Natxo Matxin

Eladio Zilbeti, un inquieto personaje de la Iruñea de principios de siglo XX

Hoy hace 81 años que Eladio Zilbeti, uno de los fundadores de Osasuna y parte importante en la denominación del club rojillo, fue fusilado a manos de tropas franquistas por ser abertzale y de izquierdas. Su corta vida –murió a los 38 años–, sin embargo, dio para mucho, pues no solo se le puede vincular al ámbito deportivo de la época, sino que participó de manera activa en la vida cultural y política de la capital navarra.

Eladio Zilbeti posa junto a Arturo Campión. (Cedida por la familia ZILBETI GOMEZ)
Eladio Zilbeti posa junto a Arturo Campión. (Cedida por la familia ZILBETI GOMEZ)

Eladio Zilbeti Azparren nació en Iruñea el 4 de diciembre de 1898. Era el mayor de seis hermanos –Jesús, Francisco, Felisa, Amparo y José– y su familia procedía de la montaña navarra. Su padre, Bartolomé, de Casa Putxu en Auritz, se vio obligado, junto a su mujer María, originaria de Biskarreta, a emigrar a la capital a finales del siglo XIX para buscarse el sustento.

Con el tiempo, Bartolomé logró prosperar hasta el punto de regentar su propio negocio de paños y tejidos en la calle Mercaderes. Eladio fue uno de sus hijos que heredó ese instinto mercantil, aunque optó por centrarse en un sector más novedoso para aquellos tiempos, como era el de agente comercial, primero siendo gerente en Nafarroa de la compañía de seguros Plus Ultra y después dirigiendo su propia agencia, denominada Tirren, en el local de la tienda de su familia.

Sin embargo, no fue solo en el ámbito profesional donde demostró ser una persona con un carácter inquieto y precoz. A punto de cumplir los 15 años, ya ejercía como representante del Iruña Football Club, una de las entidades precursoras del balompié en la ciudad, al igual que la Sportiva, futuro germen de Osasuna, y de la que también formaría parte más adelante.

La edición del 7 de septiembre de 1913 de ‘Diario de Navarra’ le ubica entre el comisionado que participó en la cena-homenaje al campeón navarro de lucha grecorromana Javier Otxoa, socio honorario del Iruña y nacido en Urdiain, localidad de la que, años más tarde, se convertiría en alcalde.

Sería del todo injusto reducir el papel de Eladio Zilbeti al terreno deportivo. La vieja Iruñea de principios del siglo XX, en pleno proceso de transición entre su carácter rural y la industrialización que se avecinaba, comenzaba a romper viejos moldes y tradiciones, abriéndose paso, aunque lentamente, a ideas más modernas, tanto en lo político, como en lo cultural y artístico. Y nuestro protagonista no fue ajeno a tal evolución.

No parece casualidad que el amor de su vida, Joaquina, fuese hermana de Emilio Sánchez Cayuela ‘Gutxi’, primero caricaturista y después un reconocido pintor navarro de la pasada centuria (Zilbeti y ‘Gutxi’, juntos en la fotografía que aparece a continuación y que ha sido cedida por Ángeles Sánchez Braojos). El padre de estos dos últimos, el también pintor Francisco Sánchez Moreno, regentaba en la calle Eslaba una tienda de venta de útiles y objetos relacionados con las artes plásticas y la decoración, lugar que asimismo hacía las veces de espacio de encuentro y tertulia de artistas de la talla de Javier Ziga y Jesús Basiano.



En ese efervescente caldo de cultivo se ilustró Zilbeti junto a toda una generación de jóvenes creadores, con los que no solo compartió inquietudes culturales, sino también debates ideológicos y correrías nocturnas. Como anécdota de coherencia bohemia, la noche de su boda no la disfrutó en el lecho nupcial, sino en compañía de sus amigos por las tabernas de Alde Zaharra. Otro testimonio de esa profunda camaradería es la litografía con su retrato, que se conserva en el Museo de Nafarroa, obra de Gerardo Lizarraga, artista exiliado posteriormente a México y autor de la primera pancarta sanferminera.

