Zigor Aldama
Interview
Panorámica aérea de Shangai. (GETTY IMAGES)
Panorámica aérea de Shangai. (GETTY IMAGES)

Vivir en Shanghái: Hormigas en la jungla de asfalto china

Las megalópolis chinas acogen ya a más de la mitad de la población más nutrida del mundo. Son gigantescas moles construidas a escala inhumana en las que no hay tiempo para el presente. Pero también un fascinante cóctel social en el que uno termina haciendo su hueco.

El choque cultural se produce incluso antes de que un golpe seco seguido de un brusco frenazo anuncie el aterrizaje en Shanghái. Porque, cuando todavía quedan unos metros para tocar tierra, los móviles comienzan a vomitar politonos y hay quien no tiene reparo en contestar a gritos la llamada. En cuanto las ruedas del avión rozan el asfalto, algunos de los pasajeros chinos se desabrochan el cinturón y, haciendo caso omiso de los gritos de los tripulantes de cabina, abren los compartimientos superiores. Como si creyesen que por eso van a llegar antes a su destino. Es una buena muestra de la velocidad a la que se mueve la capital económica de China. Y también de la ansiedad que puede provocar.

Las dos enormes terminales del aeropuerto internacional de Pudong –al que se le suman las otras dos del de Hongqiao en la otra punta de la ciudad– reflejan bien lo que es la ciudad china del siglo XXI: un monstruo diseñado a escala inhumana. Y no hay nada mejor para confirmarlo que viajar al centro en el Maglev, el tren de levitación magnética que une el aeropuerto y el distrito de Pudong a una velocidad punta de 431 kilómetros por hora.

Los ocho minutos que dura el trayecto son suficientes para hacer un resumen de lo que es Shanghái hoy. Al otro lado de la ventanilla desfilan algunos invernaderos y huertas escuetas, pequeñas construcciones con los tradicionales tejados curvos que están siendo ya pasto de las excavadoras, gigantescas sedes de multinacionales tecnológicas y financieras, rascacielos de brillantes paneles de cristal, carreteras elevadas de cuatro niveles, inabarcables colmenas residenciales que podrían alojar a un pueblo de Euskal Herria, y grandes carteles publicitarios con los últimos objetos de deseo de las marcas de lujo.

No, las ciudades chinas tienen poco que ver con el imaginario colectivo que en Occidente todavía se atribuye al país de Mao. Aunque fue en Shanghái donde nació el Partido Comunista en 1921, y el lugar en el que celebró su primer congreso se conserva como uno de los principales atractivos turísticos, la hoz y el martillo parecen ahora una incongruencia cuando lucen frente a lujosos escaparates de Louis Vuitton o junto a los concesionarios con más trasiego de Maserati. Tampoco casan con la M amarilla del McDonald’s, que está en cada esquina, o con la manzana mordida de Apple, presente en los aparatos más codiciados por una población que cada vez goza de mayor poder adquisitivo. China ha logrado sacar de la pobreza a unos 500 millones de personas en tres décadas, y asimismo su desarrollo ha provocado que 300 millones engrosen la creciente clase media.

Derribando tópicos

Hay quien afirma que la ciudad no es paradigma de China, pero eso es solo una verdad a medias: representa lo que China quiere ser en el futuro. Aquí se ponen en marcha proyectos piloto que, una vez demostrada su valía, se extienden por el resto del país: desde la zona de libre comercio, hasta el circuito para la prueba de vehículos sin conductor. Es una ciudad en la que no hay tiempo para el presente, y no hay mejor lugar para convencerse de ello que el malecón del Bund.

A una orilla del río Huangpu quedan los sobrios edificios que levantaron los poderes coloniales extranjeros desde el siglo XIX y hasta principios del XX, después de haber humillado a China en las guerras del opio. Consecuencia de aquellas derrotas fue el establecimiento de zonas especiales –conocidas como concesiones– en las que los extranjeros tenían jurisdicción plena. Se regían por sus propias leyes, urbanizaban a placer, y trataban a los habitantes locales como siervos sin derechos. De ahí que algunos bautizasen a Shanghái como la Perla de Oriente y otros se refiriesen a ella como la Puta de Oriente. Todo depende del prisma desde el que se mire. En cualquier caso, Shanghái debe a esa colonización ser la ciudad más occidental del país en la actualidad.

Frente a este pasado poco halagador, en la otra orilla del río se levanta majestuoso el horizonte serrado de Lujiazui, una de las mayores concentraciones de rascacielos del mundo. La Torre de la Perla, caracterizada por su diseño de corte kitsch, fue la que dio el pistoletazo de salida, en 1994, a la nueva era gloriosa de Shanghái. Con las reformas económicas de Deng Xiaoping, que se tradujeron en la apertura del país y la primera ola de la deslocalización industrial, el mundo regresó a la ciudad, que había caído en el olvido durante la época maoísta, y pronto se convirtió en la urbe más próspera del gigante.

