Víctor ESQUIROL
«Beautiful Boy»

Miserias del drama bonito

Era cuestión de tiempo. En las primeras jornadas de Competición, la 66ª edición de Zinemaldia había rendido a un gran nivel. Por encima, seguramente, del de años anteriores. Las apuestas a priori más fuertes no decepcionaban y las que llegaban tapadas a la cita se descubrían como algo más que una agradable sorpresa. Todo bien, pues todo invitaba a la alegría; a ver más cine...

Hasta que este círculo virtuoso se rompió. El primer tropiezo en la carrera por la Concha de Oro lo protagonizó una producción estadounidense avalada, antes de entrar en la sala, por un elenco de actores y un director que despertaban optimismo.

Detrás de la cámara estaba Felix Van Groeningen, autor de, por ejemplo, aquel fenómeno titulado “Alabama Monroe”; delante encontrábamos a Steve Carell (cada vez más consolidado como valor de prestigio) y Thimotée Chalamet (última gran moda de la factoria indie). Pero ya se sabe que los resultados artísticos no siempre se corresponden con la lógica aritmética.

En el cine, ya lo sabemos, uno más uno no tiene por qué llegar a dos. Buena cuenta de ello da la película en cuestión, “Beautiful Boy”, via crucis de un padre y de un hijo por el tortuoso mundo de las drogas.

El segundo es un adicto. Al alcohol, a la marihuana, a la cocaína, a la metanfetamina... A todo. El primero se debate constantemente entre volcarse a base de todo tipo de cuidados, o directamente arrojar la toalla. Van Groeningen, por su parte, se empeña en embelesar una historia que, por mucho que repita lo basadísima que está en hechos reales, no consigue disipar el tufo a fantasía pueril. Su abusiva explotación de recursos estéticos, sumada a la unidimensionalidad de un drama excesivamente machacón, delatan las costuras de una película cegada por su voluntad de premios. Una fábrica –fallida– de lágrimas al borde de la bajeza moral.