Su pasión por la cultura también abarcó otros campos, como el teatral. Haciendo honor a su papel de perejil en todas las salsas, encontramos a Zilbeti en un suelto de ‘Diario de Navarra’ del 12 de mayo de 1919, al que se le atribuye leer «varios telegramas, telefonemas y cartas de adhesión» en un banquete para celebrar el éxito del estreno teatral de Mariano Ansó, a la postre primer alcalde republicano de Iruñea en 1931, llegando a ser ministro de Justicia en 1938 dentro del gobierno de Juan Negrín. Eladio también se granjeó la amistad del arquitecto Víctor Eusa y fue socio de Eusko Ikaskuntza.

Como no podía ser de otra forma, el activismo político de Zilbeti también rompió con las normas establecidas, siendo de los primeros en sumarse a las filas de Acción Nacionalista Vasca (ANV) cuando se constituyó a principios de 1933 en Nafarroa, partido que defendía el laicismo frente a la subordinación religiosa que primaba en los postulados del PNV. Del mismo modo, se ha asegurado que pertenecía al sindicato ELA, pero de dicha militancia no se conserva documento alguno. Sea como fuere, cuatro años más tarde, sus ideas le costarían la vida.

Relegado al olvido
Como ya se ha comentado, a la par que se involucraba en la vida cultural y política de la capital navarra, también lo hizo, al parecer con especial protagonismo, en la creación del club futbolístico que representaría a Iruñea a partir de 1920: Osasuna. Pese a la controversia, que continúa hoy día, en torno a la fecha concreta de su fundación, lo que sí parece claro es que Zilbeti participó activamente en los encuentros que se llevaron a cabo en el Café Kutz, ubicado en la céntrica Plaza del Castillo.

Ese activo papel se mantuvo en el tiempo, una vez echó a andar la entidad rojilla. Está documentado que en septiembre de 1925 suscribió el reglamento del club en calidad de secretario y que incluso dirigió una junta pocos meses después, debido a la ausencia del por entonces presidente, Aurelio Álvarez.

Más polémico resulta atribuirle la autoría del nombre –por lógica hay que suponer que fue de los defensores de que la denominación fuese en euskara–, una cuestión que suscitó un cruce epistolar en las páginas de ‘El Pensamiento Navarro’, una década después de su fusilamiento.

El 15 de octubre de 1947, el rotativo carlista publicaba una carta de su hermano Francisco, bajo el seudónimo Beti-Isil –debió haber un error de transcripción, pues en realidad era Isil-Beti, mucho más lógico por su similitud con el apellido Zilbeti–, en el que en primera persona (como si fuese Eladio) defendía como suyo el hecho de haber elegido la denominación del equipo.

«Para encontrar el nombre vasco que necesitábamos fuimos comisionados el señor Perillán Ortiz de Urbina y este servidor de ustedes. Ninguno de los dos conocíamos el idioma vasco. Y recurrimos a mi difunta madre y a Chomin Meaurio, el ex jugador osasunista, que me ofrecieron estos tres vocablos: Gogorrak (los fuertes), Osasuna (salud) y Lagun enertean (entre compañeros). Sometidos que fueron a la Directiva, se eligió por unanimidad Osasuna, sin que en ello tuviera intervención alguna el señor Adoain, como se ha afirmado», defendió en dicha misiva.

Cuatro días más tarde, el aludido, Benjamín Adoain, a quien de manera oficial siempre se le ha atribuido la paternidad del nombre de Osasuna, circunstancia por la que llegó a ser homenajeado años más tarde, contraatacaba en el mismo medio de comunicación, asegurando que, aunque él no pertenecía a la comisión para designar la nueva denominación, a la vista de que «los días transcurrían y nada se resolvía, de mi puño y letra y por mi propia iniciativa se dio principio a una relación de nombres vascos».

Inspirado por el título de un libro sobre gimnasia sueca –«Salud, Fuerza, Belleza»–, «encabecé la lista con los dos nombres primeros, pidiendo después al vizcaino Meaurio la traducción al vascuence de la palabra «salud», ya que la de «fuerza» la conocía». «Los dos nombres, Osasuna e Indarra, fueron los únicos que se defendieron en la junta general celebrada al objeto en el Café Kutz, por más señas, siendo el mejor paladín de Osasuna por envolver concepto más fino, el difunto Pepe Huici», concluía.