En 1999, la torre Jin Mao sirvió para celebrar la entrada de China en el selecto grupo de las cinco mayores economías del planeta. Desde entonces, cada nuevo rascacielos ha simbolizado el ascenso de un escalón más: el Shanghai World Financial Center, conocido extraoficialmente como el «abrebotellas», se inauguró en 2008 al tiempo que China arrebataba a Alemania la medalla de bronce de la economía mundial; y la Shanghai Tower, el segundo edificio más alto del mundo, marcó en 2013 la confirmación de China como la segunda potencia mundial. Así, no es de extrañar que el orgullo ilumine el rostro de los turistas chinos que se retratan frente a Lujiazui, un telón de fondo mucho más popular que el de los edificios coloniales.

Basta caminar unos metros por el Bund para certificar que es cierto que hay muchos chinos en China. Sobre todo en las ciudades, que desde 2012 acogen ya a más de la mitad de los 1.400 millones de habitantes del gigante asiático. Un éxodo rural, estimado en unos 300 millones de personas, y la gran disparidad de oportunidades laborales han convertido a megalópolis como Shanghái, Pekín, Guangzhou o Shenzhen en auténticos imanes de gente. Tanto que algunas ya han puesto en marcha planes para limitar la población. Shanghái, por ejemplo, se ha propuesto que no supere los 25 millones de habitantes en 2030. Es solo un millón más de los que acoge ahora.

Sin embargo, aunque parezca una contradicción, es fácil que los extranjeros recién llegados se sientan aislados. En parte, porque los 24 millones de residentes son zombis pegados a la pantalla del móvil. Y, por otro lado, porque China es un mundo paralelo y prácticamente impermeable regido por sus propias normas y servicios. Google está vetado, pero existe Baidu. Whatsapp apenas funciona, pero está WeChat. Facebook, Twitter, o Instagram han quedado al otro lado de la Gran Muralla Cibernética, pero China ha creado Weibo o QQ.

A la censura se le puede dar esquinazo con una VPN –un software que redirige el tráfico a través de servidores en otros países–, pero la adaptación a los servicios locales es indispensable para romper la gran barrera que aleja al extranjero de una experiencia china satisfactoria: el contacto con la población local. Y no es fácil tenerlo fuera del ámbito laboral. A pesar de que en apariencia chinos y occidentales cada vez son más similares, un universo les separa en el terreno personal.

La barrera lingüística tiene solución, pero las formas de relacionarse son diferentes y lo mismo sucede con los valores predominantes. «Me cuesta entender el significado que le dan al ocio, a la familia, o al dinero. Disfrutamos de cosas muy diferentes. A veces consideramos que ellos son cerrados, pero lo cierto es que nosotros no somos más abiertos. Cada uno quiere continuar con su vida con el mínimo número de cambios posible y eso, al final, nos encierra en nuestras propias burbujas», comenta Mikel, un trabajador del Grupo Mondragón. «Y tampoco es fácil adaptarse a cómo funciona aquí la vida de la gente, porque todo es diferente», reconoce.

La singularidad china y el ciberespacio

El dinero es cosa del pasado, ahora se paga con el móvil. Y el smartphone es también el mando a distancia que abre un mundo de posibilidades exclusivo del Gran Dragón: Didi para pedir un taxi, Mobike y Ofo para alquilar una bicicleta, Dianping para reservar restaurante, Hema para hacer la compra del supermercado, y Waimai para que te lleven la comida a casa. Muchas de estas aplicaciones solo están en chino, pero cuando se aprende a usarlas es Europa la que parece subdesarrollada.

Desafortunadamente, estas aplicaciones móviles también dejan en evidencia los grandes problemas de las ciudades chinas. Las hay, por ejemplo, para recibir en tiempo real la concentración de elementos contaminantes en el aire. Y es un indicador que rara vez se da en color verde. Lo habitual son el naranja y el rojo, e incluso el negro que indica niveles fuera de la escala de medición, equivalente a 200 veces el máximo recomendado por la Organización Mundial de la Salud. Es una de las razones por las que se han disparado los casos de cáncer.

Y también es una de las razones por las que los hospitales están crónicamente llenos. Sin sanidad universal ni médico de familia que guíe a los pacientes, estos centros médicos –los públicos, claro, los privados son harina de otro costal– se congestionan casi tanto como el metro en hora punta. Debido a la gran disparidad en la atención que reciben los pacientes rurales, hasta los mejores hospitales –calificados como Triple A– llega gente de todos los rincones del país. Y los médicos están desbordados.

A eso último contribuye también la carencia del concepto de privacidad. En muchas ocasiones, la puerta de las consultas permanece abierta y la gente entra constantemente, aunque el doctor esté con un paciente. Incluso los hay que se quedan en el quicio para escuchar con interés cuál es la dolencia de quien les precede. Si a esto se suma el aparente desinterés de los sanitarios, que suelen despachar a los pacientes en cuestión de pocos minutos, y la reputación que tienen de hacer dinero recetando medicamentos innecesarios, se entiende que los hospitales se hayan convertido en un importante foco de tensión. La violencia contra el personal ha aumentado considerablemente y el Gobierno se ha visto obligado a endurecer las penas que se imponen a quienes pierden la paciencia.

