Raúl Zibechi
Periodista
GAURKOA

Las ventajas de China en la crisis global

Una de las más notables ironías de la actual coyuntura mundial, es que mientras el comunismo fue un hándicap para la Unión Soviética en su enfrentamiento con las potencias occidentales, para China es una de sus principales ventajas. No me refiero a que exista tal tipo de régimen en la potencia re-emergente, sino al papel que ha jugado la revolución en su historia reciente y cómo le está ofreciendo una base política e ideológica para afrontar el conflicto con Estados Unidos.

Bajo la dirección de Xi Jinping, el Partido Comunista (PCCh) defiende con mayor vigor aquellas particularidades de la nación que la diferencian de las potencias occidentales. Un año atrás evaluaba el último congreso del partido, su defensa del socialismo, del «pensamiento de Xi Jinping» (que se coloca a la altura de Mao), del marxismo y la historia de resistencia y perseverancia que significó la Larga Marcha, cuando los comunistas se replegaron ante las campañas de cerco y aniquilamiento del ejército blanco (GARA, 6 de mayo de 2018).

La hipótesis que manejamos es que este «retorno» del marxismo y de los valores comunistas se produce en el momento en que arrecian las tensiones con Estados Unidos. La experiencia de las dos grandes revoluciones (nacionalista en 1911 y comunista en 1949), es la marca que diferencia al dragón de los países capitalistas. Cultivar esta diferencia parece ser el modo encontrado por el PCCh para unir a la nación y mostrar al mundo las diferencias con sus adversarios.

En este año, han sucedido algunos hechos relevantes. El más importante es la guerra comercial y tecnológica desatada por la administración Trump contra las importaciones chinas y, muy en particular, contra la empresa de vanguardia Huawei, cuyo desarrollo sigue adelante pese a los problemas que le genera el bloqueo. Con razón, la dirección china recibió la política de Trump como una agresión y un intento por impedir su ascenso pacífico como potencia global.

Pero China siguió aumentando su influencia en el mundo y consiguió, digamos, romper el cerco. Italia se sumó a la Ruta de la Seda, el mayor proyecto global del dragón, siendo el primer país del G-20 que lo hace. En Sudamérica, también se sumaron Perú y Chile, dos aliados estrechos de Washington, entre muchos otros. La proyección internacional de China sigue adelante pese a los nuevos obstáculos.

Por otro lado, como señala Xulio Ríos, director del Observatorio de la Política China, «dos tercios de la inversión mundial en inteligencia artificial se realiza en China», con lo que mantiene una importante ventaja en algunas tecnologías como drones y reconocimiento facial (https://bit.ly/2KZpTQC). La batalla por la supremacía global pasa, en lugar destacado, por obtener ventaja tecnológica.

Pero el centro de los desafíos se sitúan en el terreno interno. Es aquí donde China tiene sus mayores ventajas, aunque algunas de ellas vayan en sentido contrario a las aspiraciones democráticas de los pueblos del mundo.

Estados Unidos presenta una doble fractura interna, política y social, que ha facilitado el ascenso de Trump a la Presidencia, que se puede sintetizar en la férrea disputa entre demócratas y republicanos y, en paralelo, en una crisis de la clase media y de la clase obrera, que ha ocasionado una epidemia de fármacos opiáceos con graves consecuencias para la salud (https://bit.ly/2RUNvq6). Consecuencia de la globalización que se llevó millones de puestos de trabajo en la industria, que decidió trasladar sus talleres a Asia para aprovechar los bajos salarios, dejando un tendal entre los obreros calificados.

Por el contrario, China muestra una cohesión interna mucho mayor. La clase media ya representa casi la mitad de la población (unas 600 millones de personas), en una nación en pleno crecimiento y optimismo respecto al futuro. El acceso al consumo, pero además a servicios de calidad, representa un cambio profundo en la vida de los chinos que medio siglo atrás sobrevivían en la indigencia.

Una parte considerable de esa cohesión se debe a la omnipresencia del PCCh, fundido con el Estado al que dirige y controla. Cuenta con más de 90 millones de miembros y, en palabras de Ríos, «en los últimos años, bajo el mandato de Xi, el Partido Comunista ha establecido comités del partido en casi el 70 por ciento de todas las empresas privadas y empresas mixtas del país para garantizar que las empresas avancen a la par con los intereses del Estado».

Sin embargo, la modernización de China no vendrá acompañada de la instalación de una democracia liberal, algo que la dirección ha descartado de forma explícita. El objetivo, según Ríos, consiste en «modernizar el país evitando que el caos y la decadencia vuelvan por sus fueros a la realidad china sino de lograrlo potenciando a la vez su propia identidad cultural y civilizatoria».

En suma, no habrá elecciones ni partidos que compitan en ese terreno. Un fuerte control estatal de la sociedad parece un camino sin retorno, como lo muestran las 400 millones de cámaras que controlan a la población del país. Un autoritarismo que recae sobre los uigures que habitan Xinjiang, la provincia de mayoría musulmana. Según Amnistía Internacional, cientos de miles de uigures han sido internados en campos de reeducación, lo que revela la cara más brutal del régimen (https://bit.ly/2VPSM7s).

Sin embargo, la población parece dispuesta a aceptar el férreo control estatal de internet o el sistema de «crédito social» que premia y castiga a quienes acepten el orden jerárquico sin rechistar. No debe, empero, juzgarse la realidad china (o cualquier otra) con ojos occidentales.

La democracia liberal o electoral no goza de buena reputación en países que han sido colonizados en su nombre. China no ha tenido nunca un sistema de ese tipo y no son claras las razones por las que debería seguir los pasos de Occidente. Otra cosa es la falta de libertades para los trabajadores y los pueblos, para las mujeres y las sexualidades disidentes. Pero de esa realidad se encargarán, esperemos, las y los chinos que sufran opresión.