Dabid Lazkanoiturburu
NUEVOS PARADIGMAS INTERNACIONALES

La geopolítica variable se pone a prueba en la guerra libia

La resistencia del mariscal Haftar a firmar un alto el fuego, al que le conminan su aliado ruso y Turquía, y los frenéticos movimientos diplomáticos en torno a Libia resumen la complejidad de un escenario internacional en el que, a falta de un liderazgo único, las distintas potencias pactan y se neutralizan en una suerte de geopolítica variable Como la geometría variable, a falta de mayorías, pero en el mundo.

Los analistas estadounidenses que, tras el desplome de la URSS, anunciaron el «fin de la historia» –léase el imperio urbi et orbe del modelo de democracia liberal bajo la batuta de EEUU y de Occidente– ni imaginaban, 30 años después, el actual y no ya solo multipolar sino incluso caótico escenario internacional.

Emborrachado por la victoria por agotamiento del adversario soviético, EEUU no vio venir su propia crisis de liderazgo, lenta pero inexorable. La emergencia de China como potencia mundial rival y el retorno de Rusia a la arena mundial (con las crisis de Georgia en 2008 y de Ucrania en 2014), anunciado por el famoso discurso de Vladimir Putin de 2007 en defensa del multilateralismo, coincidió con el desastre de las aventuras militares estadounidenses en Afganistán e Irak.

Con Barack Obama primero, y con Donald Trump después, EEUU ha ido dejando un vacío en Oriente Medio que ha sido cubierto por otros actores, el primero de ellos la propia Rusia.

Pekín sigue con su modelo de diplomacia tranquila y centra su ofensiva geoestratégica en su zona de influencia (mar de China Oriental), que discurre en paralelo con su despliegue económico y no menos estratégico por todo el Globo con sus nuevas rutas de la seda.

Moscú, que ni en sus peores tiempos perdió músculo militar y visión estratégica, –heredadas ambas de la era soviética–, ha vuelto de la mano de Putin con fuerza a la arena internacional, concretamente al Gran Oriente Medio, incluido el norte de África.

Su reciente viaje a Siria en plena crisis entre EEUU e Irán, donde fue él quien recibió en la base militar rusa al presidente sirio, Bashar al-Assad, muestra claramente quién manda en un país desangrado por casi nueve años de guerra.

Pero hasta en la mismísima Siria, Rusia, sumida en una crisis económica estructural –sumada a una crisis demográfica–, es un «primus inter pares». Que no es poco, pero que le obliga a contemporizar con los intereses y las agendas de otros. En el caso de Siria no solo las de Irán que, pese ser su aliado en la guerra siria no deja de ser un rival regional histórico de Moscú que pugna por llevarse su pedazo de la tarta de la reconstrucción del país árabe, sino de la Turquía de Erdogan, que reclama su espacio vital neotomano en la zona.

Al punto de que Putin ha negociado con el presidente turco una suerte de statu quo que tiene al Kurdistán (lo que queda de Rojava) como rehén, protegido, de momento, por un retén de las tropas estadounidenses.

Si la crisis siria presagiaba un nuevo escenario en el que las potencias y países vecinos reclaman su parte de ese invocado multilateralismo, la evolución de la crisis libia está llevando al paroxismo ese cambio de paradigma, en el que una miríada de países, ribereños o no, mueven ficha, se reposicionan, tejen alianzas circunstanciales con antiguos rivales o las rompen con viejos aliados y , en definitiva, pugnan por preservar –o en su caso promover– sus respectivos intereses.

Esta semana ha sido escenario de una sucesión de cumbres y de iniciativas diplomáticas espoleadas por dos factores interrelacionados.

La conquista de Sirte por parte de las tropas del mariscal Jalifa Haftar, que ya tienen en el punto de mira a la ciudad-estado de Misrata (histórico puerto otomano) en su ofensiva hacia Trípoli, ha acelerado el despliegue militar turco en defensa de sus aliados misratíes y del Gobierno de Trípoli (GNA), del primer ministro Fajez al-Sarraj.

Una guerra en la que cada bando tiene detrás a sus propias alianzas a cuál más extraña y volátil, y que se mueven al albur asimismo de una situación cambiante sobre el terreno.

Haftar y su gobierno alternativo de Tobruk cuentan con el apoyo directo y abierto de Egipto y de las satrapías del golfo de Arabia Saudí y de Emiratos Árabes Unidos. Rusia, que logró que Ryad y Abu Dhabi salieran del tablero de la guerra siria tras apoyar inicialmente a grupos rebeldes salafo-yihadistas, participa, de forma más solapada y a través de un batallón de mercenarios (Compañía Wagner) y de asesores militares a favor de Haftar. Francia apoya asimismo a las fuerzas del mariscal.

