atrás. Los robots son ya capaces de actividades sutiles y precisas. Algo previó en 1983 el economista Wassily Leontief al apuntar que, así como el caballo fue desplazado por el tractor del trabajo agrícola, del mismo modo desaparecerá el trabajo humano, el factor más importante de la producción. Escribía Hannah Arendt en 1958: «El superior poder de la máquina se manifiesta en su velocidad, que es mayor que la del cerebro humano; debido a esta mayor velocidad, la máquina puede prescindir de la multiplicación, que es el ingenio técnico preelectrónico, para acelerar la suma». Se trata de la máquina «inteligente», el homúnculo de los alquimistas (“La permanencia del mundo y la obra de arte”, traducción de Ernesto Rubio en “Más allá de la filosofía”, Editorial Trotta, 2014). ¿Es una oportunidad, o una condena? ¿Qué pasará con el artificio humano, que según Arendt «ha de ser el lugar apropiado para la acción y el discurso»?