David FERNÀNDEZ
PERSPECTIVAS EN CATALUNYA PARA 2019

Alargar la excepción para impedir la solución

Este 2019 estará marcado inevitablemente por el juicio a los dirigentes independentistas catalanes. Un proceso judicial por el que, según el periodista David Fernàndez, el Estado español obliga a sentarse en el banquillo a la mayoría social catalana y al derecho de autodeterminación. «Año nuevo con las viejas excepciones de siempre», sentencia.

- No conozco esa ley –dijo K.

- Pues peor para usted

–dijo el vigilante.

- Solo existe en sus cabezas –dijo K.

- Ya sentirá sus efectos.

Franz Kafka, “El Proceso” (1925)

Año nuevo con las viejas excepciones de siempre, la agenda política catalana arrancará en breve, a la sombra prevista de un 22 de enero marcado en rojo en el calendario y bajo los compases del mayor juicio político revivido en Catalunya desde las postrimerías franquistas.

Días de enero y silencio en la sala, se juzgará por rebelión a nueve hombres y tres mujeres: la presidenta encarcelada del Parlament, medio Gobierno catalán entre rejas y los dos portavoces presos de los dos mayores organismos civiles y sociales, Ómnium Cultural y la ANC. Ahí es nada, solo en falsa apariencia demofóbica: en realidad, a quien obligan a sentarse en el banquillo de los acusados es a la mayoría social catalana y al derecho de autodeterminación. Pretenden condenar a unos pocos, sí, pero para sentenciar a unos muchos. Como mínimo, proceso al procès, a la dignidad de dos millones de catalanes y catalanas, aunque la afectación ejemplarizante impactará en toda la sociedad. Manuales represivos que triunfan en corto pero fracasan en largo, el Estado español ya ha asumido que la hipotética victoria sobre el independentismo solo se puede forjar sobre el órdago de la devaluación democrática, la regresión represiva y la degradación judicial, aunque Estrasburgo lo tumbe dentro de unos años. Santiago y cierra España, que ancha es Castilla. Patadón y pa’lante.

Tribunal especial mediante tras una instrucción que arrancó tricornialmente entre McCarty y Torquemada y a denuncia de Vox, el 1-O verá caer antes del verano su primera sentencia. No será la única, ni mucho menos, pero sí la que fijará el patrón del castigo, el molde de la venganza y la amenaza permanente contra la razón democrática de la libertad política catalana. Ya lo escribió el añorado Javier Ortiz años ha y con el telón vasco de fondo. Corría 1995: «Para que el juego éste de la democracia tuviera alguna gracia, haría falta que la Ley considerara tan delito de rebelión alzarse en armas contra la unidad de España como hacerlo para defenderla».

Eterno retorno represivo, el búnker judicial –donde los tuétanos del Estado han externalizado la excepción para impedir toda solución– pretenderá poner precio y endosar factura a la autodeterminación. Constante histórica del «a por ellos», lo desplegarán con un galimatías legal y un laberinto judicial repleto de piruetas, disfunciones encadenadas e irregularidades constantes. Los mismos hechos se enjuiciarán en cuatro instancias distintas: Tribunal Supremo, Audiencia Nacional, Tribunal Superior de Justicia de Catalunya y Juzgado número 13 de Barcelona.

Lo único indudable es que la pauta y la doctrina –hoy, ayer, mañana– la marcará la toga negra del conspicuo Manuel Marchena desde la pieza principal, preludiada por la infausta instrucción de Lamela y Llarena.

La extraña triada simbiótica entre Estado, extrema derecha de Vox y Fiscalía que compartirán polo acusador daría para unas cuantas metáforas inquisitoriales, tras el año del 40 aniversario de la Constitución y de la transición –fuera mitos– nada o poco pacífica. Entre 1975 y 1983 perdieron la vida 714 personas. Espejo del tiempo que nunca pasa en balde, el 90% de la sociedad catalana aprobó entonces aquella Carta Magna. Cuatro décadas después, solo el 17% de catalanes y catalanas lo ratificaría y el 57% votaría abiertamente en contra.

El proceso destituyente es ya una realidad inapelable. Cómo acaba y en qué se traduce está por ver, pero lo sólido es que tras el 1-O nada será como antes, nada será igual y nosotros ya no somos los mismos. Vázquez Montalbán escribió que la transición mutó como equilibrio de debilidades –nadie podía ganar al otro– pero hoy, tal vez y a la inversa, asistamos a un equilibrio de fortalezas.

