Dabid Lazkanoiturburu
Nazioartean espezializatutako erredaktorea / Redactor especializado en internacional

Rusia ya se ha ido de Europa, haya o no haya acuerdo en Ucrania

Mural contra Putin en Sofía, capital de Bulgaria.
Mural contra Putin en Sofía, capital de Bulgaria. (NIKOLAY DOYCHINOV | AFP)

Rusia se ha adelantado a su inminente expulsión y ha anunciado que abandona el Consejo de Europa, organización internacional que agrupa a todos los estados europeos –no confundir con el Consejo Europeo, Ejecutivo de la UE– salvo Bielorrusia, y en la que Moscú fue admitida en 1996.

La retirada supone asimismo que los rusos no van a poder contar con la protección del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (CEDH), brazo judicial del Consejo de Europa y último recurso jurídico contra la arbitrariedad de los tribunales de cada uno de sus ya 46 estados miembros (tras el adiós del Kremlin).

Rusia, que denuncia que el Consejo de Europa está instrumentalizado por Occidente y le acusa de injerencia, es, con diferencia, el país más condenado y más investigado por la CEDH, donde el 24% de todos sus casos pendientes provienen de denuncias contra tribunales rusos.

Turquía y el Estado español, proporcionalmente, no le van demasiado a la zaga.

Más allá del impacto de la medida –realmente al Kremlin nunca le han quitado el sueño las condenas del tribunal europeo, desde Chechenia a Navalni–, la retirada rusa, que emula a la que hizo la Grecia de los Coroneles en 1969 antes de ser expulsada por el golpe de Estado militar, apunta a una corriente de fondo que va más allá de lo táctico.  

La Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa (APCE) aprobó horas después de la retirada de Rusia, y por prácticamente unanimidad (216 votos a favor y 3 abstenciones), una moción que recomienda su expulsión. El Consejo de Europa acusa a Rusia de autoexcluirse por la agresión militar contra Ucrania.

Rusia denuncia que se ha visto forzada a ello por la presión occidental en el Consejo de Europa.

Sin entrar en la polémica sobre responsabilidades –seguro que compartidas, aunque en desigual medida–, el repliegue de Rusia de instituciones europeas responde a una doble tendencia, en clave interna rusa y en clave geopolítica.

Tras un inicio un tanto errático y contemporizador con Europa, e incluso con la OTAN, la Rusia de Putin fue ahormando a partir de mediados de 2000 una corriente ideológica que recuperaba el giro hacia Asia del gigante eurasiático.

Rusia, dividida por la cordillera de los Urales, ha vivido, desde sus orígenes, la disyuntiva entre su condición de potencia regional europea y su pulsión hacia Oriente.

El Rus de Kiev (actual capital de Ucrania) podía considerarse un imperio europeo, desde el Báltico hasta Crimea, por sus influencias vikinga y bizantina (Constantinopla se consideraba la segunda Roma).

Por contra, su heredero, el principado de Moscovia, con Moscú como capital y con Iván el Terrible como su gran muñidor, siempre miró más hacia oriente.

Esa disyuntiva ha cruzado asimismo la moderna historia del país. Pedro I el Grande, ya con la dinastía de los Romanov, impulsó la occidentalización de Rusia y construyó la ciudad de San Petersburgo sobre un pantanal en el río Neva, cerca del Báltico, que se convertiría en la capital del imperio ruso. La en su origen princesa prusiana y francófona zarina Catalina la Grande siguió su estela y fue la arquitecta de la conquista de Crimea.

Tras el derrocamiento de la, en el siglo XIX, decadente dinastía de los Romanov por la Revolución rusa de octubre de 1917, y pese a que reivindican un modelo, el comunista, que tiene su origen ideológico e histórico en Occidente, Lenin y los bolcheviques deciden trasladar la capital a Moscú.

Lo que impulsa un giro asiático que se agudizará con la llegada del georgiano Stalin al poder, aunque se verá matizada con la victoria soviética en la II Guerra Mundial, cuando la URSS se hará con el control del centro-este de Europa a través del Pacto de Varsovia.

El desplome de la URSS y la atracción del modelo occidental actúan como imán para que la Rusia de Yeltsin se mire en Europa. Pero el caos y la decepción de los noventa provoca un giro personificado por Putin y sus ideólogos, que defienden un modelo político propio, euroasiático.

Obviando su corolario autoritario, a este argumento no le faltan razones. Rusia siempre ha mirado hacia Asia, aunque quedándose en Asia Central, y hay autores, incluso occidentales, que señalan como un error estratégico que siempre haya mirado al Extremo Oriente más como un maná de materias primas que como una puerta al Pacífico. Al punto de que señalaban hace años que «Rusia haría bien en considerar Vladivostok como su capital del siglo XXI».

Y el «tempus» geopolítico apunta a ello. China es la gran potencia emergente y la todavía primera potencia, EEUU, hace tiempo que ha girado su mirada a la región del Indo-Pacífico. Al punto de que la actual guerra en Ucrania es una pugna por delegación entre EEUU y China.

Rusia gira hacia Asia, pese a que la mayoría de los 146 millones de rusos viven al oeste de los Urales (Europa). Asegura que se niega a estar al albur de Occidente.

El problema es que todo apunta a que quedará al albur de China, que en los siglos pasados era un espantajo de lo que históricamente fue. Y de lo que hoy es.

Saldrán perdiendo la Rusia europea, los ucranianos, por supuesto, y Europa. Nosotros.