Mikel INSAUSTI
CRÍTICA «El artista anónimo»

¿Pueden convivir lo viejo y lo nuevo en este mundo?

La filmografía del finlandés Klaus Härö se distingue por el enfoque amable de sus personajes y un clasicismo visual de gran preciosismo. Un equilibrio entre belleza estética y bondad sicológica que le va que ni pintado a “El artista anónimo” (2018), obra cristalina que presenta el debate entre lo viejo y lo nuevo tanto desde su vertiente cultural como de la puramente humana. El arte y la vida van de la mano por la vía del entendimiento entre opuestos, a través de una relación intergeneracional en la que un abuelo y un nieto se encontrarán dentro del terreno neutral de una galería o exposición de cuadros. Ahí se demuestra que el aprendizaje es igual de válido para jóvenes que para ancianos, gracias a la naturaleza intercambiable de los conocimientos, habilidades y sentir de cada cual.

El joven Otto (Amos Brotheurs) representa la capacidad de evolución y transformación, ya que trabajando en el estudio de pintura del abuelo puede dejar atrás el mal ambiente que le ha llevado a ser condenado por un juez de menores a terapia ocupacional. El octogenario Olavi (Heiki Nousiainen), por su parte, es un ejemplo viviente del amor por la pureza pictórica y su disfrute sincero. El chico le puede aportar una visión desprejuiciada del mundo actual y de las tecnologías, que le saque de su cerrazón intelectual. Y el anciano posee la virtud de mostrarle la honestidad de un oficio que no siempre dependió de marchantes sin escrúpulos.

La gran obsesión del veteranísimo galerista es la compra en una subasta de un cuadro sin firma, pero que está convencido de que pertenece al pintor ruso Ilya Repin. Como quiera que se trata de un Cristo doliente, lo tiene difícil para revenderlo por su verdadero valor en un país agnóstico. Una interesante derivación hacia la ideologización del arte, que condiciona la apreciación de creaciones por su calidad intrínseca más allá de la significación temporal o contextual que se les pueda dar.