Víctor Moreno
Profesor
GAURKOA

Himnos y canciones, o viceversa

Nada racional, ni razonable, tengo en contra de los himnos, banderas, símbolos patrios y religiosos, sean de la naturaleza que sean. Veo en esta parafernalia una manifestación más de creatividad humana que, en principio, mientras no se demuestre lo contario, puede ser tan válida como la de escribir un soneto, pintar una aguamarina y meter goles en la portería contraria que, de acuerdo con su nivel estético, ciertos locutores deportivos consideran «obras de arte».

El hecho de que contemporice con este tipo de creaciones no significa que me gusten. Ya se sabe que los gustos de uno están para disgustar a quienes los tienen distintos. Máxime si se acepta «de coloribus et gustibus non est disputandum» y que nada hay escrito sobre ellos. Lo cierto es que los gustos, como cualquier otra realidad, se pueden y deben discutir, como lo demuestra el hecho de obras existentes que lo han hecho, entre ellas, de Pierre Bourdieu. Discutir y renegar de ellos y, por supuesto, lo contrario, identificarse con ellos y encontrar signos mudos de identidad de lo individual y de lo colectivo, con cuyo placebo el ser humano aquieta su desorientación existencial en el terreno pantanoso de la búsqueda del sentido de la vida, resulta ser tan higiénico y tan necesario como un buen profiláctico.

Con relación a los himnos de las naciones con Estado o sin él, repúblicas y monarquías, repito lo dicho: no los comparto, pero su música, en algunos casos, no me desagrada: la Marsellesa, la Internacional, Els Segadors, pero no gusta el Himno de Riego, ni la Marcha real. Me asocio a la opinión de Pío Baroja que lo encontraba, al primero, demasiado pachanguero, «callejero y saltarín», e impropio de los ideales de la nueva República. Con la Marcha real o Granadera, me sucede lo mismo: sigue sonándome a Chun-Tachún y no porque uno de sus probables inspiradores fuera un Espinosa de los Monteros, de cuya descendencia no quiero acordarme, porque, entonces, el prejuicio ideológico sería quien dictase mi gusto. Para colmo, mi desagrado aumenta si a su partitura se le añade letras, sean de quien sean: Pemán, Juaristi, Sabina o Marta Sánchez. Son repulsivas.

Quien sabía de estas cotufas simbólicas era el fascista y chaquetero Giménez Caballero y FET-JONS, valga la redundancia. En un libro que estudiaba obligatoriamente la adolescencia femenina de España durante el franquismo, se leía: «Explíquese a las niñas cómo los himnos, por su capacidad de arrastrar a los grupos humanos que cantan juntos, y al cantar, se sienten fuertes y unidos en una misma fe y un mismo entusiasmo, son muy importantes en las ocasiones revolucionarias, es decir, cuando los hombres han de luchar por cambiar el sistema de su Patria. A los acordes de la Marsellesa se hizo la Revolución francesa, que hizo cambiar tan profundamente el sistema del mundo. Y aún se sigue cantando ese himno. La Internacional, con su música magnífica y la fuerza de su letra, se ha cantado y se canta en todo el mundo por los que creen en el comunismo como una salvación. Y ya veis la fuerza actual del comunismo, que ha hecho de Rusia una potencia como nunca lo fue dentro y fuera de sus propios territorios. Y el Giovonezza, que surgió para la creación del Estado fascista. En cambio, el ‘Himno de Riego’ es una música tan de charanga, tan pobre y ramplona como la propia obra política que representó». Ni que hubiesen leído a Baroja.

Por un lado, una canción no tiene a priori significado alguno, excepto el que venga determinado por la interpretación de sus significantes en un contexto y sujeto determinados. Por otro, el mecanismo que transforma una canción en himno tiene que ver con unos valores, unos ideales y unas instituciones que, tampoco, están en la letra de la canción. Le son asociados desde fuera. Esta asociación o connivencia entre una axiología interesada y una partitura se hace en un contexto social y político y su validez vendrá determinada por este, que lo implantará por decreto, y utilizado por los usos protocolarios que establezca la normativa legal o reglamentaria del gobierno que lo haya adaptado.

Convertir una canción en himno es limitarlo. El “Gernikako Arbola” del carlista Iparraguirre, a quien tanto admiraba el fascista Eladio Esparza, es una hermosa canción. Transformarla en himno de Euskal Herria solo traerá consigo connotaciones malsanas, ya que, cuando suene en un estadio o en una ceremonia nacionalista vasca, muchos comenzarán a silbar contra ella, porque se habrá convertido en emblema político de un país llamado Euskal Herria y que, desde la ignorancia geográfica, muchos discuten su existencia.

En algún caso, si el himno de una nación refleja la esencia más depurada del patriotismo (Herder) y si este es el último refugio de los canallas (Johnson), nada más que añadir. Que el lector saque sus conclusiones y repare en la posible puñalada trapera que se le puede asestar a Iparraguirre si convierten su hermosa melodía en un himno de Estado por muy «guay» que sea este y que nunca lo será por ser un Estado.