Raúl Zibechi
Periodista
GAURKOA

Después de Bolsonaro

Jair Bolsonaro ya ocupa la presidencia. Permanecerá en ese sitio durante cuatro años, aunque es probable que consiga un nuevo mandato, con lo que puede estar en los próximos ocho años en el Palacio de Planalto. Aunque en ese tiempo puede hacer mucho daño, de hecho ya comenzó a hacerlo, se trata de un tiempo acotado. Si le sumamos los dos años que gobernó Michel Temer (2016-2018), completamos una década de conservadurismo. Es el tiempo mínimo que duran los ciclos históricos cortos. Hacia lo que apunto es a pensar y planificar cómo resistir bajo este ciclo y qué proponemos para después. No quiero enfatizar en lo obvio: que Bolsonaro es la extrema derecha, es insoportable, reaccionario, pretende volver al siglo XIX, y así. Deberíamos avanzar en la comprensión de la nueva derecha para enfrentarla mejor.

Lo que está en marcha es una revolución conservadora, como la califica el filósofo brasileño Marcos Nobre (Piauí, diciembre 2018). En Brasil este proceso lo encabezan varones blancos, con enseñanza superior completa e ingresos de más de diez salarios mínimos. No son los superricos, son los que se sitúan un escalón por debajo en la pirámide social, pero se referencian en ellos.

Su campaña reposó en las redes sociales y en una amplia movilización, pero carente de organización. Bolsonaro forma parte de una nueva internacional conservadora en la que militan la Casa Blanca, los gobiernos de Italia, Hungría, Polonia e Israel, y los de Colombia y Chile en América Latina. Según Nobre, esta nueva derecha no pretende gobernar para toda la población, sino para una franja del 30 al 40% del electorado. La clave es «fidelizar esa base para mantener el poder», y polarizar con enemigos reales o imaginarios durante los procesos electorales para alcanzar la mitad de los votos.

Esta nueva derecha se recuesta en el enorme poder del 1% y se define como antisistema, porque rechaza la vieja política de partidos, de alianzas y acuerdos negociados. En este sentido, no solo rechazan el espíritu de la democracia (que no gira en torno a los votos sino al debate abierto y los acuerdos), sino también las formalidades que la acompañan y que suponen el respeto de las diferencias.

En su primer día de gobierno, Bolsonaro excluyó a la población de lesbianas, gays, bisexuales y transexuales como beneficiaria de los programas de derechos humanos que impulsa el Ministerio de la Mujer, la Familia y los Derechos Humanos, en manos de la pastora evangélica Damares Alves. La ministra se declaró enemiga del feminismo y en una de sus primeras intervenciones dijo que con el nuevo gobierno «los chicos volverán a vestirse de azul y las chicas de rosa» (“La Nación”, 3 de enero de 2019).

Durante la ceremonia en la que fue investido como presidente, la multitud en la Explanada de los Ministerios en Brasilia, gritaba «¡WhatsApp! ¡WhatsApp! ¡Facebook! ¡Facebook!». La periodista Eliane Brum, chocada con semejante escena, escribe: «Quien quiera comprender este momento histórico tendrá que pasar años dedicado a analizar la profundidad contenida en el hecho de que los electores berrearan el nombre de un aplicativo de una red social de internet, ambos de Mark Zuckerberg, en la asunción de un presidente que las eligió como un canal directo con la población y le dio a eso el nombre de democracia» (“El País”, 3 de enero de 2019).

La periodista, la más premiada de Brasil, sostiene que no existe la menor diferencia entre el presidente y sus electores: personas comunes, sin ningún rasgo que los haga especiales, sin el menor rasgo de excepcionalidad (como la que representaba Lula o incluso Fernando Henrique Cardoso). Por eso lo eligieron, porque es como esas personas que tenemos en todas nuestras familias, con las que compartimos los cumpleaños y las fiestas, gente sin rasgos que las distingan. «Mediocres», dice Brum.

El canciller Ernesto Araújo, uno de los más ultras del gabinete, definió una estrecha alianza con Estados Unidos y un rechazo activo a Cuba y Venezuela. En su primer discurso fue más lejos que el propio Trump al rechazar la globalización: «Vamos a luchar para revertir la globalización y empujarla de vuelta a su punto de partida». Es la misma línea que el presidente, cuando rechaza lo «políticamente correcto».

Con esta derecha es difícil, si no imposible, debatir como lo hacemos los militantes de izquierda y de movimientos sociales en las más diversas regiones del mundo. Lo más notable es cómo ha construido una amplia base social dando respuestas a los «miedos e inseguridades del hombre común ante las transformaciones del mundo contemporáneo», como sostiene el politólogo brasileño Alvaro Bianchi al explicar el éxito de un filósofo, Olavo de Carvalho, convertido de la nada en mentor ideológico de Bolsonaro (“El País”, 3 de diciembre de 2018).

Son miedos a los diferentes y a los cambios. A las feministas y los gays, a los negros y a los inmigrantes, al desempleo por los cambios tecnológicos y a la dificultad de reconvertirse y adaptarse. Son miedos similares a los que llevaron a los alemanes a apoyar a Hitler y culpar de todos sus problemas a los judíos, los comunistas y los gitanos.

El punto central es cómo resistir y qué estrategia adoptar cuando llegue el declive inevitable del proyecto de la ultraderecha.

El primer punto es aceptar que la democracia real (cuyo clímax fue el Estado del Bienestar) ya no existe ni volverá en un futuro previsible. Por lo tanto, los conceptos de ciudadanía, derechos y derechos humanos, solo serán aplicables a una parte de la humanidad, probablemente el 30% de las personas. Si apelamos a las instituciones para exigir justicia, obtendremos casi nada o algo simbólico, como ha hecho el sistema de justicia con «La Manada», por poner apenas un ejemplo. Esto no quiere decir que haya que dejar todas las instituciones en manos de «ellos».

Lo segundo, es recuperar los conceptos de «nosotros» y «ellos», o los de arriba y los de abajo, o los nombres que cada quien quiera poner (clases, grupos étnicos, nacionalidades, y así). Esto apunta en una dirección completamente diferente: jugar en nuestra cancha con nuestras reglas, no con las reglas de ellos en sus campos. Construir nuestros mundos, nuestras realidades, que son la base de nuestra existencia, como hacen los pueblos originarios y negros en América Latina y se hizo siempre bajo las dictaduras.

Esto supone que cada quien está organizado. Cómo y de qué forma, será cuestión de cada quien. En lo personal, prefiero grupos medianos o pequeños de carácter territorial, articulados entre sí, de forma permanente o esporádica para actividades concretas. Lo importante es que en esos espacios debemos recrear una cultura propia, que no esté basada en el inmediatismo de las redes sociales, ahora que sabemos que son uno de los tantos modos de control y disciplinamiento de mentes y cuerpos.

Lo tercero es que necesitamos un cambio cultural profundo, que enfatice en el largo plazo, en las relaciones duraderas y de confianza mutua, en una relación intensa y no utilitaria con la naturaleza. El anticapitalismo no puede venir de arriba, ni de formas de vida asentadas en el consumismo. Es una creación enraizada en la vida cotidiana, en las prácticas individuales y colectivas que apuntan en vivir mejor, pero con menos. No nos preparemos solo para las próximas elecciones (aunque votemos y tengamos un candidato propio), sino para que el día después nos encuentre más organizados y mejor preparados.