Pero hay un lugar todavía menos agradable en los servicios públicos de las ciudades chinas: el váter. No importa lo lujoso que parezca el centro comercial o la buena calificación del restaurante, los baños públicos de China siguen siendo un agujero negro. Literal. En los lugares más rudimentarios, todos los váteres son del tipo “turco” –sin taza–, nunca hay papel higiénico, y muchos ni siquiera tienen mamparas entre sí. Esto puede promover la conversación entre sus usuarios, pero también se convierte en un escollo insalvable para los pudorosos extranjeros.

Tanto que el propio presidente chino, Xi Jinping, ha emulado a su homólogo indio, Narendra Modi, y ha puesto en marcha un programa nacional para mejorar los retretes. China invertirá casi 2.000 millones de euros en la rehabilitación o construcción de más de 60.000 baños públicos para mejorar la higiene y adaptar las instalaciones a los gustos del público occidental hasta 2020. Es un plan que, afortunadamente, ya comienza a notarse.

Gentrificación 2.0

Sin duda, gobernar sin oposición y a golpe de decreto tiene sus ventajas. Lo mismo que el hecho de que el suelo sea propiedad del Estado. Así, las ciudades chinas, y Shanghái es siempre un buen ejemplo, se han desarrollado a una velocidad impensable en otros países en los que cada proyecto es escrutado por la opinión pública y debe ser aprobado por políticos de diferente signo. Esto explica que Shanghái haya construido catorce líneas de metro en las últimas dos décadas –a pesar de que ello ha requerido decenas de miles de expropiaciones–, o que barrios tradicionales enteros hayan sido demolidos –y sus habitantes desahuciados– para dejar sitio a relucientes urbanizaciones.

Se trata de un desarrollo pragmático que da la espalda a lo emocional y que convierte a las ciudades en clones sin personalidad –pero, aducen los chinos, cómodas–. Es la gentrificación 2.0, esa que acaba con la vida de barrio de los tradicionales shikumen –las edificaciones con patio interior de Shanghái– y que esconde tras una fachada de modernidad la endogamia y homogeneidad de una sociedad que todavía se siente confusa por los brutales cambios vividos en las últimas dos generaciones. Los padres que vivían en edificios de dos plantas y que crecieron durante la Revolución Cultural apenas tienen de qué hablar con sus hijos, producto de la apertura económica y la globalización que simbolizan los rascacielos en los que desean vivir.

Desean, porque difícilmente pueden alcanzar ese sueño. Al contrario de lo que piensan muchos fuera de China, las grandes ciudades del país son caras. Muy caras. Los precios de los pisos harían palidecer a cualquier inmobiliaria de Euskal Herria: 400.000 euros por 60 metros cuadrados en un barrio periférico, por ejemplo, es algo habitual. Y, aunque el precio del alquiler sí está a la par de ciudades como Bilbo o Donostia, los sueldos todavía no. «Las ciudades tienen glamour y atraen a mucha gente que cree que va a hacer dinero, a chinos y extranjeros. Pero no tienen en cuenta el costo de la vida. Eso hace que muchos terminen marchándose», cuenta Huang Beibei, una joven que decidió regresar a su pueblo natal, en la cercana provincia de Zhejiang.

Afortunadamente, no faltan razones para lanzarse a la jungla de asfalto. Todavía sobreviven oasis de la China tradicional y fascinantes manifestaciones culturales de un país que dentro de veinte años tendrá poco que ver con el actual. En Shanghái conviven restaurantes centenarios como el Meilongzhen –templo de su cocina tradicional, suave y dulce– con tugurios underground como Yuyintang –la meca de la música alternativa en la que se dan cita todas las tribus urbanas–, barrios artísticos como Moganshan 50 –lleno de galerías de arte vanguardista y uno de los pocos lugares en los que se permite el grafiti–, o templos dedicados a Confucio.

Son estos fogonazos los que rompen con la monotonía consumista de una ciudad que no sabe estar quieta, en la que bastan tres semanas fuera para sentirse desorientado a la vuelta. La frutería ha cerrado y en su lugar hay un salón de belleza lleno de jóvenes haciéndose la manicura más excéntrica, el chiringuito de los pinchos morunos es ahora un local de reparación de móviles, y el local que llevaba meses cerrado se ha convertido en un Starbucks. De los cinco camareros conocidos en el bar de la esquina solo queda uno, porque el resto ha encontrado un trabajo mejor o ha regresado a sus lugares de origen decepcionados con las oportunidades que no encontraron sobre el asfalto. Y tres amigos extranjeros han hecho las maletas para cerrar una etapa, la china, que rara vez se alarga más de cinco años y que convierte al ciclo de la amistad en una montaña rusa.

Shanghái, y en cierta medida el resto de ciudades chinas, es una distopía tan atractiva para unos como aterradora para otros. Es la ciudad en la que el pasado se borra con una excavadora y el ser humano se convierte en hormiga, pero también una urbe que estimula los sentidos como ninguna otra y en la que es posible tocar el futuro con las manos. Que ese futuro resulte atractivo o no ya es para gustos.