Sea como sea, el año empieza como acaba el anterior: con la persistencia de la mayor desautorización colectiva y deslegitimación social del régimen del 78. Con Monterroso, cuando despierten a 2019 verán que seguimos ahí, tras 16 meses de excepciones y represiones. Díscola hemeroteca, no deja de ser elocuente que el 6 de diciembre de 1988, primera década constitucional, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos emitiera su primera sentencia condenatoria contra el Estado español. ¿Motivo? No haber garantizado un juicio justo a los independentistas catalanes procesados en el “caso Bultó”.

30 años después, urge monitorizar y detallar la cartografía entera de la doctrina del shock aplicada contra Catalunya desde octubre de 2017, imponiendo por vías represivas lo que ya saben que nunca conseguirán por las urnas. El mapa completo dice todo lo que calla: deposición del Gobierno autonómico, disolución del Parlament, imposición de las elecciones que volvieron a perder, destitución de 250 altos cargos públicos, el 80% de los alcaldes investigados, equiparación de la protesta social de los CDR con delitos de terrorismo y un suma y sigue caótico que afecta ya a más de mil persones. Exilio, represión y cárcel, de nuevo, en la realpolitik catalana, que resiste hoy bajo tutela judicial efectiva y efectista.

Memoria de un dolor anterior y lucha contra el olvido como antídoto contra los desmanes del poder, el ciclo represivo de la excepcionalidad vasca –el que se agudizó entre el cierre de “Egin” en 1998 y la legalización de Sortu en 2012– deja unas cuantas lecciones a propósito de la madeja del laboratorio represivo españolista, visible aún en su inmóvil política penitenciaria. Es difícil, por imposible, olvidar las palabras del estimado Mariano Ferrer –y recomendar hoy su relectura– tras la sentencia del sumario 18/98. Ante la construcción jurídica de un estado de excepción sin declarar aún resuena su «¿cuánto tiempo y cuánto esfuerzo hará falta para reconstruir la razón democrática?». La pregunta sigue perdurando diez años después: ¿Cómo se deconstruye la vasta arquitectura represiva construida? ¿Cómo se vence la siniestra y sinestéstica razón de Estado? En medio, una terrible –por perversa– paradoja: si en Euskal Herria la máxima oficial fue que en ausencia de violencia se podría hablar de todo, en Catalunya, mal vamos y a peor, han aplicado la inversa desproporcional: «En presencia de pacifisimo no se puede hablar de nada». No hay casualidades en esta historia: los mismos que se negaron a un proceso de paz vasco son los mismos que, porras contra urnas, niegan hoy un proceso democrático catalán.

En 2019, toda la artillería represiva convivirá con una excepción convertida en normalidad y con al menos dos factores que entrarán en liza enseguida:&punctSpace;el contexto estatal –la irrupción de la ola de la alt right española y la funcionalidad histórica, como porra extensible del sistema, de la extrema derecha– y las tensiones en las diferentes sensibilidades del movimiento soberanista, que triangulan entre cárcel, Gobierno y exilio entre líneas divergentes. O un nuevo momentum unilateral en corto, o fase larga de ensanchamiento de la base social, o el ímprobo intermedio de una transición reloaded. Lo que se ve y lo que no, el independentismo adolece y acusa, a las puertas del macrojuicio, de falta de unidad estratégica política –ni que sea al mínimo común denominador de afrontar colectivamente la razón de Estado–, mientras el 80% de la sociedad se opone a la cárcel y se sigue movilizando y llega otro ciclo electoral que todo lo enrarece. A pesar de todos los pesares, este año seguirá silbando que: o hay una vía democrática a la independencia o habrá que construir –sobre el vacío y en auzolan– una vía independentista a la democracia. En esa encrucijada seguimos aún y todavía.

¿2019? Si el objetivo de la represión política siempre es político –esto es, violentar la voluntad democrática y hacerla desistir–, no habrá ni mayor ni mejor respuesta antirrepresiva del movimiento popular por la autodeterminación que persistir en los objetivos, bajo excepción, y desobedecer lo proscrito como garantía de libertad. Porque finalmente la resolución del dilema catalán –el anómalo problema español– radica y pivota de nuevo sobre los mismos ángulos de 1978: poder abrir desde abajo todo lo que pretenderán cerrar por arriba. Con una imborrable lección aprendida y autoconstituida el 1-O: lo mejor de la gente –que sigue ahí y vino para quedarse– contra lo peor de la represión.