Antonio Álvarez-Solís
Periodista
GAURKOA

Sustancia de la República

En el anterior artículo de esta modesta serie de trabajos sobre el cambio de civilización, que determinados pensadores ven ya como muy próxima –proximidad entendida en su dimensión histórica–, añadí algunas observaciones sobre el contenido ideológico que necesariamente acompañará a este proceso, ya que no hay civilización nueva que no vaya sustentada por la correspondiente ideología que le sirve de lenguaje y le concede soporte. Parece necesario, por tanto, que aclaremos la sustancia de la ideología, que es algo mucho más profundo que los cambios culturales que acontecen de vez en cuando en el Sistema vigente y a los que se da el pomposo nombre de revolucionarios. Esos historiadores, filósofos y políticos que califican de revolución cualquier innovación cultural sobresaliente, quizá por halagar a sus protectores, olvidan, al parecer, que para hablar de un cambio de civilización en toda su realidad ha de sustituirse hasta la raiz el anterior Sistema ideológico a fin de concebir al hombre nuevo como totalmente «otro» en sus concepciones morales, sus relaciones vitales y su voluntad de vivir distintamente el mundo. Es decir, una nueva civilización tiene que hacerse con un espíritu muy parecido al que posee una concepción religiosa.

La sustitución es tan compleja, dice Norman Birnbaum en su obra “La crisis de la sociedad industrial” –concebida desde un pragmatismo exultantemente norteamericano– ha de tener en cuenta que la ideología dominante es roqueña y excluyente (de ahí las tragedias bélicas que la acompañan), los mecanismos de integración de esa ideología condenada a desaparecer son tan eficaces y las posibilidades de resistencia al cambio resultan tan reducidas, que los hombres siguen creyendo lo que tienen que creer y haciendo lo que tienen que hacer. Es la era de la aquiescencia universal y esto permite que la máquina social funcione mejor. El hecho de que esta máquina elimine la necesidad de elección humana es el precio a la vez temible e inevitable que pagamos por contar con ella.

Obviamente la ideología dominante trata de hacer inviable toda otra civilización. Ese intento es juzgado, incluso, como un atentado a la racionalidad y una desviación del derecho natural que gobierna el desarrollo. Por eso, acometer una acción revolucionaria para abrir brecha hacia un futuro de verdadera democracia ha llegado a considerarse en muchos casos como una forma de terrorismo. Insisto en que la situación es tan difícil que ha llevado, por su parte, al obispo de Woolwich, John Robinson, a declarar que la atracción del Sistema es de tal fuerza que ha destruido la libertad de pensamiento en el 40 o 50% de la población poderosa y en el 95 o 99% de las clases medias y la clase obrera. ¿Qué hacer, por tanto? Ante todo hay que prescindir del protagonismo de los partidos, impregnados del Sistema ya inválido, y reavivar un modo de comportamiento que históricamente ha desatado en una serie de países una efervescencia popular dirigida al rescate de la libertad y de la igualdad. Hablo del sentido republicano. España vivió una de esas efervescencias en que las clases medias y obreras se fundieron un abrazo fraterno para conquistar esa igualdad y esa libertad que fueron imposibles en nuestra historia.

Un filósofo de la integración social como Lavín Lavina llegó a decir que la mirada entre los seres que viven esos momentos republicanos parece fundirse en un solo rostro que refleja la ideología de la esperanza. La España de las mil caras tiene que lograr un solo rostro: el de la modernidad. El sentimiento del «yo» empobrecido por su soledad se enriquece con la presencia del «tú» en una aproximación que no habla de pretensiones partidarias sino de un escenario donde acontece la gran resurrección del ser humano.

La situación es tan compleja que ha llevado, según al citado obispo de Woolwich, a añadir por su parte, como Iglesia, que el Sistema presente ha degradado muy seriamente al ser humano con ese atentado a la citada libertad tan duramente conquistada, como ya afirmamos anteriormente en la cita de porcentajes de los que renuncian a proseguir el proceso creador de otras posibles vidas, por estimar que la forma de vida actual, aunque muy dura, es la definitiva e insuperable que les puede garantizar la existencia material, a lo que ciertos pensadores existencialistas añaden, paradójicamente, la muerte de Dios, con lo que renuncian a la noble trascendencia de lo creado.

Así ha florecido también la doctrina, ya universalizada, del fin de la historia. Ese alegato clausura en cierto sentido nada menos que la dinámica copernicana y reproduce un extraño medievalismo.

De todo ello hablaremos en otra columna dedicada al secreto que ocultan las palabras, ahora inanes por quedar sin alma en un paisaje del que canta Mairena: «Dice la monotonía/ del agua clara al caer:/ un día es como otro día;/ hoy es lo mismo que ayer». ¡Pues de todas formas, viva la República!