Pablo L. OROSA

AMNISTÍA PARCIAL BIRMANA TRAS EL ACOSO A MINORÍAS Y DISIDENTES

A tres meses para las elecciones, el Gobierno birmano ha decretado otra amnistía que permitirá liberar a 6.966 presos. Se desconoce si la medida incluye a prisioneros políticos, tras los últimos encarcelamientos de estudiantes, disidentes, activistas medioambientales y líderes étnicos opuestos al Ejecutivo.

Yo estoy en una lista negra del Gobierno. No puedo salir de aquí», afirma Phyu Hnin Htwe, una joven activista de 23 años que desde hace semanas reside en la pequeña comunidad campesina de Letpadaung, en el centro del país. Si lo hace, asegura, será encarcelada. Como lo fueron algunos de sus compañeros tras participar en manifestaciones contra la nueva ley de Educación que restringe la militancia política de alumnos y profesores y prohibe la creación de sindicatos.

Sus nuevos vecinos también conocen los métodos del Gobierno. El pasado año, durante las protestas contra la explotación de cobre que horada la montaña, una mujer falleció de un disparo policial en la cabeza. En 2012, los manifestantes ya habían sido dispersados con fósforo blanco.

A su llegada al poder en 2011, tras medio siglo de dictadura, el exgeneral Thein Sein se comprometió a liberar a todos los presos políticos antes de 2013. Aunque algunos han sido excarcelados en las distintas amnistías presidenciales de los últimos años, su promesa es aún papel mojado. Según los datos de la Assistance Association for Political Prisoners (AAPP), a finales de junio quedaban 169 presos políticos en las cárceles birmanas y otros 446 activistas a la espera de juicio.

La portavoz de la AAPP, Khin Cho Myint, recela del Gobierno. «En Myanmar no hay libertad», insiste. De las paredes de su oficina en Mae Sot, la ciudad tailandesa que acoge a miles de refugiados birmanos, cuelgan retratos de decenas de disidentes y líderes del levantamiento 8888. Conservan documentos, herramientas de tortura y hasta una réplica de una prisión. Hay un mapa con las decenas de supuestos centros de detención operativos en el país. «Podrían solucionar los problemas políticamente, pero no lo hacen. Siguen utilizando el modelo militar: golpean a los manifestantes, usan armas y después los castigan», afirma.

Solo en junio, 24 activistas fueron arrestados y 17 de ellos encarcelados. Esta misma semana, la conocida defensora de los derechos humanos Su Su Nway fue detenida por apoyar a unos campesinos. Al norte, en los dominios étnicos de las minorías kachin, shan y kokang, la campaña de hostigamiento por parte del Gobierno sigue siendo constante. Mientras el Ejército mantiene sus operaciones militares contra las guerrillas, el aparato judicial castiga a la resistencia civil. En las últimas semanas 32 personas fueron procesadas en el Estado arakan por presuntos vínculos con el Arakan Army. «Los militares siguen manteniendo el poder en el país y nos atacan de todas las formas que pueden. Siguen en guerra», asegura Khon Ja, responsable de la Kachin Peace Network

Violencia y fraude judicial en prisión

«La vida en prisión ha mejorado algo, aunque sigue siendo muy dura», asegura Khin Cho Myint. Los presos políticos son golpeados y torturados. «Fue una experiencia horrible. Pase nueve días sin dormir. Grupos de tres agentes se turnaban cada dos horas para seguir haciéndome preguntas. Querían los nombres de mis compañeros. Yo me negué. Entonces me volvían a pegar», relata U Gambira, uno de los líderes de la Revolución del Azafrán que llenó las calles de Myanmar de en 2007. El joven, al que retiraron su condición de monje, sufre las consecuencias físicas y psicológicas de meses de tortura, que le obligaron a pasar por el quirófano.

Además, el sistema judicial está controlado por el Gobierno. Los fiscales trabajan al dictado de sus intereses, ausentándose de las vistas o negándose a tramitar las apelaciones. «Ocurre muchas veces», apunta la portavoz de la AAPP. La pasada primavera un grupo de presos inició una huelga de hambre, ya concluida, para denunciar la «parcialidad» de la Justicia y llamar también la atención sobre las condiciones de salubridad de las prisiones y las deficiencias del sistema de asistencia sanitaria.

La amnistía presidencial debe leerse como una maniobra política del Gobierno de Thein Sein. A menos de cuatro meses para los comicios que deben consolidar el proceso de transición iniciado en 2003 y en plena negociación de un alto al fuego definitivo con las guerrillas étnicas, el Ejecutivo ha justificado la medida de gracia «en aras de la estabilidad y la paz duradera, la reconciliación nacional, por razones humanitarias y para que –los beneficiados– puedan participar en el proceso político». Una decisión que, seguro, ha agradado a la diplomacia estadounidense y europea que respaldan el programa de democratización del país.

El momento elegido permite, además, aliviar las tensiones con China, después de que la pasada semana 155 ciudadanos chinos fueran encarcelados en Myitkyina, capital del Estado kachin, por un delito de tala ilegal. Desde principios de año, la histórica relación entre ambos países se había deteriorado por los constantes enfrentamientos en territorio fronterizo entre el Ejercito birmano y minoría kokang que ha causado ya la muerte de civiles chinos. La prensa local ha confirmado que entre los amnistiados se encuentran todos los ciudadanos chinos.

Del perdón se beneficiarán también ocho antiguos oficiales de la Inteligencia birmana encarcelados en 2004 como parte de una purga liderada por la cúpula militar, así como otro medio centenar de extranjeros.

Los que parece que no han sido incluidos son los nueve periodistas procesados en los últimos meses. El decreto gubernamental impide que sean indultados aquellos cuyos casos sigan abiertos, lo que evita la excarcelación de decenas de activistas críticos con el Gobierno. Según la AAPP, solo medio centenar de prisioneros políticos con penas menores podrían estar entre los amnistiados.