Nora FRANCO MADARIAGA
ÓPERA

Grande

La RAE define grande como «algo que supera en tamaño, importancia, dotes, intensidad, etc., a lo común y regular». Y así es exactamente como podemos definir la voz de la mezzosoprano georgiana Anita Rachvelishvili: grande. Supera en tamaño, dotes e intensidad a casi cualquier otra voz que hayamos podido escuchar anteriormente. Es tan enorme su caudal, su profundidad, su riqueza y su proyección, que encandiló al público desde su primera nota. Porque, además de grande, su voz posee una fuerza más allá de lo natural. Y no solo fuerza física y volumen –que también–, sino un carisma arrollador, una pasión desbordante y una musicalidad fuera de toda cuestión. Resulta casi imposible escuchar a Rachvelishvili sin sentirse abrumado por su canto.

Esta sorprendente mezzosoprano ofreció el pasado sábado en el Palacio Euskalduna el segundo de los recitales de ABAO on Stage que, si después del concierto ofrecido por la soprano Lisette Oropesa parecía haber tocado el cielo, llegó aún más allá con la actuación de Anita Rachvelishvili.

Comenzó la georgiana con seis canciones rusas, tres de Tchaikovski y otras tres de Rachmaninov, en las que, además de verse especialmente cómoda, pudo sentar las bases de su peculiar oscuro timbre de voz y de su espectacular amplitud de registro, principalmente en la zona más grave. Y, si de una voz tan grande se esperaba que tuviera demasiado peso, con su dominio técnico y control vocal consiguió infundirles soporte y dirección creando grandes fraseos e intachables legatos que, enriquecidos con su amplísimo rango de dinámicas, llenaron de emoción el repertorio ruso.

Siguió el recital con las “Siete canciones” de Falla entre las que destacaron la “Asturiana” y la “Nana”, cantadas a media voz y llenas de delicadeza y ternura, así como la “Jota” y el “Polo”, con un quejío arrebatadamente flamenco que hubiese sorprendido al propio compositor gaditano.

La segunda parte de la velada estuvo dedicada a la canción italiana y la ópera, donde la mezzosoprano demostró que aún le quedaban ases en la manga, creciéndose en cada nueva intervención, para terminar con el aria de “Sansón y Dalila”, maravillosa tanto en voz –cálida, aterciopelada, vibrante en el agudo y tan poderosa en un registro de pecho que resulta casi inconcebible para una voz femenina que derrocha dulzura en la zona media– como en interpretación –contenida, casi estática, pero intensa y emotiva–.

Y aún les quedaron ganas para tres bises; a ella, y al pianista Vincenzo Scalera que, pese a haber pasado casi desapercibido tras las abrumadoras dotes de la cantante, hizo una labor impecable de acompañamiento, luciéndose especialmente en las canciones de Falla, con un sonido limpio y cristalino pero potente y enérgico, perfectamente enmarcado en carácter y estilo.

Grandes. Muy grandes.