Ramón SOLA

URTEAGA; ACABAR CON LA DEPORTACIÓN ANTES DE QUE LO HAGA LA BIOLOGÍA

Es una política sin base legal y de hace cuatro décadas, pero atrapado en ella se han consumido los últimos 36 años de la vida de un ciudadano vasco llamado Txetxu Urteaga. Su fallecimiento en Venezuela pone el foco en la necesidad de acabar con este castigo anacrónico e inhumano.

Koldo Zurimendi logró volver a Amurrio el pasado agosto, tras 35 años deportado, primero en Argelia y luego en Venezuela. Un mes después, recorriendo 5.000 kilómetros y cuatro continentes, lograba pisar de nuevo suelo vasco Alfontso Etxegarai, superviviente de un periplo infame desde Ecuador a Sao Tomé. Pero Txetxu Urteaga no ha podido hacerlo, como otros once deportados vascos anteriormente. La noticia de su fallecimiento en Venezuela por un cáncer pone el foco de nuevo sobre la urgencia de acabar con una práctica represiva que no tiene encaje en las leyes ni en los tiempos, y menos aún en los derechos humanos.

La noticia refleja la disyuntiva del horizonte final de la deportación: la política debe acabar con ella, lo que ocurriría ya mismo levantando estas excepcionalidades represivas de los años 80 exclusivas contra vascos, antes de que lo haga la biología

Desde que en la Declaración de Biarritz de 2013 los exiliados y deportados vascos explicitaran su voluntad de retornar a casa como aportación al proceso de soluciones abierto, un lento goteo de regresos se ha ido materializando, unos públicos y otros estrictamente privados, pero aún hay varias decenas de casos pendientes por la cerrazón de la Justicia española a hallar salidas.

Quedan 8 de 74

En el caso de los deportados, realmente son ya muy pocos casos, aunque muy largos en el tiempo. En paralelo a la noticia de la muerte de Txetxu Urteaga, por primera vez se han detallado con nombres, apellidos y lugares, en una muestra clara de que no tienen ni quieren ocultar nada.

En Venezuela queda ya solo un vasco deportado: Eugenio Barrutiabengoa Zabarte, de Arrasate. En Cuba están Josu Abrisketa Korta (Ugao), José Ángel Urtiaga (Santurtzi) e Iñaki Rodriguez (Errenteria). Y en Cabo Verde, Tomás Linaza (Lemoa), José Antonio Olaizola (Zestoa), Emilio Martinez de Marigorta (Gasteiz) y Félix Manzanos.

Fueron 74 deportados en su momento y ahora son únicamente 8, lo que multiplica el sinsentido de una medida que se mantiene vigente en 2020 igual que cuando ETA existía y atentaba. Del mapa de la deportación de otro tiempo se han ido cayendo países como Panamá, Togo, Gabón, República Dominicana, Ecuador, Argelia o Sao Tomé, pero no ha sido por efecto de una normalización política, sino por la firme decisión de los deportados o por el motivo trágico de que han acabado falleciendo.

El caso de Urteaga refleja plenamente hasta qué punto supone la deportación una cadena perpetua sin salida. Por cada día que pasó libre en Euskal Herria en sus primeros años de vida, este azkoitiarra ha pasado dos en situación forzada al otro lado del Atlántico. Tras una militancia que le llevó a la clandestinidad en 1978, en 1984 Urteaga fue uno de los vascos «encerrados» por el Estado francés en Venezuela, mediante acuerdos con el Estado español coincidentes con operaciones económicas entre los tres países. Para Madrid, un problema menos. Para Caracas, un negocio más. Y para París, probablemente las dos cosas a la vez.

Desde entonces ha llovido mucho a los dos lados del océano, pero los estados español y francés nunca han corregido aquella decisión, como si con ello quisieran diluir su responsabilidad. Y en ocasiones se han comportado con saña: en 2006 la Fiscalía de la Audiencia Nacional anunció que relanzaba la investigación de las causas contra cuatro vascos en Venezuela, entre ellos Urteaga, al filtrarse que el Gobierno de Hugo Chávez planteaba darles la nacionalidad.

Edad avanzada y enfermedades

Entre aquellos cuatro estaba Miguel Angel Aldana, que también falleció por enfermedad en esta cárcel –sin rejas pero sin puerta de salida– de la deportación, hace ahora justamente cuatro años. La muerte de Txetxu Urteaga se ha producido como consecuencia de un cáncer. Sobra decir que la edad de estos represaliados es avanzada y que su salud ha sido sacudida especialmente por la precariedad de sus condiciones de vida en África o América.

Solo levantando el castigo a quienes están enfermos o son muy mayores se pondría camino a casa al 80% de estos represaliados, según recordó el acto celebrado en Tolosa en 2018, coincidiendo con el 35 aniversario de los secuestros y muertes de Joxean Lasa y Joxi Zabala. El año pasado, el Foro Social Permanente dibujó una vía realmente accesible: «Facilitar por parte de las instituciones pertinentes la vuelta de aquellas personas huidas contra quienes no existan procedimientos judiciales abiertos o que, si los hubo, hayan prescrito; facilitar la vuelta de personas sobre las que únicamente existan acusaciones basadas en testimonios obtenidos bajo tortura; y, en el marco de una justicia transicional, articular una solución jurídica para todas aquellas personas que sufren la pena de deportación».

«Que sea el último» es el mensaje de Sortu al expresar sus condolencias por esta última muerte. «Después de 36 años, ya es hora de acabar con la deportación», subraya la formación de la izquierda abertzale, añadiendo que «uno de los ingredientes imprescindibles para construir un marco que posibilite la convivencia sana y normalizada en Euskal Herria es la no existencia de deportados, refugiados o presos por motivaciones políticas». Pero hasta el momento, las puertas de los tribunales siguen cerradas para los exiliados cuyos abogados piden acceder a sumarios mantenidos en secreto absoluto durante décadas. Y en las de la política vuelve a tocar esta cuestión con la que los gobiernos siempre han preferido mostrarse ciegos, sordos y mudos, de Miterrand a Macron y desde González a Sánchez.