Kazterai italiarra. Euskal gatazkan aditua
25 años después del «Informe Navajas»

Mosaico de hechos en una agenda negra a abordar sin tópicos

Giacopuzzi es uno de los principales investigadores europeos sobre Euskal Herria, especialmente acerca de esta época. Suyos son ``Sin tregua'' (2002), ``ETA, historia política de una lucha armada'' (1992), ``Los días de Argel'' (1992) o ``La construcción del enemigo'' (2012). Ve este fenómeno como una «agenda negra» que debe abordarse sin apriorismos, por lo que su análisis prioriza los datos sobre las convicciones.

Antes de entrar en harina, conviene hacer una introducción. El trafico de droga, desde la guerra del opio promovida por Inglaterra contra China (1839-42 y 1856-60), ha sido un instrumento político, pero sobre todo supone una acumulación de capital. Es decir, está ligado al modelo capitalista. Su ilegalidad ha sido otro elemento que ha favorecido que sea un instrumento de influencia económico, político y social. Las enormes plusvalías que genera, en su mayor parte, van a engordar bancos e instituciones financieros del llamado primer mundo. El tráfico ilícito de drogas genera entre una quinta y una cuarta parte del total de ingresos de la delincuencia organizada y casi la mitad de los de la delincuencia organizada transnacional. Al mismo tiempo, ese «poder en el poder» ha derivado en un patto scellerato («pacto infame») con los poderes estatales, interviniendo directamente para obstaculizar y combatir proyectos políticos de transformación social.

En los años 80 empezaron a revelarse muchos episodios ilustrativos. Así, el narcoparamilitarismo ha sido en Colombia una pieza importante de la oligarquía político-financiera contra el movimiento popular y la insurgencia armada. El Gobierno de EEUU de Ronald Reagan intentó relacionar a la Nicaragua sandinista con el narcotráfico cuando a raíz del escándalo Irán-contras se reveló que la CIA triangulaba también con los narcos colombianos y mexicanos. Y en Turquía, en 1996 el escandalo Susurluk reveló la existencia de lo que se ha dado en denominar el «Estado profundo», un poder clandestino formado por estamentos estatales, fuerzas de seguridad, la Gladio turca, narcotraficantes y paramilitares que combatían al PKK kurdo.

El Estado español y Hego Euskal Herria se encontraban en los años 80, por tanto, en el ojo de un huracán que se expandió en pocos años a Europa occidental. En ese contexto general se generaría el fenómeno de masas de la toxicomanía por drogas ilegales en Hego Euskal Herria.

Cuando se escribe o habla de droga en Euskal Herria en los años 80 y 90, parece que el interrogante sobre la implicación de los poderes políticos y las FSE en el narcotráfico sea el meollo de la cuestión. Sin embargo, el tema requiere muchas matizaciones.

Ante todo, conviene distinguir lo que fue el impacto social de los diversos tipos de drogas. Lo que ha determinado sobre todo la «alarma social» y las denuncias políticas -por las consecuencias individuales (dependencias, sobredosis, contracción de enfermedades, especialmente el sida) y las sociales (mercado ilegal, nacimiento de una microcriminalidad específica...)- ha sido la heroína. Y un dato dramático es que, según algunas fuentes, entre 1991 y 2009 murieron al menos 990 personas en Araba, Bizkaia, Gipuzkoa y Nafarroa por reacción aguda al consumo de sustancias ilegales, principalmente heroína y cocaína.

La difusión de heroína empezó a finales de los años 70 y tuvo su crecimiento y auge en los 80. La evidencia de las consecuencias físicas, la aparición del VIH con el primer caso registrado en la CAV en 1985, la transformación cultural del papel de la droga desde el imaginario hippie al neoliberal yuppie donde la cocaína era la droga de referencia, hacen que en los 90 la difusión de heroína se estanque. Con el documento de HB, pero sobre todo con la campaña de atentados de ETA «contra el narcotráfico y la mafia policial», la cuestión de la droga va a ser nudo de enfrentamiento político.

La falta de datos ciertos alimentó la polémica. El Plan Nacional sobre Drogas del Gobierno español es de 1985. El primer fiscal antidroga, Jiménez Villarejo, afirmaba en 1984 durante un encuentro con la recién constituida Ertzaintza «que no hay elementos comparativos para saber si la difusión de heroína es más o menos que en otras comunidades». Pero el Gobierno Vasco afirmaba ese mismo año que «más de 11.000 personas se inyectan heroína en el País Vasco», lo que suponía el porcentaje más alto del Estado y uno de los más altos de Europa.

Otros elementos alimentaban la deducción de «intereses políticos» tras la heroína. El tráfico era mayor en las ciudades, pueblos o barrios más conflictivos social y políticamente. El precio de la heroína resultaba más bajo que en otras zonas del Estado, había una gran difusión en una región con el mas alto porcentaje de FSE por habitantes de toda Europa, la desarticulación de redes de narcotráfico era bien escasa con respecto a otras zonas... Sin embargo, no había análisis rigurosos sobre el asunto, más allá de constataciones «en la calle» o recortes de prensa.