Tratando de cerrar la porfía, el periodista de ‘Diario de Navarra’ Ángel Goicoechea, autor del libro ‘Osasuna, campeón’, publicaba en su periódico del día 22 de ese mismo mes un breve escrito, ratificando la versión que ha trascendido hasta hoy día, citando el testimonio del finado Pepe Huici. Su último párrafo incluía una valoración particular que bien podría ser utilizada de forma inversa y que demostraba que las heridas de la guerra seguían abiertas. «Por eso no rectifiqué. Es natural. Bueno, por eso, y porque no vi solo y exclusivamente un afán de esclarecimiento. Quizá la paternidad fuese lo menos importante. Se dejaban traslucir rencillas -¿políticas? ¿sociales?- que no quise alimentar», apuntaba.

Lo que sí es cierto es que desde aquel debate epistolar, la existencia de Eladio Zilbeti quedó relegada al olvido –no convenía al régimen franquista reconocer que personas abertzales y de izquierdas habían sido fundamentales en los primeros pasos de un club con tanto raigambre en Nafarroa–, una laguna a la que los sucesivos rectores del club, a propósito, por dejadez o por ignorancia, no quisieron poner remedio recuperando la memoria histórica de aquellos fundadores de la entidad rojilla.

Solo la labor investigadora en los últimos años del periodista de ‘Diario de Noticias’ Félix Monreal y la publicación del libro ‘El corralito foral’, de Iván Giménez, donde hay una referencia a Zilbeti en su página 90, han posibilitado desenterrar esa parte de la historia de Osasuna.

Recogido el testigo por la plataforma Sadar Bizirik, el pasado 16 de septiembre, ese inquieto iruindarra de principios de siglo XX gozó del merecido reconocimiento oficial con la inauguración de una calle con su nombre, junto al estadio del club que fue una de sus pasiones.



Un fusilamiento singular
Si por algo destacó el golpe franquista fue por la brutal represión que, fuera del campo de batalla, impulsó contra sus rivales políticos. Y por su rapidez a la hora de ponerla en práctica. Los hermanos Zilbeti la sufrieron en propias carnes. Francisco fue detenido a principios de octubre de 1936 y Eladio, poco antes de las fechas navideñas.

El primero tuvo más suerte. Lo cierto es que le salvó la amistad. Como relató su hijo, Javier, a este medio de comunicación, el director del penal de Ezkaba fue compañero de estudios de Francisco, lo que le permitió tener un trato de favor respecto a una macabra cuestión. «Cada vez que llegaba la orden de fusilamiento de mi padre, su amigo la colocaba abajo del todo del considerable taco que ya tenía», explica tal y como se lo contó su padre. «Pasados unos meses ya no podía darle más protección, así que le conminó a que jurase la bandera», añade. Efectivamente, cumplió con el trámite y a mediados de junio del año siguiente era puesto en libertad.

Para entonces, ya habían pasado unos cuantos meses de la ejecución de Eladio. Casi todo lo que se ha escrito sobre dicho suceso lo sitúa en Etxauri, seguramente porque fueron muchos los represaliados a los que allí se les dio muerte. Sin embargo, y con toda la precaución del mundo al no quedar ya con vida personas que puedan dar testimonio directo de lo acontecido, sí que han trascendido revelaciones indirectas que podrían apuntar a que incluso en su fusilamiento Eladio protagonizó un caso singular, si se permite tal calificación en un episodio tan trágico.

Recopilando historias de su familia, originaria de Etxauri, Jesús Jáuregui Gorráiz escribió un relato –galardonado con el premio Tomás Belzunegui–, en el que su madre recordaba cómo el padre de ella –abuelo de Jesús y trabajador en el Señorío de Elio– fue obligado a la fuerza a ser testigo de la ejecución de un joven «de ideario nacionalista», cuya familia tenía un comercio en la parte vieja de Iruñea y que había sido confesado por el párroco de Ibero, Alberto Oficialdegui, este último reconocido tras su muerte por su labor como fotógrafo y etnógrafo aficionado.

En el libro ‘El catolicismo y la cruzada de Franco’, escrito por Juan de Iturralde, se recoge una carta de Oficialdegui, datada el 19 de enero de 1937 y dirigida a la viuda de Zilbeti, en la que confirma que dio confesión a este, quien le expuso que, sabedor de su segura muerte, «quería que su cadáver fuera llevado a Pamplona, trasladando los restos de su sepultura provisional». El sacerdote añadía en la misiva un dato revelador: «Me ha dicho un feligrés que está sepultado en el término de Elío».

Una vez finalizada la contienda de la guerra civil, en enero de 1940, sus restos fueron llevados al cementerio de Iruñea, reposando desde entonces en el panteón familiar, que aparece en la imagen cedida por la familia Zilbeti Gomez.