Mostafà Shaimi
Investigador en la Universitat de Girona y formador en dinamización comunitaria
ANIVERSARIO DE LOS ATAQUES DE BARCELONA Y CAMBRILS

17A: ¿Y si le damos más vueltas?

Pasadas las polémicas conmemoraciones, toca hacerse las preguntas más incómodas sobre las causas que movieron a los atacantes el 17 de agosto del año pasado, así como las formas de prevenir nuevos ataques. Recuperamos para ello el artículo publicado por Mostafà Shaimi en el diario catalán “Jornada”.

Es necesario conmemorar los hechos del 17 de agosto de 2017. Estamos prácticamente obligados. Es una fecha que ya forma parte de nuestra historia. Las reacciones del momento fueron, hasta cierto punto, excusables. Algunas más que otras. Una sociedad, ante ciertos reveses, hace lo que puede. Pero a medida que pasa el tiempo y nos alejamos del día, estamos obligados –si me lo permitís– a intentar entender los hechos y deliberar sobre lo que pasó.

Las reacciones posteriores a los atentados, que tienen continuidad y se han enraizado como formas adecuadas de reacción, no nos ayudan a profundizar en el análisis. El Govern se apresuró a construir la versión oficial: Catalunya ha sufrido un ataque terrorista. Pero el relato del terrorismo es un relato de fachada, simple y conservador. De víctimas y culpables. La cuestión es más compleja, sobre todo cuando se trata de unos jóvenes de menos de 24 años, algunos con 17 o 18 años, y nacidos en Catalunya. Evidentemente, matar personas inocentes es un acto injustificable. Pero suele haber, entre la violencia, razones políticas que deben aflorar. Que estas razones no sean justificables no quiere decir que no se deban analizar y debatir, sobre todo cuando queremos que no se repita la masacre. En este sentido, es una buena noticia, de entrada, la creación de la comisión de investigación en el Parlament de Catalunya sobre estos hechos. Veremos cómo se desarrolla.

En este artículo, con todo el respeto al dolor de los familiares de las víctimas, y más allá de la vinculación de Abdelbaki es Satty con los servicios secretos españoles –y más allá, también, de valorar la actuación de los Mossos d’Esquadra y si era evitable la muerte de algunos de los jóvenes (esperemos que la comisión de investigación lo aclare)–, lo que quiero hacer es replantear algunas cuestiones que son, a mi parecer, importantes a la hora de intentar entender lo que ocurrió.

La primera cuestión es la contingencia de los hechos. Los atentados podrían no haber pasado, podrían haber pasado en otro lugar. Los jóvenes que cometieron los atentados pudiesen haber sido de Vic, de Madrid o de Rotterdam. No se daban, si quieren, las condiciones necesarias y suficientes, sino una contingencia. Era posible, pero no necesario. ¿Qué diferencia hay? ¡Mucha! Cuando se pueden identificar las causas, se pueden, en principio, prevenir las consecuencias. Pero cuando los hechos son contingentes, el análisis se torna complejo. Concebir que los atentados no eran un hecho contingente nos lleva a la prevención indiscriminada: cualquiera que pertenece o está vinculado a la tradición o la práctica musulmana podría ser sospechoso.

Eso se ve claramente en el protocolo de prevención y detección de radicalismo (Proderai) que implantó el Govern de la Generalitat de Catalunya en 2016: «Asimismo, es importante señalar que si bien la radicalización islamista generalmente se asocia a jóvenes educados en el islam, la realidad muestra que cada vez son más los jóvenes conversos o no musulmanes que se suman a este proceso». Esta mirada policial para abordar problemas sociales y políticos, además de invadir el ámbito educativo –el Proderai se ejecuta en los centros educativos–, es un error político que fomenta el racismo y marca la línea de la discriminación. No se puede hacer del supuesto vínculo religioso un factor de identificación policial y de seguridad.

¿Qué hace que los atentados de Barcelona y Cambrils –otros antes, y otros que vendrán– sean posibles en el contexto europeo? Los factores del malestar pueden ser muchos y las reacciones, también, y de muchos tipos. Acordémonos de la quema de coches en la banlieue en Francia. Pero hay dos detonantes muy claros que, cuando se conjugan, son determinantes. El primero, de carácter global: el papel que tiene Occidente, desde hace décadas, en el mundo árabe, empezando por Palestina, pasando por Irak y Argelia, hasta lo que se llamó la primavera árabe y la guerra de Siria. Los pueblos del mundo de tradición amazigh, árabe y musulmana, en gran parte, tildan los países occidentales de etnocéntricos, neocoloniales e imperialistas. Un sentimiento de injusticia social muy enraizado que, para algunas personas, sirve como motor de odio. Esta concepción también la tienen muchos jóvenes vinculados a estos países y que ahora viven en Europa.

El segundo factor es de carácter local y tiene que ver con el racismo. Muchas personas que viven en Catalunya –venidas de fuera o nacidas aquí con raíces extranjeras– consideran que la sociedad catalana es, mayoritariamente e institucionalmente, racista y que los maltrata. El racismo que sufren es de índole material y simbólica. Material porque tienen una situación administrativa y legal inferior a la de las personas «autóctonas», dificultades para acceder a puestos de trabajo, a la vivienda, a locales de ocio por razones de origen, o están abocados a la pobreza. Simbólica porque son los «moros», no son reconocidos como iguales y les es negado el derecho a la diferencia o la indiferencia.

Este cóctel de denegación, material y simbólica, lleva, como dice De Sousa Santos, a la «degradación ontológica» o, como dice Arendt, a la «vida despojada de dignidad e igualdad». Ante esta muerte política, las personas afectadas tienen cuatro tipos de reacción: la primera es resignarse y vivir en paralelo a la sociedad, en una especie de submundo; la segunda, intentar asimilarse al máximo a los «autóctonos» y pasar desapercibidos; la tercera, actuar políticamente y hacer de la propia vida una lucha antirracista, y la cuarta, el suicidio: matar matándose.

Ante esta situación, ¿qué caminos tenemos que recorrer? Combatir los elementos de exclusión materiales y simbólicos. Toda sociedad es desigual, injusta y fragmentada, pero cuando la base de esta desigualdad es simbólica –es decir, hay personas a las que les es negado el derecho a existir simbólicamente –se vive una violencia máxima. Permítanme hacer una distinción para clarificar lo que quiero decir: la pobreza material es una violencia que tiene consecuencias importantes en las vidas, pero la posibilidad de luchar contra ella existe y puede dar sentido a estas vidas. La negación simbólica es algo más penetrante, una eliminación en toda regla. Lleva a la destrucción. Son necesarias políticas de reconocimiento –que no quiere decir discriminación positiva– de las personas venidas de fuera: igualdad de derechos y ciudadanía plena, presencia en el ámbito político, medios de comunicación y servicios público. ¡Y es necesario eliminar el racismo!

Ante la contingencia, no tenemos ninguna otra opción: convivir con la amenaza y construir una sociedad igualitaria y libre de racismos. La prevención policial tiene efectos limitados. Lo sabemos.

*Artículo publicado originalmente en el diario “Jornada”