La denuncia de esta supuesta complicidad no se daba solo en Euskal Herria y no solo la vislumbraba la izquierda abertzale. En un documento de noviembre de 1984, los obispos vascos denunciaban genéricamente que «el tráfico de la droga ha sido uno de los medios utilizados por diversos movimientos terroristas para costearse sus propias armas», sin mencionar a ETA, y acto seguido apuntaban que «es voz común que en casos puntuales, pero no excepcionales, algunos agentes del orden público se han propasado en el ejercicio de sus funciones al suministrar a determinados delincuentes dosis de droga para obtener a cambio la información requerida para sus pesquisas».

También en otras localidades del Estado español salían a la luz denuncias. Manifestaciones como aquella de la Coordinadora de Barrios de Madrid de marzo de 1987, con miles de personas «contra el tráfico de drogas y la connivencia policial», se unían a denuncias, y en algunos caso detenciones, de miembros de las FSE implicados en el narcotráfico. Son los años de «la mafia policial», la desaparición de «El Nani», el pago de confidentes con droga... Barcelona y Madrid registraban cotas de heroinómanos similares a las de Hego Euskal Herria. Y también se puede citar, como señal de la falta de una política gubernamental hacia el tema, la dimisión de José Jiménez Villarejo, motivada entre otras cosas por la falta de poder para luchar contra el narcotráfico respecto a Policía y Guardia Civil.

De la emergencia se hacía eco también la prensa española al afirmar que «luchar contra la droga implica devolver antes la credibilidad a la Policía». En definitiva, que algo olía mal en el tema del narcotráfico y las FSE, y esa era una sensación presente mas allá de las tierras vascas.

Es también ese silencio institucional lo que favorece la aparición de un clima social de sospecha y de justicialismo, que en el contexto de aquellos años en Euskal Herria podía significar ser «objetivo militar». La guerra a la droga desencadenada por ETA es en parte producto de esta ausencia institucional que rodea al narcotráfico.

En este contexto hay un dato a tener en cuenta. En todas las reivindicaciones de atentados hechas por ETA en relación al narcotráfico no aparece ningún miembro de las FSE.

No ha habido pruebas que demuestren que existiera una dirección política oculta de este narcotráfico. Los sucesivos episodios fueron quedando sin respuesta, con la falta de investigación como tónica general.

Hubo denuncias de toxicómanos o familiares sobre entregas de droga por parte de la Policía a cambio de información. El «caso UCIFA» demostraría que ese método no era ajeno a las FSE. Otro caso reseñable es la muerte del militante de ETA Mikel Castillo a manos de la Policía española en Iruñea, en septiembre de 1990, a raíz del seguimiento por parte de la Policía de un narcotraficante apodado «El Brillantinas», que sabían que era objetivo de ETA (narcotraficante que, por cierto, no fue detenido).

Los atentados de ETA contra miembros de la familia Bañuelos en los barrios bilbainos de Txurdinaga e Ortxakoaga remarcan igualmente un serie de interrogantes. Si bien desde los primeros años 80 las FSE reconocían el barrio como «el supermercado de la heroína» en Bilbo, la ausencia de intervención judicial era evidente. En este barrio se afirma que más de 400 personas murieron por consumo de heroína.

Del mismo modo, ha habido diversos casos de personajes de las FSE relacionados con las drogas ilegales. El cuartel de Intxaurrondo, el ``Informe Navajas'', la ``Operación Arca de Noé'', la desaparición de una parte del alijo de una tonelada de cocaína descubierto en Irun en 1988... estas fueron las denuncias más conocidas, que finalmente resultaron obstaculizadas, tergiversadas... pero sobre todo archivadas judicialmente.

Lo que la propia Justicia española ha probado es que diversos protagonistas de la lucha contra ETA han estado involucrados también en el narcotráfico. Un dato no investigado es el nexo posible, vistos los puntos de contacto, entre el narcotráfico y los recursos económicos para la guerra sucia contra ETA. Algunos nombres coinciden. El comandante de la Guardia Civil Máximo Blanco López, jefe de la Policía Judicial en Gipuzkoa y responsable del Grupo de Investigación Fiscal Antidroga (GIFA) además de número 2 de Intxaurrondo en los 80, sería detenido por tráfico de hachís en 1994.

El teniente coronel de la Guardia Civil Rafael Masa, condenado por torturas al padre del refugiado Tomas Linaza y al que se ha implicado en el caso de la muerte de Santi Brouard, en plena tormenta judicial en su contra sería enviado en 1990 a Bolivia como asesor en la lucha contra el narcotráfico, y ya en 2011 resultaría condenado a 11 años de cárcel como «cabecilla de un grupo que introdujo 188 kilos de cocaína procedente de Colombia en el puerto de Santurtzi en enero de 2001.

Miguel Domínguez, comisario que junto a José Amedo furon las dos primeras cabezas visibles de los GAL, sería detenido en 2013 por tráfico de droga en Barcelona. Y el comandante de la Guardia Civil Ramón Pindado, condenado en 1999 por el «caso UCIFA», era miembro de los grupos especiales USE que «ejecutaron» a la militante de ETA Lucía Urigoitia en 1987.

Hoy, pues, tenemos un mosaico de hechos que alimentan una hipótesis, que si bien no ha encontrado confirmación, tampoco se puede decir que las autoridades españolas hayan hecho mucho por desmentir. Archivar por dejación o «falta de pruebas» no cierra el argumento. El narcotráfico ha cercenado muchas vidas que, como escribió Pepe Rei, «no han tenido ni homilías en las iglesias ni minutos de silencio». La reconstrucción de la memoria de un conflicto como el de Euskal Herria significa también abordar esa agenda negra sin tópicos.