Frente a ellos, Turquía y Qatar apoyan al GNA y a sus aliados libios, entre los que se incluyen las milicias vinculadas a los Hermanos Musulmanes. El Gobierno de Trípoli cuenta con el reconocimiento de la ONU y con el apoyo más o menos explícito de EEUU y de la mayoría de países de la UE, incluida Italia como antigua metrópoli.

Rusia y Turquía han patrocinado un frágil alto el fuego y, en una nueva muestra de su peso en la escena regional, Putin convocaba esta semana a su patrocinado Haftar y a Al-Sarraj a Moscú, en un intento de presionar al primero a firmar una tregua cuando tiene la iniciativa en el plano militar.

Alarmado por el ascendiente del tándem Putin-Recep Tayip Erdogan, el Gobierno italiano intenta, de momento sin éxito, retomar la iniciativa y, hace unos días, el primer ministro, Giussepe Conte, se tragaba el sapo y recibía a Haftar en Roma, oficialmente para pedirle que renuncie a su ofensiva.

Roma teme perder totalmente pie en Libia en beneficio de dos potencias, Rusia y Turquía que, como en Siria, rivalizan en el escenario bélico pero son capaces de alcanzar acuerdos para mantener un statu quo que les permite marcar posición.

La lista de actores en este conflicto no se agota con los mencionados hasta ahora.. Argelia y, en menor medida Túnez, asoman estos días en calidad no solo de vecinos norteafricanos de Libia sino de peones con intereses propios en esa suerte de «Gran juego» múltiple.

Argelia, que desde 2013 ha mantenido un perfil muy bajo en la arena internacional, vive una revuelta popular que desde hace un año amenaza al «Pouvoir», por lo que su primer objetivo es preservar su estabilidad y no caer en la trampa de la guerra por procuración que, como en su día en Siria, anega a Libia.

Y no solo teme que el conflicto llegue a sus fronteras (Argelia comparte 1.000 kilómetros con Libia; Túnez, otros 450 kilómetros) con incursiones yihadistas e inestabilidad.

Argel está convencida de que Haftar no puede ganar la guerra, que se convertiría en una guerra urbana sin final que supondría un flujo de refugiados a sus fronteras y agravaría aún más su crítica situación económica. Túnez coincide con ese cálculo de riesgos, lo que ha llevado a ambos países a apoyar al GNA y a alinearse con Turquía.

Lo que no quiere decir que esa alianza sea firme y no pueda cambiar a tenor del desarrollo de los acontecimientos.

Porque, como ocurre con la geometría variable cuando un gobierno no tiene suficientes apoyos y se apoya en unos u otros según las circunstancias, la geopolítica muestra en los últimos tiempos un perfil similar, con unos juegos de alianzas circunstanciales y más o menos líquidas ante las que los análisis y las previsiones sirven de poco.

Una geopolítica variable en la que son tantos y tan variados y cruzados los intereses que las iniciativas corren el riesgo de ahogarse en la inercia de los acontecimientos.

Así, Putin no ha logrado que Haftar se avenga a un alto el fuego, que sí ha firmado su rival y primer ministro tripolitano.

Si analizar la geopolítica variable es complicado, no menos compleja es la realidad libia.

Los analistas discrepan sobre las razones de la negativa de Haftar. Hay quien asegura que el mariscal, cuyo objetivo es instaurar una dictadura militar, rechaza las presiones de sus propios aliados, caso de Rusia, No falta quien sostiene que Haftar sería rehén de sus aliadas tribus de la Cirenaica, que han perdido a sus hijos en la guerra y no permitirían que vuelva a Bengasi, capital del este de Libia, sin haber sometido a Trípoli.

Incluso hay quien no excluye un pacto secreto entre Rusia y Turquía para una recomposición política de Libia que no favorecería las pretensiones del mariscal y que garantizaría los intereses económicos de Rusia (acceso a su petróleo y a un mercado para su armamento y su trigo) y los planes de Turquía para explotar el gas del Mediterráneo Oriental. Esto último enerva a Egipto, Grecia y Chipre, y la propia UE trata estos días de asomar la cabeza denunciando las ingerencias rusa y turca y promoviendo, de la mano de Alemania, la conferencia internacional que sobre Libia se reunirá el domingo en Berlín.

La mayoría de análisis, sin embargo, coinciden en que Haftar no ha firmado porque sus aliados saudí, egipcio, emiratí y francés lo rechazan y le apoyan para seguir su ofensiva. El Cairo sería especialmente renuente a que Turquía ponga una pica en Flandes, en este caso en Libia.

No es fácil discernir lo que ocurre en un escenario tan abigarrado. Son las ventajas y los inconvenientes de un escenario tan abierto de injerencias múltiples, en definitiva de la geopolítica variable. Sin mayoría toca jugar. Y juegan casi todos.