EDITORIALA
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Los familiares ya son las primeras víctimas

Se puede dar por seguro que ninguna instancia oficial dará una explicación sobre lo ocurrido en la cárcel de Badajoz. Y es que, en caso de hacerlo, la lista de respuestas a dar resultaría demasiado larga. Más allá incluso de la evidente negligencia en la atención a Bixenta Sola, madre del preso Igor González Sola, destaca todo el contexto creado sobre este caso por la dispersión, que hace que el derecho básico de un hijo y de una madre a ver a su familiar encarcelado se convierta en una auténtica tortura plagada de todo tipo de riesgos.

Bixenta Sola vuelve a casa con trece grapas en la cabeza. Otras madres y padres de su edad ni siquiera logran visitar a sus hijos e hijas -en algunos casos son ya más de diez años- por la imposibilidad física de emprender viajes tan largos. Y el hijo de Igor González retorna con su madre a Aranjuez tras un accidentado periplo de más de 800 kilómetros para estar con su aita durante apenas una hora. Otros presos vascos no pueden abrazar a sus hijos o han tenido que conocerlos por videoconferencia. Es archisabida la respuesta del Gobierno español cuando se le pregunta por qué mantiene la política de dispersión, pero hay otros interrogantes que le costaría mucho más responder: ¿Por qué separó a ese niño de sus padres hace ahora un año? ¿Por qué obliga a esa amona de 76 años a acudir de Bilbo a Aranjuez y de ahí a Badajoz? ¿Cuál ha sido su culpa? ¿Qué espera conseguir de ese sufrimiento? ¿Dónde están las instituciones encargadas de velar por los derechos de las personas más desprotegidas (menores, ancianos, presos) en estas situaciones?

El caso no puede ser más revelador de la realidad de la dispersión. Su agudización ha convertido a los familiares no ya en víctimas colaterales, sino directas, en rehenes de primer orden, más incluso que los propios presos. Y ello convierte a la dispersión en una práctica especialmente repugnante y en un problema social generalizado que exige solución urgente.