La deriva de Erdogan, ante el escrutinio de las urnas

Turquía afronta el domingo una votación crucial que marcará el devenir del país para los próximos años. 58 millones de personas decidirán en referéndum si dan el visto bueno o no a la reforma constitucional propuesta por el presidente, Recep Tayyip Erdogan. Su victoria abriría las puertas a un sistema fuertemente presidencialista que le permitiría acumular prerrogativas ahora en manos del Parlamento. Baste decir, a modo de resumen, que la reforma elimina la figura del primer ministro, limita la capacidad de control del poder legislativo sobre el ejecutivo y habilita al presidente, entre otras cosas, a nombrar a más de la mitad de los miembros del Tribunal Constitucional.

Nunca es fácil enmendar una iniciativa refrendaria en la que, en último término, serán los ciudadanos quienes decidan. Pero si aceptamos que la democracia es algo bastante más complejo, elevado y sofisticado que depositar un papel en una urna –es decir, que tiene más que ver con la libre exposición de ideas y proyectos, sometidos al escrutinio público en igualdad de condiciones–, el referéndum del domingo difícilmente podrá ser entendido como un ejercicio democrático limpio.

Llegado al poder hace 14 años al frente de un nuevo partido que combinaba islam moderado y pragmatismo político, Erdogan se mostró durante años como la palanca capaz de sacar a Turquía de un oscuro pasado plagado de golpes militares, en especial al iniciarse el proceso de paz con el PKK kurdo. Todo eso se acabó. El abrupto final del proceso de paz decretado por el propio Erdogan, los sitios a las ciudades kurdas, el papel jugado en la guerra de Siria y en el fortalecimiento del Estado Islámico, la persecución de cualquier disidencia gracias a un enemigo interno –el gulenismo–, las purgas en sectores como el educativo, el periodístico y la administración pública, desenmascaran el mandato de Erdogan no como el fin del antiguo régimen kemalista, sino como su sustituto.

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