Iñaki Egaña
Historiador
GAURKOA

Rehenes

La cuestión de los presos ha sido uno de los temas que emocional y políticamente ha concitado mayor preocupación y dedicación en Euskal Herria desde las detenciones masivas que se produjeron al concluir la guerra civil en suelo vasco, en torno a las 60.000 personas. La solidaridad con los presos ha sido, de lejos, el movimiento popular más constante y numéricamente mayor de la historia reciente.

Desde que, por razones de maquillaje de su pasado, los estados pusieron el cronometro en el nacimiento de ETA, unos 7.500 hombres y mujeres han pasado por prisión acusados de haber pertenecido a la organización vasca, así como a otras también armadas, tales como Iparretarrak, Comandos Autónomos o Iraultza.

Con algunas excepciones en la década de 1960 y la primera de 1970, todos los acusados, juzgados con diferentes códigos penales, salieron de prisión después de cumplir íntegramente sus penas. Las excepciones fueron las rebajas de penas de la década primera, relacionada con hechos como el cumpleaños del dictador o la nominación de un nuevo dirigente de la Iglesia católica. También aquellos tres indultos generalizados que afectaron a varios centenares de presos vascos entre finales de 1976 y el verano de 1977 para avalar al nuevo régimen.

Entre las excepciones también habría que compartir aquellas que afectaron a diversas negociaciones bilaterales entre los polimilis y el Gobierno de UCD luego avaladas por el PSOE, a cambio de su disolución y que concernieron a casi dos centenares de presos. Y desde la década de 1980, las distintas vías que atañeron a varias decenas de presos, entre ellas y la última, la llamada Vía Nanclares.

Estas constataciones nos dejan un número terrible. Casi 7.000 hombres y mujeres han cumplido su condena íntegra, para poder recobrar su libertad de nuevo. Salieron con dignidad, no sin antes haber pagado un precio altísimo. Como jamás había sucedido en ninguna época de la historia vasca, ni siquiera de la española o de la francesa. Jamás grupo alguno sufrió tantos años de prisión colectivamente como el relacionado con ETA y otras partidas armadas vascos.

Ni siquiera los colaboracionistas franceses con el nazismo, ni los carlistas derrotados en el siglo XIX, ni los soberanistas navarros que sufrieron la victoria y el escarnio de Castilla y Aragón en el siglo XVI penaron tantos años en prisión. Y recordar que en 2003 se alargaron las condenas hasta los 40 años de cumplimiento íntegro. Castigo superior a la cadena perpetua histórica.

La extensión del castigo tiene que ver con la crisis del Estado español y su modelo territorial. Es cierto que en la primera crisis profunda, la que le llevó a la desaparición de su imperio, impuso la pena de muerte como sustitución de la prisión, lo que hoy llamaríamos ejecución extrajudicial, el asesinato masivo del disidente. Hecho que volvió a repetir en su enésima crisis, esta vez ahondada por el hecho social. La que promovió el golpe de Estado de 1936. De nuevo los asesinatos masivos, como en otras zonas del Estado, miles de vascos fueron ejecutados.

Y esta última crisis, la de las últimas décadas, ahondada en los últimos años por la apertura de un frente que hasta entonces Madrid suponía bajo control, el catalán. La detención de los líderes soberanistas catalanes, con el único argumento supremacista y uniformador, el español, augura una vuelta a los orígenes. España necesita rehenes para afianzar su naturaleza territorial. No va con su proyecto el hecho político.

Por ello, es ingenuo pensar en un escenario de presos políticos igual a cero, de la misma manera que es ingenuo creer que España pedirá perdón por su ensañamiento, por las torturas, por las ilegalizaciones, las ejecuciones extrajudiciales. En un escenario de retroceso evidente de libertades civiles y democráticas, no estaría hoy en día siquiera asegurado que abandonando las aspiraciones soberanistas las cárceles quedarían vacías.

La crisis del modelo territorial español que han generado ambos proyectos, catalán y vasco, por vías diferentes, es de tal magnitud que únicamente hay dos salidas: victoria o derrota. Y frente a la dicotomía, Madrid juega a la grande: mantener todo el aparato y legislación de excepción de una fase anterior.

Nuestros presos lo fueron en una época de confrontación político-militar, mientras los catalanes en una de confrontación democrática. Sin embargo, unos y otros son juzgados y criminalizados sobre los mismos supuestos. Los presos corresponden a distintos modelos, estrategias, tiempos, hechos y lógicas. Por eso, liberarlos necesita de tácticas diferentes. Y el Estado va a utilizar las suyas según interés coyuntural.

Y las gubernamentales pasan por mantener rehenes, dentro de un concepto de una estrategia bélica más amplia para modificar los objetivos de la disidencia territorial (victoria) o «morir matando», activando todos los resortes de su agonía (derrota). Lo hicieron con el Bateragune, lo han hecho con dirigentes del procés.

Por ello, una estrategia republicana e independentista, vista la naturaleza política de España y el calado de su crisis, tiene un coste asegurado: nuevos presos y exiliados. En la medida que las dinámicas se aceleren, la represión también se precipitará. Madrid continuará con esos cientos de presos en sus cárceles, poniendo palos a las ruedas de su excarcelación, modificando leyes, atrasando la aplicación de la legislación europea. Y volverá a las detenciones masivas o selectivas para alentar el miedo entre la población periférica.

Pero, ¿mientras? ¿Cómo abordamos y cerramos ciclos? ¿Cómo equilibramos ese necesidad de tener a nuestros presos en casa, fruto de una estrategia anterior, con los previsibles que nuestro proyecto acarreará con la respuesta hispana? El futuro más cercano sigue anunciando nubes de confrontación. Y como cantaba Lluís Llach (“Abril 1974”): «Compañeros, si sabéis donde duerme la luna blanca, decidla que la quiero pero que no puedo acercarme a mirarla, porque aún hay combate».