Floren Aoiz
www.elomendia.com
JO PUNTUA

Una muerte en Islandia

No en todos los lugares del mundo la policía entra «con todo» en callejones atestados de gente para dejar un muerto sobre el suelo y luego escurre el bulto

Un país conmocionado. Jefes policiales trasmitiendo condolencias a la familia de una persona muerta que se enfrentó a tiros a los agentes que acabaron con su vida en el enfrentamiento. No se recuerda un caso similar, dicen.

Es Islandia, donde nada es tan simple como nos llega, cierto, pero cuya realidad, aun despojada de la carga de mitificación de que ha sido objeto, nos recuerda que muchas veces, aquello que se nos presenta como inevitable no lo es. En este caso, que incluso en un sistema social y económico lleno de desigualdades e injusticias es posible pensar en una policía que no sienta la necesidad de aterrorizar al personal. Que no necesariamente todo ser humano con una placa se siente autorizado a tirar a todo lo que se mueve con el convencimiento de que no le va a pasar nada. Que no en todos los lugares del mundo la policía entra «con todo» en callejones atestados de gente para dejar un muerto sobre el suelo y escurrir luego el bulto.

Repito que no pretendo decir que Islandia sea el paraíso ni que su policía sea un dechado de virtudes. No estoy en condiciones de afirmar tal cosa ni lo contrario, todo sea dicho, pero llama la atención una noticia que en el Estado español sería impensable.

Uno esperaría más bien escuchar que la policía se vio obligada a abatir al individuo en cuestión, del que se contarían todo tipo de barbaridades para provocar la sensación de que era poco menos que imprescindible cargárselo cuanto antes. Los policías habrían sido convertidos en héroes y recibirían premios, medallas y algún ascenso. Poco importaría que el difunto nunca se hubiera enfrentado a los agentes o que ni siquiera fuera armado. Los malos siempre son culpables y los policías, que como todo el mundo sabe, son los buenos.

La hipocresía se impone cuando se habla de violencia. Y eso explica que mientras los policías españoles se ven «obligados» a partir la cara a manifestantes pacíficos sentados en el suelo, los manifestantes ucranianos se ven «obligados» a atacar con una excavadora o todo tipo de artefactos a los policías. Destrozar un cajero, una papelera o una farola es vandalismo en unos lugares y justa indignación en otros. Así, en Honduras estalla una violencia intolerable porque no se acepta el veredicto de las urnas, pero los asesinatos de las hordas derechosas en Venezuela son sanas protestas por el «fraude electoral». Y así podríamos seguir hasta aburrirnos.

Eso sí, esta hipocresía viene acompañada de la apelación a valores absolutos: nada justifica un acto de violencia, se debe rechazar el uso de la violencia con fines políticos... Como si el uso de la violencia con fines políticos no fuera una de las claves de la historia, sin la cual resulta imposible explicar la evolución del mundo. Como si la mayor parte de los estados no tuvieran detrás un baño de sangre. Como si el capitalismo no tuviera en el tráfico de armas una de sus bases.

Por supuesto que es deseable un mundo sin violencia política. Pero sin ninguna violencia política, un mundo que ponga coto a la injusticia y a la desigualdad. Y a eso no se llega con hipocresía y moralina, sino con compromisos, dando pasos concretos para construir ese mundo diferente.